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miércoles 18 de diciembre de 2024

Los judaísmos derrotados en Janucá

janukia

IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO

Enlace Judío México | Janucá es una fiesta singularmente especial para el pueblo judío, y en muchos sentidos es similar a Purim: celebramos la derrota de un enemigo que, más allá de su personalización en Hamán Hagagui o Antíoco IV Epífanes, es un enemigo de proporciones históricas, porque es el intento por destruir una cultura (la nuestra) desde los centros de poder colonialista (Persia o Siria).

Pero hoy quiero darle otra perspectiva al asunto de Janucá, a partir de una premisa simple: nosotros celebramos la victoria de Yehudá Hamakabi porque, de uno u otro modo, somos sus herederos físicos, pero también culturales y religiosos. Pero hay que decirlo: el Judaísmo que entonces celebró la victoria Macabea -y la sigue celebrando- no fue el único que existía en ese momento.

Hubo, por lo menos, otros dos tipos de Judaísmo, antagónicos, y que fueron derrotados en ese momento.

El Judaísmo Helenista

Una cosa en la que pocas veces reflexionamos sobre la Guerra Macabea (y aplica también para las guerras contra Roma, dos siglos después) es que no sólo fue una guerra de judíos contra sirios, sino también una de judíos contra judíos.

Desde siglo y medio atrás, muchos judíos de círculos aristocráticos se habían decantado por la cultura helénica, lo “moderno” de esas épocas. Y es comprensible: ¿acaso la modernidad no seduce, en esas épocas y en las nuestras? La primera interferencia de Antíoco IV Epífanes en Judea fue en el año 171 AEC, cuando depuso al Sumo Sacerdote Onías III y puso en su lugar a Jasón -hermano de Onías, pero esbirro de Antíoco-. Duele admitirlo, pero junto con Jasón había todo un estrato de la sociedad judía a favor del proyecto helenizador de Antíoco.

A partir de ese momento, todas las acciones de Antíoco gozaron del apoyo de un sector de la sociedad judía completamente “converso” al helenismo y, en consecuencia, enemistado con la identidad tradicional de Israel.

Cuando Yehudá Hamakabi reconquistó Jerusalén siete años después, los judeo-helenistas se atrincheraron en la zona más alta de la ciudadela, junto con una guarnición de tropas sirias. Gracias a que el sitio era autosuficiente en cuestiones alimenticias, pudieron permanecer allí durante todos los años que se extendió el conflicto (en realidad, hasta el año 158 AEC, cuando Jonatán Macabeo -hermano menor de Yehudá- firmó el armisticio con Baquides, general sirio)-.

Es obvio que el Judaísmo Helenista quedó totalmente desprestigiado ante la sociedad judía en general, si bien -paradójicamente- esto no significó su derrota definitiva, gracias a una situación relevante: Roma -por entonces finalizando su etapa como República y a punto de iniciar su etapa imperial- fue un aliado decisivo de los Macabeos y los Hasmoneos. Fue la época del gran romance entre una Judea recién independizada y una Roma en pleno ascenso de su poderío militar. En consecuencia, la “modernidad” que antes llegaba de Damasco y que fue derrotada por los Macabeos, fue sustituida por una nueva “modernidad” llegada desde Roma, con la ventaja de que desde un inicio fue más moderada y, por lo tanto, compatible con la nueva realidad política para el pueblo de Israel.

El momento de mayor tensión entre el Judaísmo Helenista y el Tradicionalista (principalmente, Fariseos) se dio durante el siglo I EC. Hay que aclarar que no había sólo un tipo de Judaísmo Helenista, sino -a grandes rasgos- dos: el original, construido por judíos establecidos en Alejandría principalmente, pero también en otros grandes centros urbanos, políticos y culturales, como Roma, y otro que surgió de un modo un tanto artificial, primero por las conversiones forzosas que Juan Hircano y Alejandro Janeo impusieron en poblaciones aledañas a Judea al conquistarlas, y luego agrandados por los grandes contingentes de extranjeros que Herodes el Grande trajo a la región (especialmente a Galilea) como mano de obra durante su reinado (años 40 al 4 AEC). Estos fenómenos generaron una población “conversa” al Judaísmo (por imposición, no por proselitismo), que mezcló sus propias idiosincrasias y creencias con lo poco o mucho que lograron asimilar de su nueva religión. El resultado fue un tipo de Judaísmo Helenista de perfil popular, poco o nada instruido, y altamente supersticioso. Si acaso hubo un sector del mismo que se desenvolvió en otro nivel social y cultural, fue el vinculado con la aristocracia idumea (como Herodes y su descendencia), convertida al Judaísmo desde 100 AEC.

