Moisés Naím: “Las democracias no pueden estar basadas en ONG, sino en partidos”

ANTONIO CAÑO

Enlace Judío México | La aparición de El fin del poder (Debate) ha provocado tal interés en todas partes que su autor, Moisés Naím (Caracas, 1952), lleva meses recorriendo el mundo para explicar sus tesis sobre el declive del poder tradicional a los mismos grupos a los que él identifica como víctimas o beneficiarios de ese movimiento: militares y estudiantes, obispos y mujeres, ejecutivos y académicos, políticos, funcionarios, periodistas… Todos, de alguna manera, se ven afectados por un cambio profundo y universal hacia un nuevo mundo en el que el poder está más repartido, es más fácil de perder y más fácil de conseguir.

El libro es, en cierta forma, la culminación del esfuerzo de un hombre que lleva décadas formulando un pensamiento original, independiente y provocador, aunque constructivo. Naím no tiene unos colores claros, no pertenece a ningún bando intelectual o ideológico, trata de mantenerse, no equidistante, sino a la distancia suficiente de cada uno como para poder criticarlo con libertad. Eso hace su trabajo más controvertido, pero también más valioso.

Gracias a esa cualidad, Naím ha podido escribir un libro útil para todos. Nadie va a sentirse particularmente atacado por El fin del poder, con excepción de sátrapas y abusadores. Nadie va a entender esta obra como una desautorización de sus propias ideas. En cambio, cualquiera, incluso los que están perdiendo el poder, podrán encontrar sugerencias para hacer mejor las cosas.

El fin del poder consagra a Naím como un punto de referencia del pensamiento actual. Exministro de Venezuela, todavía con un Gobierno democrático, exfuncionario del Banco Mundial, exdirector de la revista Foreign Policy y actual académico del Carnegie Endowment for International Peace, ninguno de esos cargos está a la altura de los méritos de Naím como conversador. Tras la lectura de este libro, lo único que lamentarán los lectores es no poder comentarlo con el autor, como yo hago a continuación.

Pregunta. Después de leer El fin del poder me quedé con la impresión de que estaba ante un excelente libro, pero ante una mala noticia. Sé que usted es más optimista.

Respuesta. Una de las experiencias más interesantes que he tenido desde la aparición de este libro es que he descubierto que es una especie de test de Rorscharch, una mancha en la que cada uno cree ver una cosa diferente. Hay argumentos muy válidos sobre que el libro es una visión preocupante sobre el futuro, un futuro en el que hay más anarquía, en el que grupos pequeños, gente con ideas extremas, que yo llamo terribles simplificadores, que de alguna manera, debido a que el poder se ha hecho más fácil de obtener, tienen ahora más poder. Entre ellos están el Tea Party, los grupos de extrema derecha en Europa, los populistas de América Latina, gente con malas ideas y que alcanza un poder desproporcionado con relación a su tamaño. Esa es la visión pesimista.

P. ¿Y la optimista?

R. La visión optimista es que también hay que gente con buenas ideas que logra más fácilmente ahora hacer progresar la humanidad. Es decir que un grupo de jóvenes puede reunirse y crear una empresa y conseguir, gracias a las nuevas oportunidades que existen, capital, clientes y crecer rápidamente en espacios que antes habían sido monopolizados por las grandes empresas tradicionales. Ese es un mundo mejor, un mundo en el que los monopolios, los tiranos, los autócratas, los concentradores de poder están más inseguros.

P. Parece bueno en el ámbito de la empresa. Pero ¿lo es en la política?

R. Es bueno que, en la política, grupos que antes estaban marginados, a los que no se prestaba atención, puedan ahora tener influencia. Eso es una buena noticia. La mala noticia es la aparición de lo que Frank Fukuyama llama “las vetocracias”, es decir, las democracias en las que existen un grupo de actores, de individuos, que no tienen la autoridad para imponer una agenda, pero tienen el poder de bloquear el juego, de vetarlo. Lo hemos visto recientemente en Estados Unidos, pero los vemos en otras partes. Treinta de los treinta y cuatro países miembros de la OCDE tienen jefes de Gobierno de partidos distintos a los que controlan sus Parlamentos, es decir, tienen que vivir en coaliciones difíciles, ineficaces, que toman decisiones tardías, malas, diluidas.

