JULIÁN SCHVINDLERMAN
Enlace Judío México | En noviembre del 2012 la Universidad Católica Argentina concedió un doctorado Honoris Causa al rabino Abraham Skorka. La revista Cabildo respondió a ello con el siguiente comentario: “Lo que se ejecutó ese día fue un hecho inicuo, consumado bajo el sello de la obsecuencia servil al judaísmo, de la adulación rastrera a la Sinagoga, del vasallaje envilecedor al Sanedrín, de la horribilísima abdicación ante el poder de Israel”. El hecho involucraba a un judío argentino y sin embargo “el poder de Israel” fue invocado para criticar el evento.
Cinco días después, un dirigente de Alternativa Nacional reaccionaba así ante un nuevo episodio de confrontación militar entre el ejército israelí y el movimiento terrorista Hamas: “En momentos internacionales como este, uno comprueba realmente que Jesús históricamente era Palestino y no Judío”. Los acontecimientos en el Medio Oriente eran vistos bajo el prisma de la identidad religiosa y nacional del Mesías cristiano y las acciones militares de Israel quedaban implícitamente censuradas sobre la base de que en la conducta de los israelíes-judíos no podía haber nada originado en el Jesús de Nazaret.
Las vinculaciones creadas en ambos casos por sujetos antisemitas al entremezclar a Israel y a los judíos en circunstancias que no los comprenden directamente -Skorka fue premiado como judío-argentino sin relación alguna con Israel, y el choque Hamas-Israel no tenía nada que ver con Jesús- son un tema recurrente de nuestra era en ámbitos tanto críticos de Israel como críticos de los judíos. Aunque no necesariamente ambos temas deban estar relacionados, comúnmente el odio a Israel y el odio a los judíos van hermanados. Por definición, un antisemita, es decir alguien que desprecia a los judíos, inevitablemente despreciará al estado judío; es un sujeto que su odio al pueblo judío abarca al estado creado por judíos y con el que los judíos del mundo se identifican afectiva y simbólicamente. La deducción inversa no es tan simple: un antisraelí puede no ser un antisemita. Pero que quién detesta al estado judío no siempre sea obligatoriamente un antisemita, de ningún modo significa que nunca un antisraelí sea un antisemita. De hecho, abundan las instancias que sugieren lo opuesto.
En este texto intentaremos presentar algunas reflexiones que asistan a la tarea de separar las aguas y permitan tener la prudencia de no etiquetar automáticamente la crítica, o incluso la condena, a Israel como un gesto necesariamente antijudío y a la vez den la posibilidad de reconocer al antiisraelísmo como una forma contemporánea de antisemitismo cuando éste efectivamente lo es.
Comencemos nuestro enfoque aclarando desde el vamos de qué no hablamos cuando destacamos el nexo entre el antiisraelísmo y el antisemitismo. La crítica política al estado de Israel es legítima. Cuestionar las políticas de un estado-nación en la modernidad es una prerrogativa de todo ser autónomo, sea el estado en cuestión Israel, Egipto, Francia, Perú o Japón. Nuestro problema es con la crítica antisemita al estado de Israel, aquella que la aparta de los demás cuestionamientos a otros países por su anormalidad, obsesión, reiteración, desproporción y virulencia. Por ejemplo, este último noviembre un reconocido ilustrador mendocino posteó en Facebook una pintura con una cruz esvástica junto a este comentario: “Hoy el sionismo, ideología que se manifiesta en el Estado de Israel y que se formó a la sombra de la violencia y opresivos hechos del siglo XIX, mucho se parece al nazismo…”. Al mismo tiempo en Buenos Aires fueron pintadas Estrellas de David superpuestas con cruces esvásticas sobre la fachada de una institución judía, aparecieron afiches con similar simbología en el barrio de Paternal, y en el Once se repitió la imagen con la consigna “Palestina libre”.[1]
Claramente, estos casos nos remiten a expresiones antijudías clásicas más que a cuestionamientos legítimos a las políticas de Israel. Como tales son expresiones antisemitas y el hecho de que hayan sido motivadas por los acontecimientos del Medio Oriente prueban que el vínculo entre el antisemitismo y el antiisraelismo no es fruto de la paranoia o de la exageración. Es innecesario acusar a los judíos de ser nazis para criticar alguna acción de Israel. Como es igualmente innecesario (e igualmente injusto) realizar esas analogías con el colonialismo, el imperialismo y las prácticas del Apartheid que tan usualmente se le endilgan a Israel.
