El Monumento a la Inmigración Judía en México, explicado por Aslan Cohen, su creador

Enlace Judío México- Aslan Cohen, quien diseñó el Monumento a la Inmigración Judía en México, nos explica, de forma bastante poética, el significado de esta bella pieza:

El corazón del inmigrante es tan voluble como el mar sobre la arena: se hincha con el deseo de alcanzar lo que está por venir, hasta que la fuerza de ese deseo se extingue y una melancolía lo arrastra de nuevo hacia el pasado. Ahí, su corazón se ciñe sobre los recuerdos con tanta fuerza, que éstos pierden su materialidad, y se vuelven sueños. Otra vez el alma se dilata para tocarlos, otra vez la mano del mar se extiende sobre la tierra. ¿Cuántos exiliados no habrán sentido esa comunión con la ansiedad del mar estando a la orilla de ese mundo extraño y reciente, esa América de radio, ilusiones y correspondencia, que en el preciso instante cuando tomaba forma física, se llamaba Jalapa?

Esa condición doble del inmigrante, el judío la vivía también como contradicción geográfica. Habiendo dejado el antiguo continente, debía dar la espalda al oriente; pero, por otro lado, su tradición le enseñaba a dirigir hacia allá sus esperanzas —si te olvidare, oh Jerusalén… ¿Tenía sentido implorar hacia esa ciudad milenaria, ocultada ahora tras las imponderables aguas del Atlántico, y darle la espalda a aquello que se venía buscando? ¿La promesa que estaba por cumplirse, o había sido postergada?
Esa tensión, irresoluble aun para nosotros, se traduce en el hecho paradójico de que un individuo pueda resultar de la confluencia de dos ejes cultural e históricamente tan distintos. En nuestra escultura, análogamente, un mismo cuerpo se extiende por los dos lados del muro. Que una misma pieza de granito, cuyo peso, composición y textura han sido modificados sustancialmente, pueda suspenderse en la placa de concreto, se presenta como un difícil equilibrio. El espectador es llamado a explorar esa tensión física, que artísticamente corresponde a un drama psicológico, y que él interpretará desde su propia perspectiva.

Pero sea cual sea su lectura, la proyección de un bloque rectangular, grande y rugoso en rayos más pulidos y alargados, es metáfora de gestación. Ese bloque que apunta hacia el mar —origen indeterminado—, es transformado por el contacto con el muro en germinaciones disímiles. La placa de concreto, en su contacto con la tierra, transfigura, pule y multiplica lo que la penetra. Para el judío-mexicano, México es una entidad maternal, que no sólo acogió a nuestros antepasados con fecunda hospitalidad, sino que, en un permanente gesto de generosidad, sigue sosteniéndonos.

Al presentar los bloques suspendidos, la escultura presenta un momento vivo: suspensos, detenidos en un instante decisivo, los inmigrantes aún llegan. Aún nosotros, como judíos —como hombres—, exploramos un lugar que es nuestro, pero que no es todo lo nuestro. Sumidos en una mezcla de perplejidad y entusiasmo, somos el espejo permanente de un encuentro, de ese día histórico en que el inmigrante llega a un mundo distinto. Más que conmemorar una fecha, la obra busca actualizar la experiencia de la inmigración judía a México, y mostrar su universalidad en tanto que experiencia humana.

Este carácter abierto de la escultura se expresa formalmente en el diseño de la placa de concreto que sostiene las piezas de granito. En primer lugar, la mera presencia de una pared aislada, pone en cuestión su función tradicional como elemento de resguardo. Al simular el ocultamiento con el que se asocia tradicionalmente, la obra invita al espectador a asomarse a su otro lado. Así, él mismo se sume en esa experiencia de la identidad como la confluencia de dos dimensiones distintas, que a pesar de existir simultáneamente, sólo pueden leerse sucesivamente, es decir: como hechos individuales, subjetivos.

En segundo lugar, las oquedades y resquicios por los que atraviesan las piezas de granito permiten que la luz se cuele de lado a lado, lo que pone en evidencia que el espacio doble de la obra no es mutuamente excluyente. Al amanecer, cuando el Sol se levante en el este, los rayos de luz se filtrarán por la piedra esculpida, imitando el destello de rayos horizontales de granito que apuntan a la tierra. El oriente más remoto se identifica con la cara occidental de la obra; la primera luz se materializa en el segundo hemisferio. La sabiduría, como el solemne tráfico de ángeles que soñara Yakov, viaja de un mundo a otro. Y lo ha hecho. El mundo judío y el mexicano, en cien años de coexistencia, se trasmutaron en un haz luminoso, cromático y fulgurante.

Por eso, los bloques grandes que dan al mar suman cien. Y aunque identificar cada piedra con un año es insignificante desde el punto de vista estético, lo cierto es que son trozos de tiempo consumado; historia pletórica, palpable, madura, centenaria. Se trata de viajeros que llegaron a un nuevo puerto, cada uno con tamaños y composiciones distintas; cada uno con el color que su espíritu le prestaba al rostro. Pero los colores son variaciones matizadas del mismo pigmento, igual que las posiciones de los bloques varía dentro del mismo marco. La representación plural de lo uno no es ruptura: es riqueza.

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