DAVID ALANDETE
Enlace Judío México | Si la literatura es el producto de una nación y a la vez un reflejo fiel de esta, dice mucho del Estado de Israel la gran abundancia de libros en hebreo que se publican cada año; la voracidad lectora de sus ciudadanos, y la gran variedad y fragmentación de los temas que se tratan, siempre intensamente, en sus novelas y poemarios. Para Israel, que este año ha cumplido 65 años, es crucial tener una sólida esfera literaria que articule la identidad nacional de un país que desde el momento en que fue creado se enfrenta a grandes dudas y problemas existenciales. Es lo que David Grossman, uno de los autores más respetados y exitosos del panorama literario israelí, describe como “una consecuencia de una existencia extrema, el miedo por la posibilidad de tener o no un futuro”. “La intensidad de nuestra literatura viene de ese miedo existencial que alguien definió hace algunos años como la vida en el filo de un abismo”, explica.
Israel es un país joven y también lo es su literatura. De hecho, hasta hace un siglo el hebreo era un oscuro idioma bíblico de no más de 8.000 palabras, que no se hablaba desde el año 200. Muchos de los padres fundadores del sionismo ni siquiera imaginaban que esa arcaica lengua podría reavivarse como vehículo de expresión en una nueva patria para el pueblo judío. El propio Theodor Herzl, autor de la obra seminal El estado judío (Der judenstaat), llegó a imaginar un Estado con idiomas fragmentados, donde cada comunidad emigrada mantendría su lengua materna: el alemán, el ruso, el inglés, el árabe o el yídish.
Fue un periodista de origen lituano, Eliézer Ben Yehuda, quien se empecinó en reavivar el idioma de sus ancestros judíos para darle al nuevo país con el que soñaba una lengua vehicular. Cuadraba a la perfección con el ideario sionista, pues ¿qué mejor para un pueblo que reclamaba unos lazos milenarios con la tierra que quería morar que una lengua igual de milenaria? Aun así en el cambio del siglo XIX al XX a Ben Yehuda muchos de sus coetáneos lo consideraban un fundamentalista de su idioma. Se empeñó en emplear exclusivamente hebreo con todos los judíos con los que hablaba. Cuando su primer hijo nació en 1882 él y su mujer le hablaron exclusivamente en esa lengua por ellos rescatada.
Si Ben Yehuda, muerto en 1922, pudiera ver Israel hoy, quedaría sin duda satisfecho de su labor. La Academia de la Lengua, cuya semilla plantó él mismo, vela por las normas de transliteración, ortografía, puntuación y gramática del hebreo moderno, y cada año suma nuevas palabras al repertorio léxico. En la actualidad, la lengua tiene 120.000 vocablos. Entre siete y nueve millones de personas en todo el mundo la hablan, y los filólogos consideran que al menos cuatro millones la dominan hasta el punto de poder leer textos complejos y literarios. Cada año se publican más de 5.400 nuevos títulos, un 11% de los cuales son traducciones, y las ventas globales de libros superan los 35 millones. Esas cifras incluyen no solo ficción, sino también textos religiosos y educativos. Solo un 3% de los volúmenes publicados en Israel se escriben en árabe, que es lengua cooficial.
Israel es un paraíso para los amantes de las librerías. En Jerusalén abundan los comercios de viejo, con verdaderos tesoros sepultados en estanterías polvorientas. En Tel Aviv, gran urbe mediterránea, se unen librerías modernas e independientes con recoletos cafés en sus bulevares. Dos son sin embargo las cadenas comerciales que se reparten la mayoría de las ventas: Steimatzky y Tzomet Sfarim. Una guerra de precios sin tregua entre ellas ha llegado a devaluar el precio de los libros hasta cotas que han indignado por igual a autores, agentes y editoriales. El reclamo publicitario es “cuatro libros por 100 shékels”, unos 20 euros. El dinero que llega finalmente al escritor es nimio, beneficiando principalmente a los superventas de temporada.
El Gobierno de Benjamín Netanyahu ha intentado ponerle fin a esa devaluación con una ley bautizada como “de protección del medio de vida de los escritores”. Según esa norma, aprobada en enero y que entrará en vigor en febrero de 2014, durante 18 meses las librerías no pueden vender las nuevas publicaciones por debajo del precio que sugiere la editorial. Según dijo entonces la ministra de Cultura, Limor Livnat: “Hay momentos en los que no queda otro remedio que la intervención del Gobierno para salvar la cultura israelí”.
“Esa guerra de precios ha llevado al mercado al borde del colapso”, opina Deborah Harris, una de las más afamadas agentes literarias de Israel. “Ahora bien, hay algunos autores molestos con la nueva ley porque han estado vendiendo muchos libros. Pero sus derechos de autor se devalúan tanto que no reciben ni medio shékel por cada libro. Para la integridad del libro y del autor es algo terrible que el precio se devalúe de esa forma. Esperamos que la nueva ley ponga algo de orden en ese apartado”.
Harris da fe de la emergencia de una nueva generación de escritores israelíes que encarnan en sí mismos la evolución del Estado israelí. En décadas pasadas los grandes autores, en novela y prosa, escribían sobre asuntos como la ancestral añoranza de Jerusalén, la forja de un país o la reunión del pueblo judío. “Las primeras batallas produjeron / flores de amor terribles / con besos casi mortales como las bombas”, escribió el padre de la poesía hebrea moderna, Yehuda Amijai. Ahora las miras ya no están puestas solo en Israel. “Hay una sensación de claustrofobia, todo el mundo quiere un agente y vender sus derechos en el extranjero”, explica la agente. “Es como la pasión de los israelíes por viajar por el mundo. Tal y como ellos viajan, los escritores quieren que sus libros recorran el mundo también”.