Detrás de tamaña desproporción se esconde una intención maligna de aislar enteramente al estado judío del resto de las naciones. Pues ningún ser moral podría concebir -mucho menos admitir- en el seno de la familia de las naciones a un país con conductas y prácticas semejantes a las del nazismo, el colonialismo y la segregación racial. Para los antisemitas, los judíos del mundo son cómplices de lo que en sus mentes ven como los crímenes de Israel y en consecuencia responsabilizan moralmente a la judería mundial de las acciones de los israelíes. Ello queda reflejado en la superposición de simbología religiosa hebrea con simbología política nazi en las calles de la Argentina en tiempos de conflicto palestino-israelí.
De hecho, puede verse un continuo histórico en el sendero del odio antijudío, una metamorfosis de añejas difamaciones antisemitas hoy recicladas en novedosas manifestaciones antisraelíes. El libelo de sangre del Medioevo según el cual los judíos asesinaban a niños cristianos para rituales propios de su fe tiene su equivalente moderno en la acusación de que los israelíes matan a niños palestinos. La acusación de que los judíos provocaban la muerte a los cristianos mediante la propagación de la peste negra afectando a todo un continente, tiene su equivalente actual en la acusación de que los israelíes cometen un genocidio contra los palestinos y en que son la causa de la inestabilidad en el Medio Oriente. Las descabelladas denuncias contenidas en Los Protocolos de los Sabios de Sion acerca del dominio hebreo universal renacen en las fantasías del control judío de la política exterior estadounidense. Aun cuando estas equivalencias podrán ser imperfectas, la memoria colectiva de un pueblo perseguido puede detectar las similitudes. Como ha observado con tino el académico Alvin Rosenfeld, si antaño se buscaba excluir al judío de la sociedad, hoy se aspira a marginar al estado judío de la comunidad internacional.
El antisemitismo es un fenómeno camaleónico. Se adapta al entorno con notable precisión. Sabe hablarle a sus contemporáneos en el lenguaje de su época. Lo que hoy nos parece estrafalario en tiempos pasados fue dado por cierto. Quizás en el futuro los historiadores puedan apreciar cuan infundadas eran las comparaciones de las conductas de los israelíes con las de los nazis, pero en la actualidad éstas son tomadas como válidas por muchas personas en muchos lugares. En tiempos en los que la religión definía a las relaciones humanas, el pueblo judío fue agredido por sus creencias. En tiempos de teorías raciales, los judíos fueron perseguidos por su sangre. En la era de la autodeterminación nacional, se los ataca por el ejercicio de su soberanía nacional.
El antisemitismo fue inicialmente de naturaleza religiosa, luego racial y ahora política. La crítica a Israel se convierte en antisemitismo al cuestionar la legitimidad política y moral de la existencia judía en Israel. Esto puede tomar la forma de la negación tajante al derecho judío a la autodeterminación nacional, como en el caso obvio del antisionismo, o puede manifestarse de manera un poco más sutil por medio de múltiples e insensatas acusaciones contra Israel (estado genocida, apartheid, etc.) que apuntan igualmente a su descalificación.
Un elemento central del antisemitismo político contemporáneo que damos en denominar antiisraelismo es la atención selectiva que dedica el antisemita a las acciones de Israel. Si por el mismo delito uno está dispuesto a condenar a un hombre negro y a perdonar a un hombre blanco, entonces uno es un racista. Y si uno está inclinado a condenar a un hombre negro por delitos que ni siquiera ha cometido y a perdonar los delitos graves del hombre blanco, entonces además de ser un racista uno será, digamos diplomáticamente, un racista exagerado. ¿Qué podemos decir ante la reacción indignada de cantidades de personas -presuntamente desconectadas de las vicisitudes del Medio Oriente- a ciertas acciones militares o políticas de Israel cuando estas mismas personas permanecen indiferentes a las acciones asesinas del régimen Assad en Siria? Y no solamente por los más de cien mil muertos sirios sino por los ataques que refugiados palestinos -el objeto habitual de su compasión- en Siria han padecido. ¿Por qué sólo cuando los israelíes están implicados en el sufrimiento palestino dejan oír sus voces? Su indignación moral selectiva expone sus reales intenciones. No es el padecimiento palestino aquello que concita su preocupación, sino su obsesión con los judíos (israelíes) lo que fomenta su reacción.
Estamos acostumbrados a reconocer un acto antisemita cuando una bomba molotov es arrojada contra una sinagoga. Nos resulta más complicado reconocerlo cuando Israel es tachado de estado-nazi o cuando casi todas sus políticas son universalmente cuestionadas o cuando es censurado por acciones que no fomentan una fracción del enojo popular cuando éstas son cometidas por otros, incluso ante situaciones objetivamente más graves y mucho más ofensivas a la conciencia mundial. Debemos superar esa dificultad y reconocer que un acto discriminatorio contra un -o mejor dicho “el”- estado judío no es más que la cristalización a nivel nacional de un viejo prejuicio milenario.
Fuente:Centro de Estudios Sociales, DAIA
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