A la hora del conflicto contra Roma, los Judeo-Helenistas se opusieron al nacionalismo subversivo. Sin embargo, su destino fue paradójico: las masas Judeo-Helenistas descendientes de los idumeos, nabateos y demás grupos obligados a convertirse, se asimilaron al Cristianismo a partir del siglo II. En cambio, el Judaísmo de Alejandría se mantuvo ileso hasta el siglo IIV, cuando la proliferación del Cristianismo en la zona empezó a alterar la relativa estabilidad que se había disfrutado hasta entonces. Debido a las persecuciones y agresiones constantes, la comunidad de Alejandría fue emigrando hasta que en el siglo V prácticamente desapareció. La mayoría de sus integrantes se trasladó a Roma, donde no tardaron en toparse con una situación igual que en Alejandría, a causa de la cristianización del Imperio. Pese a las diferencias ideológicas y políticas de antaño, estos Helenistas terminaron por asimilarse también al Judaísmo Rabínico, y hay fuertes razones para sospechar que fueron quienes protagonizaron los grandes procesos migratorios hacia el norte, mismos que fundaron las comunidades judías entre Lyon y Colonia, originando con ello el Judaísmo Ashkenazí.

El Judaísmo Apocalíptico

Peor suerte corrió la tendencia antagonista del Helenismo y el Fariseísmo. El Judaísmo apocalíptico se desarrolló factiblemente desde el siglo VI AEC, seguramente a partir de los ambientes inconformes con el vasallaje al Imperio Persa, que consideraron “incompleta” la restauración del Reino de Judea bajo el liderazgo de Ezra y Zerubabel.

Esta tendencia se fue radicalizando, y su ruptura abierta contra los moldes sociales y religiosos se dio a partir del siglo III, cuando el Helenismo invadió con sus modas a la aristocracia judía. Convencidos de que el mundo estaba sentenciado a la destrucción purificadora, estos místicos exaltados construyeron un corpus literario alternativo a los libros que hoy tenemos en los Neviim (Profetas), incluyendo textos como El Libro de los Jubileos, o los ciclos de Enok y Daniel (sabemos que hubo, por lo menos, cuatro libros distintos sobre este último).

Conforme la relación con los Seléucidas se fue deteriorando, estos radicales fueron definiendo sus expectativas: el colapso del mundo conocido daría pie a la Era Mesiánica.

¿Por qué les llamamos “apocalípticos”? Apocalipsis, en griego, significa “revelación”. La idea central en esta tendencia es que el mensaje de los Profetas tenía una segunda lectura, oculta, en la cual se anunciaba el plan de D-os para el “inminente” Fin de los Tiempos. Dicho sentido oculto sólo era revelado a visionarios especiales, siempre por medio de ángeles o grandes celebridades del pasado exaltadas a un nivel sobrehumano.

En el año 171 AEC Antíoco IV Epífanes ocupó Jerusalén y depuso a Onías III. Esto fue visto por los apocalípticos como el “inicio del fin”, y durante los siguientes años le dieron forma a sus paradigmas proféticos: sólo después de una etapa de sufrimiento terrible, el pueblo judío se vería liberado por D-os de una manera milagrosa y luego se establecería el Reino Mesiánico.

Efectivamente, los sufrimientos del pueblo judío bajo la opresión de Antíoco fueron terribles, y ello llevó al levantamiento armado en 167 AEC. La guerra fue milagrosamente ganada cuando, en 164 AEC, Antíoco murió repentinamente dejando sin rumbo a sus tropas en Judea. Los ejércitos de Yehudá Makabi (irregulares, pero sumamente estimulados) derrotaron a los sirios y recuperaron Jerusalén.

Fue entonces cuando los apocalípticos llegaron al exceso de sus pretensiones, anunciando que la purificación de Jerusalén era el inicio de la Era Mesiánica. Sin embargo, sus expectativas pronto se vieron destruidas: en vez de la restauración del Linaje de David en el trono de Jerusalén, sólo se llegó a una especie de tregua con los sirios. En el año 162 AEC los enemigos de Israel reiniciaron su embate, y Yehudá Hamakabi tuvo que huir con sus tropas de Jerusalén. Murió en batalla en 160 AEC, y el liderazgo del movimiento recayó en su hermano Jonatán. Durante dos años más siguieron los combates, y Jonatán -tan hábil estratega militar como su hermano mayor- propinó dos severas derrotas a los sirios. Baquides, general invasor, entendió que era una guerra que no tenía sentido continuar. Negoció con Jonatán el intercambio de prisioneros, y la paz se firmó en el año 158 AEC bajo dos premisas simples: los judíos no buscarían independizarse de Damasco, pero se les permitiría practicar libremente su religión sin ningún tipo de interferencia.