Nir Baram es probablemente el escritor más globalista del Israel moderno. Sus inquietudes le han llevado a escribir novelas posapocalípticas sobre la capacidad de controlar los sueños y la memoria; los desastres del nazismo y el comunismo en el siglo XX, y el agotamiento y las injusticias del modelo capitalista. Todas son rotundos éxitos de ventas. En apenas dos meses su última obra, Mundo sombra (Tzel olam), ha vendido más de 20.000 ejemplares. Hay algo en lo que Baram es un adalid de la nueva literatura en hebreo: no juzga a sus personajes ni ofrece lecciones. Durante décadas, la moral ha sido una compañera inseparable de la ficción en Israel. Al fin y al cabo, muchos de los judíos emigrados a la Palestina del mandato británico huían de una de las más indecentes y crueles agresiones contra una comunidad de las que se tiene constancia. Y Baram se ha atrevido a escribir de ese Holocausto sin juzgar a aquellas personas que lo hicieron posible que retrata en su novela Las buenas personas (Anashim tovim).
“Algunas novelas deciden cerrar su horizonte, y le cuentan al lector la historia completa y lo que debe pensar de ella, la conclusión”, explica. “A mis lectores quiero dejarles el horizonte abierto, les cuento una historia, pero no les digo lo que deben pensar de ella o sus protagonistas”, dice. “Con Las buenas personas creo que lo logré porque muchos lectores llegaron a conclusiones diferentes. Es como cuando Brecht dijo aquello de que a veces no es suficiente con identificarse con el personaje, sino que hay que alejarse de él, manteniendo una distancia crítica que te dé perspectiva”.
Israel como país no puede huir de los problemas que han devenido de su propia existencia. El conflicto, la ocupación de los territorios palestinos, el terrorismo, las muertes de civiles en la segunda Intifada, la imposibilidad de comunicarse y llegar a un entendimiento con los países árabes vecinos; son asuntos que se tratan con profusión en la literatura en hebreo. Los libros que abordan esos temas no suelen estar entre las listas de más vendidos en los pasados años. “Últimamente a los lectores en Israel no les gusta leer sobre el conflicto, pues ya leen y oyen lo suficiente de él a través de los diarios o la televisión”, explica Shiri Lev-Ari, crítica literaria en el diario Yedioth Aharonot. “Los lectores buscan ir en una dirección opuesta. Prefieren, hoy por hoy, novelas que traten de forma sutil con la identidad israelí y judía, quiénes somos como pueblo”.
Hay sin embargo escritores con coraje que vuelven una y otra vez a esos asuntos, verdadera voz de la conciencia de un pueblo. Es el caso de Assaf Gavron, que este año ha ganado el premio Bernstein por La colina (Hagiva), sobre un asentamiento de colonos en zona palestina, para cuya preparación pasó dos años visitando Cisjordania. Como Baram, Gavron tampoco juzga. “Salí de la novela igual que cuando la comencé, como un izquierdista que se opone a los asentamientos. Pero me di cuenta de que la realidad allí es compleja, pues hay una gran variedad de colonos. Están los que habitan por motivos religiosos y otros atraídos por lo barata que es la vida”.
Gavron entiende las reticencias de muchos nuevos escritores a la hora de tratar el tema del conflicto con los palestinos y los países árabes. “Los lectores extranjeros esperan que los escritores israelíes escribamos solo del conflicto y muchos autores en lugar de eso quieren escribir sobre la familia, sobre el amor, sobre la humanidad”, dice. “Creo que tenemos la bendición como escritores de vivir en este contexto de gran conflicto, con sus ramificaciones absurdas, sus emociones, la muerte y el amor. Para mí es natural adentrarme en ese terreno”.
En cierto sentido es difícil para las nuevas generaciones de escritores israelíes seguir innovando cuando una generación de titanes literarios ha tratado en su obra, para muchos considerada de culto, un sinfín de aspectos posibles de la existencia y la angustia de Israel y su relación con árabes y palestinos. El propio Grossman, Amos Oz y A. B. Yehoshua siguen produciendo y siguen triunfando cada vez que lo hacen, vendiendo más de 100.000 copias de sus nuevos títulos en el mercado israelí.
“Israel es un lugar muy intenso”, asegura Grossman, que en su última novela, La vida entera (Isha borajat mibsora), retrata a una mujer que intenta aislarse de la guerra y del conflicto, tras ver a su hijo marchar al frente voluntariamente. “Quienes vienen aquí por primera vez quedan sorprendidos por la intensidad de la gente, por el voltaje emocional. Todo es un drama. Tal vez sea porque los israelíes nos vemos a nosotros mismos como un pueblo más grande que la vida misma. Es en cierto modo algo que viene del pueblo judío desde sus principios. Le hemos dado a la humanidad historias más grandes que la vida misma, desde la Biblia a los terribles mitos sobre nosotros en la era medieval y por supuesto el éxodo, la trágica historia del Holocausto y, como no, la creación de este Estado de Israel”.
Fuente:elpais.com
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