FERNANDO SAVATER
Enlace Judío México | Hay muchos encuentros y fiestas culturales en los países de habla española, cada uno con su propio encanto. A mi juicio, uno de los que ofrecen mayor gozo es el Festival Cervantino de Guanajuato, que en octubre de este año ha celebrado su 41ª edición en la villa mexicana. Fue fundado por el empresario de la comunicación y publicista hispanomexicano Eulalio Ferrer (fallecido en 2009), insigne enamorado del ingenioso y desventurado hidalgo creado por Cervantes. Sin embargo, el festival no es un encuentro académico sobre literatura, sino una ocasión jubilosa para que el teatro, la poesía, la música y otras delicias ocupen las calles empinadas y los rincones de estilo colonial de una de las ciudades más hermosas de México… ¡lo cual ciertamente no es poco decir! Y que para mí tiene el doble prestigio de ser la cuna de dos de mis mayores Jorges: Ibargüengoitia y Negrete. Mientras en otros lugares que tenemos bien cercanos el arte escénico languidece, en su bellísimo teatro Juárez se han representado durante el festival piezas sumamente apetecibles y concurridas, como La sangre de Antígona, de José Bergamín, el paradójico poeta español tan ligado a lo mexicano por el exilio, la pasión taurina… y la paradoja misma, desde luego.
En mi demasiado breve paso por el festival cervantino, tuve la suerte de no solo sentirme en Guanajuato sino también en otra ciudad no menos bella pero mucho más antigua y sin duda hoy infinitamente más desdichada: Damasco. Este último viaje en alas de la imaginación —la única línea aérea que nunca nos cobra por exceso de equipaje— lo hice gracias al libro La primavera de Damasco (ed. Plaza y Valdés), de Diego Gómez Pickering, en cuya presentación a los lectores pude intervenir. La obra es una declaración de amor a la capital siria pero no meramente sentimental sino también reflexiva (lo que me recuerda el dictamen genial de Nietzsche: “Solo el amor puede juzgar”). En demasiadas ocasiones, corremos el peligro de creer que ciertos lugares que no hemos visitado y que aparecen diariamente en los noticiarios bombardeados y asolados por la matanza son meros escenarios de la ubicua destrucción bélica. No los suponemos sino oliendo a pólvora y a sangre, habitados por fantasmas aferrados al fusil o gimiendo destrozados en el camastro de hospitales de campaña. El libro de Gómez Pickering, sin rehuir la descripción del régimen dictatorial sirio y de las esperanzas frustradas que allí inauguró la llamada primavera árabe, nos devuelve a la hermosura ancestral de Damasco, las fragancias de sus jardines urbanos y de los guisos aromáticos en sus cocinas de armonía doméstica, el fulgor de su luna perpetua flotando mágica sobre el monte Casiún. Y también nos presenta vidas damascenas, la ilusión y la energía de algunos de sus hombres y sobre todo de sus mujeres en busca cotidiana de lo que todos queremos: la dignidad feliz. El autor de La primavera de Damasco escribe con sobriedad elegante que a veces no renuncia al toque lírico: su libro antecede al sanguinario enfrentamiento actual y, sin prefigurar su desenlace (nadie podría hacerlo, creo yo), apuesta porque Damasco renacerá de su actual devastación como se ha levantado de otras.
Vuelvo a las calles de Guanajuato que a comienzos de la noche bullen de una animación juvenil sin estridencias malsanas ni botellones. Un don Quijote cuyo atuendo recuerda al Hombre de Hojalata del Mago de Oz se fotografía frente al teatro Juárez con un sonriente surtido de voluntariosas Dulcineas. A muchos kilómetros de aquí, allende los mares, otros caballeros y otras damas, junto a muchos niños, ay, muestran más tristes figuras acosados por explosiones, tableteo de ametralladoras y gases asesinos. Aunque no lo hayan leído, saben como el hidalgo que la libertad es el mayor tesoro de la tierra y que por ella, como por la honra, puede arriesgarse la vida.
Fuente:elpais.com
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