P. Entiendo El fin del poder como el declive del poder. Creo que podemos estar de acuerdo en que el poder no ha cambiado de manos todavía. Puede que quienes lo han tenido siempre tengan hoy menos, pero conservan mucho aún. ¿No es así?

R. Sería una insensatez no admitir que existen personas, grupos, instituciones que aún conservan un enorme poder, desde el Vaticano hasta el Pentágono, del Partido Comunista Chino al Partido Republicano de Estados Unidos, de J. P. Morgan y los grandes bancos a Google, las potencias en el deporte o en Hollywood. Claro que hay grupos con enorme poder. Lo que argumenta el libro es que esos que tienen el poder hoy tienen más restricciones para ejercerlo y son más vulnerables a perderlo.

P. Usted alude a una frase de Zbigniew Brzezinski según la cual hoy es más fácil matar a 100 millones de personas que controlarlas. Yo no estoy muy seguro. Yo veo, por ejemplo, cientos de millones de personas perfectamente controladas en China.

R. Pero también ve 120.000 manifestaciones callejeras al año en China. En China hay una intensidad de protestas como no se ha conocido nunca desde que el Partido Comunista está en el poder. Por supuesto que en China, en Irán, en Cuba, en Bielorrusia, en la misma Rusia de Putin, existe un control férreo. Lo que argumento es que ese control es hoy más difícil que antes.

P. ¿Y eventualmente desaparecerá?

R. Eventualmente cambiará. Es muy difícil que la cúpula del poder en China no sufra transformaciones profundas en los próximos 10 años. No digo que se va a transformar en una democracia suiza, pero digo que el régimen leninista de partido único que todo lo controla monolíticamente va a ser muy difícil de sostener.

P. Otras personas que han analizado los cambios registrados en el mundo en los últimos años tienden a explicarlos principalmente como una consecuencia de la revolución digital. Usted parece darle una importancia menor a ese fenómeno.

R. Yo le atribuyo a la revolución digital muchísimo valor, pero no la considera la variable fundamental de lo que está pasando. Las nuevas tecnologías, las redes sociales son instrumentos, instrumentos que poseen unos usuarios, y estos tienen, a su vez, unos motivos y una dirección. Para mí, lo más importante es entender cuáles son las fuerzas que mueven a esos usuarios. En el libro, lo que hago es describir esas fuerzas, que van desde la demografía, hasta las necesidades económicas, la urbanización… Estamos viviendo en el mundo más urbano de la historia. Desde 2007 hay más personas viviendo en la ciudad que en el campo. Este es el planeta más joven que ha tenido la historia, el de mayor número de población joven. La población menor de 30 años es tres veces mayor de lo que era en 1950. Todo eso, la educación, la ingesta calórica… Todo eso es lo que mueve a esos usuarios y lo que ha dado lugar a lo que yo en el libro llamo las tres revoluciones: la del más, la de la movilidad y la de la mentalidad.

P. Es sabido que ni la edad es garantía de sabiduría, ni la juventud de innovación. ¿Por qué el hecho de que la población sea más joven es un factor de cambio?

R. Yo me limito a decir que los jóvenes son menos tolerantes con las estructuras tradicionales de autoridad.

P. No estoy seguro de si los jóvenes de Ocupa Wall Street o las protestas en Europa desafían la autoridad o reclaman beneficios perdidos.

R. Desde mi punto de vista, lo importante no eso. Para mí, lo importante es, primero, que hoy hay más jóvenes que nunca; segundo, que los jóvenes se comportan socialmente de forma distinta a las personas de más edad; tercero, que el número de jóvenes que se manifiesta en Wall Street o en las calles europeas es menor al número de jóvenes que van todos los días a trabajar a una fábrica en China, y cuarto, que las razones por las que protestan los jóvenes en los países ricos son distintas a las razones por las que protestan en Chile, Brasil o Turquía. Ocupa Wall Street y los jóvenes europeos protestan porque quieren proteger sus estándares de vida de clase media. En el mundo menos desarrollado, las razones para salir a la calle están relacionados con la insatisfacción por los servicios públicos.

P. ¿Qué es lo que está ocurriendo, entonces, en común en todos los países?

R. Esas tres revoluciones —más, movilidad y mentalidad— están ocurriendo en todos los países, son universales y tienen en común que socavan las barreras que protegen a los poderosos.

