MARIANO AGUIRRE
Enlace Judío México | La primavera árabe que transformaría democráticamente Oriente Próximo ha resultado ser un periodo de violentas incertidumbres y realineamientos geopolíticos inesperados. Los optimistas estrategas de la promoción de la democracia no previeron que la caída de los dictadores podría generar una fragmentación violenta de la región con ondas expansivas.
El colonialismo definió fronteras y Gobiernos autocráticos, muchos asentados sobre codiciados recursos energéticos, que establecieron relaciones privilegiadas con Occidente durante décadas aplicando políticas económicas excluyentes para la mayorías de las sociedades. La invasión de Irak en 2003 y la operación de la OTAN contra Muamar el Gadafi en 2011 fueron los últimos intentos de Occidente de manejar una región crecientemente incontrolable. El impacto de esos dos sucesos pos-imperiales generó olas de radicalización islamista que se desplazaron hacia Siria y Somalia, desde el norte de África hacia el Sahel, y masivos movimientos de refugiados e inmigrantes en múltiples direcciones.
En los países que Occidente practicó el “cambio de régimen” —Irak, Libia y Afganistán— reina la fragmentación sectaria, la corrupción y la inseguridad para los ciudadanos, y la constante tensión entre Estados centrales débiles y regiones que pugnan por la secesión. Entretanto, los Gobiernos no presentan nuevas políticas para luchar contra la pobreza, la desigualdad y el inmenso desempleo juvenil.
La región se ve afectada por fracturas transfronterizas. En Siria luchan, por un lado, grupos armados por Turquía, Arabia Saudí y las monarquías del Golfo (el bando suní) contra otros apoyados por Irán y Hezbolá (bando chií) en favor y en contra del Gobierno de Bachar el Asad de la minoría alauí (chií), armado a su vez por Rusia e Irán. George Joffé, de la Universidad de Cambridge, subraya que “una situación no muy diferente de la que ocurrió durante la guerra fría ha sido recreada. Aparte de sus propios problemas, la región de Oriente Próximo y norte de África está desempeñando otra vez el papel de delegada y zona de ruptura entre bloques en tensión”.
La división entre suníes y chiíes, con diferentes interpretaciones sobre la descendencia de Mahoma desde hace casi 1.400 años, es crecientemente violenta, algo que podría afectar a Arabia Saudí. El investigador Sverre Lodgaard dice en su libro In the wake of the Arab Spring que “los conflictos económicos y políticos son vistos a través de filtros religiosos y étnicos, y este mecanismo los vuelve más fuertes”.
Libia está controlada por más de 400 grupos armados y la región de Cirenaica demanda su autonomía. Miles de yihadistas y grupos vinculados a Al Qaeda operan en Siria, Irak, Libia, Yemen y desde Malí hasta Nigeria, al igual que en Somalia y Kenia. No todos los insurgentes están unidos en una organización, ni todos los problemas tienen el mismo origen, pero hay tendencias comunes entre la guerra de identidades en Siria e Irak, la ruptura del control del Estado en Libia, el atentado en el centro comercial de Nairobi, y el creciente flujo de emigrantes a través del Mediterráneo.
Estados Unidos y Europa asisten a estos múltiples dramas varios pasos por detrás de las circunstancias y asisten a una pérdida de influencia. Washington trata de recuperar peso con acuerdos sobre Irán e Israel-Palestina. En Egipto, por ejemplo, se apoyó a la democracia autoritaria de los Hermanos Musulmanes para luego afirmar que el Gobierno militar que retomó violentamente el poder en julio pasado “está siguiendo una hoja de ruta (hacia elecciones libres), al menos según nuestra percepción”, en palabras elípticas del secretario de Estado, John Kerry. El resultado es que los militares egipcios vuelven a ser los dueños de la situación, algo coherente con su control de aproximadamente el 40% de los sectores clave de la economía. Con el apoyo económico de Arabia Saudí y países del Golfo, los militares egipcios quieren eliminar toda huella de los Hermanos Musulmanes. Así chantajean a Washington y Europa de la misma forma que lo hacía Hosni Mubarak, presentándose como los estrictos opositores al islam radical a la vez que reivindican su independencia para comprar armas a Rusia y otros países, acabando con el monopolio y control que tenía Estados Unidos.