Jonatán asumió el rol de Sumo Sacerdote, y en términos prácticos se convirtió en el rey etnarca de Judea. Esto, para los apocalípticos, fue el fracaso total. En sus expectativas, un Saduceo descendiente directo de Zadok (y de allí el nombre “zadokim”) tenía que ocupar el Sumo Sacerdocio, y un descendiente del rey David el trono. Pero lo cierto es que Jonatán, con todo y ser un Kohen, no era ni una cosa ni la otra, por lo que su ascenso al poder fue visto como una usurpación.

Con todo, los apocalípticos tampoco tenían demasiadas opciones. En términos simples, habían hecho un ridículo enorme al anunciar el Fin de los Tiempos y el inicio de la Era Mesiánica en el año 164 AEC, cuando sólo había habido una breve tregua y luego otros seis años de terribles hostilidades.

Fue entonces cuando uno de sus líderes, Esenio además, tuvo una “revelación” gracias a la cual “entendió” el “correcto significado” de las Escrituras. Con ello en mente, propuso una reestructuración radical del Judaísmo -empezando por el Calendario, porque él había recibido por revelación el “calendario correcto”, literalmente un mapa del Fin de los Tiempos-, pero el grupo de los Esenios se opuso a sus pretensiones. Humillado y derrotado, al frente de sus pocos seguidores se estableció en la zona hoy llamada Qumrán, y en el aislamiento del desierto esta secta siguió cultivando la apocalíptica durante un poco más de dos siglos.

En ese lapso, desarrollaron una extraña ideología: lejos de darse cuenta que sus pronósticos pseudo-proféticos habían sido un fracaso, se limitaron a suponer que todo había sido un “error de cálculo”, y se rehusaron a abandonar sus estrafalarias creencias. Para lograr que preservaran cierta vigencia, las elevaron de su estado original de meros oráculos a paradigmas proféticos. De ese modo, si originalmente Antíoco IV Epífanes había sido “la bestia del Fin de los Tiempos”, ahora pasó a convertirse en “una sombra de la bestia que vendrá al Fin de los Tiempos”. Del mismo modo, si la guerra contra los sirios era vista como “la guerra del Fin de los Tiempos”, pasó a ser vista como “una sombra de la guerra que vendrá al Fin de los Tiempos”. Aislados por su propia voluntad en el desierto, durante dos siglos siguieron cultivando este radicalismo.

La hora de volverlo a poner a disposición del público fue el siglo I, con el incremento del nacionalismo anti romano que llevó al levantamiento armado en el año 66.

Durante todo un siglo previo a la guerra, las ideas apocalípticas volvieron a permear en la sociedad judía, y cuando se hizo evidente que tarde o temprano se llegaría a la guerra contra Roma, los exaltados apocalípticos vieron en ese futuro conflicto el cumplimiento de todas sus expectativas.

Ansiosos por llegar a esa guerra purificadora, desde el siglo I AEC empezaron a anunciar que Jerusalén tenía que ser destruida para ser “purificada”, y que el Templo tenía que desaparecer para poder reconstruir uno nuevo, inmaculado, basado en los últimos 9 capítulos del libro de Yejezkel (Ezekiel). Incluso, entre los Rollos del Mar Muerto se han recuperado planos arquitectónicos para la reconstrucción del Templo.

Cuando la guerra estalló, los apocalípticos se involucraron hasta las últimas consecuencias, convencidos de que no importaba cuánta fuera la desventaja ante Roma: D-os habría de traer la milagrosa victoria.

El monasterio de Qumrán fue destruido por los romanos en el año 68, y es seguro que fue un poco antes que sus habitantes, conscientes del riesgo inminente, tomaron la monumental biblioteca que allí guardaban -cerca de mil volúmenes- y la escondieron en las cuevas aledañas, seguramente con la esperanza de que después de la “milagrosa victoria” regresarían por sus preciados libros.

El conflicto terminó básicamente en el año 70, pero hubo núcleos de resistencia que siguieron en pie de guerra tres años más en las fortalezas de Herodio, Maqueronte y, por último, Masada (en cuyas ruinas se han encontrado documentos claramente emparentados con los Rollos del Mar Muerto, lo que corrobora que los combatientes qumranitas fueron parte de los últimos intentos de resistencia anti romana).

En el año 73, la sublevación terminó con la caída de Masada. El saldo final fue desastroso para el Judaísmo: Jerusalén y el Templo habían sido destruidos, y con ello la era del liderazgo sacerdotal llegó a su fin. La vida religiosa de los judíos se reorganizó en torno a la sinagoga -institución portátil, literalmente-, y la dirección espiritual pasó a los maestros (rabinos) locales. Con ello, se sentaron las bases para la conformación del Judaísmo Rabínico.