P. ¿Y no socavan también las estructuras de los Estados democráticos?

R. Absolutamente. Y en algunos casos hemos visto cómo los Estados generan anticuerpos. En Estados Unidos, después de que hemos visto de qué manera el Tea Party bloqueaba la acción política, ahora tenemos encuestas que indican que ha perdido popularidad.

P. Es decir, que no todos los desafíos al poder establecido tienen un carácter positivo. Algunos son incluso muy negativos.

R. Absolutamente. Por eso, el libro incluye con mucha alarma lo que llamo terribles simplificadores. Yo soy muy duro contra los que predican la antipolítica.

P. Esa antipolítica está justificada por la crisis de los partidos políticos tradicionales. Quizá nada represente mejor el fin del poder que el desprestigio casi universal de los partidos políticos.

R. Ese descrédito comenzó con la caída del muro de Berlín y el declive de la ideología como el elemento fundamental que diferencia a los partidos políticos. Cuando la ideología desapareció como elemento de contraste entre los partidos, estos tuvieron que refugiarse en el clientelismo, en el pragmatismo, y crecieron los malos hábitos. Este catastrófico descenso de los partidos políticos ha coincidido con un formidable ascenso de las organizaciones no gubernamentales (ONG). Yo he descubierto que es más fácil sumar a los jóvenes a una ONG para salvar las mariposas que a un partido político. Las ONG se han convertido en la gran atracción de los idealistas de toda edad, lo cual es desastroso para la democracia. Las democracias no pueden estar basadas en ONG, tienen que estar basadas en partidos políticos.

P. ¿Qué se puede hacer para cambiar esa dinámica?

R. Los partidos políticos tienen que hacerse más transparentes, más abiertos, y tienen que volver a atraer a todas esas personas que quieren cambiar el mundo.

P. El regreso del PRI en México, el monopolio del peronismo en Argentina o la continuidad del PT en Brasil, ¿cómo se explican en ese contexto?

R. Yo interpreto esos tres casos como una confirmación de las tendencias que explico en el libro. El PRI no ganó esta vez por las trampas que podía hacer gracias a su inmenso poder. Ganó en buena lid dentro de lo que, gracias a las reformas de Ernesto Zedillo, es probablemente el sistema electoral más transparente del mundo. Pero si el PRI quisiera hoy quedarse por la fuerza no lo conseguiría. Enrique Peña Nieto es mucho menos poderoso que Carlos Salinas o Luis Echeverría. Igual en Argentina o Brasil. Cada uno de los actuales presidentes tiene menos poder que sus antecesores. Dilma Rousseff tiene menos poder que Lula, y Cristina Fernández tiene menos poder que su marido. Los votantes argentinos le acaban de dar una paliza a un Gobierno que claramente es ventajista y abusivo.

P. En España, quizá Mariano Rajoy es el presidente de Gobierno con menos poder de la democracia, comparado con Felipe González o con José María Aznar. Algo parecido puede decirse del jefe de la oposición. ¿Obedece eso también al declive de los partidos políticos?

R. Indudablemente. Los mecanismos de los partidos políticos españoles para involucrar a la sociedad no están funcionando.

P. Uno de los signos del fin del poder que usted analiza en su libro es el debilitamiento de los Estados nacionales y el fortalecimiento de las regiones. Desde esa perspectiva, ¿qué juicio tiene de las reclamaciones de independencia en Cataluña?

R. Primero habría que hacerse una pregunta que trasciende a España, que es: ¿cuál es la dimensión ideal de un estado en el mundo moderno? La respuesta es que el tamaño óptimo de un país en el siglo XXI es grande, desde el punto de vista económico, pero pequeño, desde el punto de vista político. Los países más grandes son más difíciles de manejar políticamente, pero los Estados demasiado fragmentados no son competitivos en el mundo de hoy. Esa contradicción se da en España, pero también en Rusia, en China, en muchas partes. En el caso de España, existen dudas sobre los efectos que podrían producirse para la prosperidad de las regiones pequeñas que pretenden independizarse de la España grande.