Las alianzas tradicionales que Occidente, especialmente Estados Unidos, tenía en la región se ven afectadas, en particular con Arabia Saudí, Israel, Turquía y Egipto. Después de casi una década de ocupación estadounidense de Irak, el Gobierno represivo de Nuri al Maliki tiene estrechos vínculos con Irán y China. La falta de política de Washington, en parte remediada con el reciente acuerdo con Irán, abre espacios para Rusia y China. Moscú tiene crecientes buenas relaciones con Teherán, Bagdad, Damasco, Riad y Hezbolá. Ankara (miembro de la OTAN) estudia comprar armas a Pekín.
La monarquía de Riad está furiosa con Barack Obama por negociar con el Gobierno iraní su programa nuclear, dar pasos atrás en atacar al régimen sirio, y por haber apoyado el Gobierno de los Hermanos Musulmanes para luego criticar tibiamente el golpe militar egipcio. El Gobierno israelí comparte las mismas críticas hacia la Casa Blanca.
Arabia Saudí usa su gran poder económico para influir en la guerra siria. Los saudíes intentan crear un “ejército del islam” que unifique a los grupos armados salafistas contra el régimen de Bachar el Asad y debilitar a los grupos armados ligados a Al Qaeda. La estrategia de Riad es equivocada porque los salafistas sirios tienen posiciones radicales más cercanas a Al Qaeda y, además, se fomenta la fragmentación de la oposición.
Incluso Israel, el aliado de EE UU más firme en la región, no responde a lo que Washington quiere, enarbola la posibilidad de atacar las instalaciones nucleares de Irán y continúa expandiéndose en Cisjordania. John Kerry se esfuerza para alcanzar en 2014 un acuerdo entre Israel y la Autoridad Palestina. Paradójicamente, Washington cree que el conflicto considerado de más difícil solución podría ser otra carta victoriosa después del éxito con Irán.
Pero Israel tiene divisiones y posiciones internas que no facilitarán las cosas. En el improbable caso de que el primer ministro Benjamín Netanyahu cambiase su posición y la Autoridad Palestina, presionada por Estados Unidos y a cambio de fondos para su supervivencia, aceptara un acuerdo limitado, los partidos de la ultraderecha religiosa en Israel, y la división interna entre Al Fatah y Hamás, lo bloquearían. Un acuerdo en los mínimos no frenará los asentamientos, ni incluirá el regreso de los refugiados y la doble capitalidad de Jerusalén.
Se configura un mapa estratégico que puede cambiar “las alianzas, los desafíos de seguridad, el comercio y los flujos energéticos”, dice Robin Wright, investigadora del US Institute for Peace, en el que podrían surgir nuevos Estados o ciudades-Estado con múltiples identidades, como Bagdad. Quizá no se modifiquen las fronteras, pero podrían generarse rupturas y alianzas fluidas e informales. Los kurdos de Irak y Siria podrían unirse mientras que los suníes de esos mismos países se aliarían entre sí. Líbano y Jordania son dos eslabones muy débiles, profundamente impactados por la presencia de decenas de miles de refugiados sirios y la implicación de Hezbolá en Siria. Las monarquías del Golfo, como Bahréin, presentan violentas tensiones internas entre las comunidades suníes y chiíes. El mapa energético también cambiará, con Irán exportando petróleo sin restricciones. Martin Chulov, corresponsal de The Guardian en la región, dice que “el paisaje geopolítico no será el mismo en una década”.
El acuerdo alcanzado sobre el programa nuclear iraní, limitándolo al terreno civil, reducirá parcialmente las inquietudes de los Estados suníes. El complejo paso siguiente sería lograr un acuerdo entre Rusia, Estados Unidos y las potencias locales (en particular Irán, Arabia Saudí, Turquía y Catar) con el fin de pactar una retirada de las fuerzas delegadas en Siria, primer paso de un proceso de paz. Los escenarios del futuro son acuerdos regionales entre Estados inclusivos o crecientes rupturas violentas.
*Mariano Aguirre es director del Norwegian Peacebuilding Resource Centre (NOREF).
Fuente:elpais.com
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