Una de las posturas más definidas del nuevo liderazgo judío -encabezado por Yojanan ben Zakai- fue el rechazo de las ideas apocalípticas, debido al grave daño que le habían hecho a la sociedad judía en ese momento, fomentando el compromiso con una guerra suicida bajo la falsa premisa de que D-os había prometido una victoria “milagrosa”.

Debido a ello, el Judaísmo apocalíptico llegó a su fin, e incluso esta ideología hubiera desaparecido por completo, de no ser porque fue recuperada -aunque radicalmente reinterpretada- por el Cristianismo.

Consideraciones finales

La victoria judía sobre sus enemigos sirios en el año 164 AEC, que recordamos en nuestra celebración de Janucá, significó una derrota ideológica para dos tipos de Judaísmo de ese entonces que, posteriormente, tomaron rumbos distintos y tuvieron suertes muy diferentes.

El Judaísmo Helenista, al igual que el Fariseo, supo adaptarse a las circunstancias que se le fueron presentando. Aunque no era el tipo de Judaísmo que nuestra tradición hoy vea como “correcto”, lo cierto es que llegado el momento crítico se asimiló al resto del Judaísmo, y no sólo sobrevivió: desde entonces (siglo IV en adelante) ha sido una parte integral de nosotros mismos. Alineado con los parámetros característicos del Judaísmo Rabínico, el antiguo Helenismo aportó muchas cosas positivas a nuestra identidad después de la destrucción del Segundo Templo. En muchos sentidos, aprendieron la dolorosa lección que muchos judíos alemanes tuvieron que enfrentar durante la Shoá: no importa cuán fascinados estemos con la modernidad, o cuan asimilados estemos a cierto entorno. Cristianos del siglo IV o nazis del siglo XX, siempre habrá alguien que nos recuerde que somos judíos y que debemos cargar con nuestra identidad, nos guste o no.

En su abrumadora mayoría, los Judeo-Helenistas de la antigüedad lo entendieron y se reintegraron plenamente al colectivo del Judaísmo Rabínico.

La historia de los apocalípticos fue distinta. Convencidos de que eran los únicos que entendían correctamente las Escrituras, y que además eran los preferidos de D-os y el “verdadero Israel”, le apostaron la vida misma a un proyecto irracional y fanático.

No es fácil juzgar esa militancia, porque nuestra propia necesidad nos obliga a entender como heroísmo esa oposición a la invasión romana. Pero seamos honesto: en realidad, el heroísmo estuvo en los combatientes no apocalípticos, llamados también zelotas, provenientes en su abrumadora mayoría del fariseísmo de la escuela de Shamai (y, por lo tanto, de creencias antagónicas a la apocalíptica). Ellos fueron los que se comprometieron con la defensa de Judea ante un enemigo superior, simplemente por su convicción de que los judíos no teníamos por qué ser vasallos de nadie.

Los apocalípticos, en realidad un grupo reducido en número, sin una formación militar corroborada por la arqueología y, por lo tanto, seguramente torpes en el combate, se comprometieron por un sentimiento tan nacionalista como el de los zelotas, pero con una ideología enferma y absurda, basada en sus supuestas revelaciones.

Por ello, aún después de la catástrofe, el legado de los fariseos de Shamai sobrevivió; el de los apocalípticos no. Para el Judaísmo, se perdió en el polvo de la Historia, y si ahora sabemos de su existencia y características, fue gracias a que esa biblioteca que escondieron en las cuevas de Qumrán esperando recuperarla después de la milagrosa victoria que nunca llegó, esperó pacientemente para ser descubierta a partir de 1947.

El Judaísmo posterior a la catástrofe del año 70 entendió bien que la apocalíptica no era necesaria. Por ello, incluso en el posterior levantamiento de Simeón bar Kojba (132-135), los elementos apocalípticos ya no estuvieron presentes. La motivación del levantamiento contra Roma era religiosa y nacionalista, pero no aferrada a estrafalarias revelaciones traídas por ángeles o patriarcas exaltados en los cielos.

También esa revuelta terminó en fracaso, pero de todo ello surgió un Judaísmo -el Rabínico- consciente de los riesgos del fanatismo religioso, y por ello se dedicó a construir un modelo de conducta y conciencia (le llamamos Halajá, por su perfil eminentemente jurídico) que garantizó la sobrevivencia del pueblo judío aún en las etapas más oscuras de nuestra Historia.

Por ello, ya sin apocalípticos y reforzados de un modo sin precedentes a partir de la refundación de Israel en 1948, podemos decir con toda confianza -y no por una revelación nocturna- que grandes milagros han ocurrido entre nosotros.

Y que Masada no volverá a caer.

#Janucá

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