P. ¿Usted ve el Estado central o centralizado como un enemigo o un obstáculo de la democracia?

R. Una de las lecturas más fascinantes que existen es la de la angustia intelectual de Jefferson, Madison y los padres fundadores de Estados Unidos sobre cómo conseguir el equilibrio perfecto entre mantener los Estados unidos, respetando al mismo tiempo su independencia, su autonomía. Ellos sabían que ambas cosas son necesarias. No se trata de elegir entre ambas opciones. Lo importante es el diseño que se hace en el siglo XXI para combinar los deseos de las regiones con las necesidades de un Gobierno central. El que haga mal ese diseño, se rompe.

P. ¿Es el mundo actual más inseguro, y para quién? ¿Para los poderosos o para los ciudadanos?

R. El mundo es, ha sido y será variado y volátil en cuanto a seguridad. Algunos países son hoy mucho menos seguros de lo que habían sido antes para los ciudadanos, mientras que otros lo son mucho más. Por ejemplo, en mi país, Venezuela, se vive una pesadilla diaria de inseguridad ciudadana que no tiene precedentes en nuestra historia. En contraste, Colombia es hoy más segura para sus ciudadanos de lo que era antes. Pero, más allá de ejemplos individuales, las tendencias mundiales son, en general, muy positivas. Como ha demostrado Steven Pinker en su libro (The better angels of our nature: why violence has declined), basándose en una enorme cantidad de datos, la violencia ha venido declinando durante milenios, y hoy vivimos la época más pacífica en la historia de la humanidad. Yo creo que el mundo en general tiende a ser más seguro. La gran amenaza que se cierne sobre nuestra seguridad ya no se origina en lo que los humanos nos hacemos los unos a los otros, sino de lo que le hemos hecho y le seguimos haciendo al medio ambiente. Pero de lo que no hay duda es de que el mundo de hoy, y aun más el que viene, es más inseguro para dictadores, autócratas y monopolistas. Claro que estos siguen existiendo y son poderosos. Pero su permanencia en el poder es hoy menos segura y será cada vez más corta.

P. Hablemos, dentro de la revolución de la movilidad, de los hispanos en EE UU. ¿Son una verdadera fuerza transformadora o una mera circunstancia coyuntural?

R. Son una fuerza transformadora. Son la clase media de más rápido crecimiento en el mundo. Su poder adquisitivo en EE UU aumenta a tasas que no tienen comparación. Pero su participación en la política es todavía incipiente, desorganizada y carecen de las organizaciones que canalicen un liderazgo, y los dos grandes partidos todavía no saben cómo apoyarse en esta masa de votantes. La fuerza fundamental de los hispanos es la demografía. El problema es que la categoría de hispanos es muy dudosa, y todavía no hemos llegado al punto en el que todos los que hablan español en EE UU pertenecen a una misma comunidad.

P. Usted escribió este libro antes de que estallase el escándalo de Edward Snowden. De haberlo hecho después, ¿lo habría incluido? ¿Es el caso Snowden una manifestación más del fin del poder?

R. Absolutamente. No hay ninguna duda de que lo es. Como lo es la renuncia del papa Benedicto, como lo es la multa de 13.000 millones de dólares al J.

P. Morgan, como lo es el hecho de que la gran superpotencia se viera incapaz de intervenir en el país al que había advertido que no utilizara armas químicas, aunque las utilizó. Lo que tienen en común estos casos es la transferencia del poder a pequeños actores que tienen un poder desproporcionado. La CIA acaba de informar de que el daño que Snowden le ha hecho a la inteligencia de Estados Unidos es el mayor de la historia.

P. ¿Cuál es su opinión sobre Snowden?

R. Yo creo que Snowden ha provocado un debate necesario, un debate importante, pero miro sonriente, con cinismo, cuando veo a los presidentes de otros países rasgándose las vestiduras cuando descubren, con hipócrita sorpresa, que son espiados. Son presidentes que, a su vez, espían a sus colegas. Entonces, es un debate importante, pero va a ser inútil, a menos que se lleve a cabo de una manera realista, sincera y no hipócrita.

P. ¿Cuál es el segundo volumen de El fin del poder? ¿Qué viene después?

R. El siguiente libro tendrá que ser sobre cómo se vive en un mundo donde las tendencias que ahora describe se consoliden.

P. Eso va a llevar, ¿una década?

R. Sí, una década, más o menos.

Fuente:elpais.com

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