Manipular los sentimientos, estudio del Instituto Weizmann de Ciencias de Israel

Enlace Judío México | En 1993 se registró en Francia uno de estos sucesos extraños e impactantes que nos llevan a cuestionarnos la supuesta normalidad de la vida cotidiana. Un hombre había asesinado a sus hijos, a su mujer y a sus padres. Los crímenes fueron brutales, pero lo que dio tintes inquietantes a la historia fue el episodio de fraude vital que desvelaron: cuando se investigó la vida de este individuo se descubrió que llevaba muchos años engañando a todo el mundo.

Después de haber estudiado la carrera de medicina en una conocida universidad (aun conservaba amigos de aquella época) este hombre llevaba una década de tranquila y rutinaria típica de la clase alta centroeuropea. Todos los días se despedía de su mujer e hijos por las mañanas para ir a su trabajo como médico en la Organización Mundial de la Salud. Pero, en realidad, nunca se había licenciado en medicina (después de los crímenes se averiguó que apenas había aprobado alguna asignatura, ante la perplejidad de los amigos que creían haber hecho la carrera con él) y no trabajaba en ningún organismo internacional. De hecho, nunca había tenido empleo: el dinero era de sus suegros y de su amante. Lo conseguía con estratagemas tan sencillas como pedirles que se lo entregaran a él para que se lo invirtiera en cuentas suizas: se suponía que trabajaba en ese país.

Pese a que toda su vida era una mentira, este hombre cumplía escrupulosamente las expectativas emocionales de los que le rodeaban. Durante años fingió estar muy agradecido a la que luego se convertiría en su mujer por tomarle las lecciones y habló indignado de la dureza de ciertos profesores con el que siempre fue su mejor amigo mientras estudiaba su carrera. Después, se convirtió en un padre ejemplar (activo miembro de la comunidad escolar), en un hijo cariñoso y en un amante enamorado mientras vivía del dinero que estafaba a esas personas vendiéndoles, por ejemplo, falsos medicamentos contra el cáncer. Todo ese sistema explotó por cuestiones económicas, de lo contrario podría haber seguido en pie toda su vida…

El caso tuvo un gran impacto mediático. En los siguientes años se publicaron varios libros (uno de ellos, un lúcido texto de Emmanuel Carrère) y tres películas sobre este criminal. Pero aunque sea llamativa, no es esta, ni mucho menos, la única historia que nos hace pensar hasta qué punto somos susceptibles de ser engañados por personas que saben manipular nuestros sentimientos. Casos recientes como el de la secretaria barcelonesa que llegó a ser presidenta de la asociación de víctimas del 11-S usando como chantaje emocional la falsa historia de un novio muerto en una de las torres o el que se cuenta en la increíble pero cierta El impostor demuestran que hoy en día las emociones, incluso las más profundas, pueden ser utilizadas como arma de manipulación.

En nuestra cultura (literatura, cine, pintura, televisión…) se hace apología de la autenticidad. Desde los críticos más sesudos hasta los más básicos jurados de programas concurso alaban a aquellos que han manifestado con más fuerza sus sentimientos como si eso le diera más calidad a su trabajo. Si un escritor despotrica contra todo lo que se mueve expresando su ira sin pudor es más fácil que sea considerado un lúcido analista de la sociedad contemporánea. Si un aspirante a cantante hace una interpretación melodramática y termina su actuación llorando será mucho más querido por el público.

En medio de esta inundación de afectación es fácil olvidar que la manifestación de emociones existe por una sola razón: sirve para influir en los que nos rodean. Los psicólogos evolucionistas (David Buss, Richard Dawkins, Steven Pinker…) explican muy bien esta función. Durante el curso de la evolución, al ser humano le ha resultado adaptativo poder informar a los que le rodean de ciertas reacciones. Expresamos ira porque eso hacía que los demás se alejen de nosotros cuando nos estaban molestando o cambien su actitud por miedo a nosotros cuando no nos gusta lo que hacen. Manifestamos alegría porque así los que nos rodean se sienten impelidos a volver a proporcionarnos otra vez a buscar las experiencias que nos llevaban al éxito evolutivo. Exhibimos nuestro amor para que la persona a la que le concierne se sienta más atraída por nosotros. Y hacemos pública nuestra tristeza para que los demás tengan piedad y nos echen una mano (“el que no llora no mama”).

Los avances de la bioquímica corroboran las hipótesis de los científicos evolucionistas. Las investigaciones recientes ejemplifican el gran efecto de nuestras manifestaciones emocionales en las otras personas. Un estudio del Instituto Weizmann de Ciencias de Israel llega a la conclusión de que las lágrimas femeninas inhiben la producción de testosterona en el hombre que las contempla, reduciendo su nivel de agresividad y deseo sexual y aumentando su empatía. En otro artículo, el psicólogo P. Valdesolo analiza cómo utilizan la sonrisa los luchadores para influir en el comportamiento del púgil contrario cuando sienten que van a perder. Y una investigación de la universidad británica de Central Lancashire acaba de demostrar que los gemidos de las mujeres durante las relaciones sexuales no son realmente una manifestación de placer sino más bien una táctica para estimular a su pareja. En la tristeza, en la pelea y en el placer, todas las expresiones supuestamente subjetivas son, en realidad, una estrategia para influir en la persona que tenemos al lado. De hecho, si nuestra expresión de sentimientos fuera indiferente a los que nos rodean dejaría de existir. Seamos o no conscientes de ello, el efecto sobre las otras personas es el objetivo. La expresión emocional es una forma de publicidad y como toda forma de propaganda lleva implícita el deseo de cambiar al otro.

Hay personas que utilizan esta influencia de forma más racional y hay otras que tienden a funcionar más por ensayo y error. En un extremo estarían los primeros, aquellos que el psicólogo Mark Snyder denomina automonitoreados. Éstos canalizan sus emociones porque suelen ser conscientes constantemente de la imagen de sí mismos que proyectan en los demás. Autocontrolan su expresión sentimental (no muestran enfado cuando no les interesa y demuestran cariño cuando les viene bien) después de haber evaluado el ambiente social que los rodea.

En el otro extremo estarían las personas que se automonitorean poco: son este tipo de personas –que podríamos llamar espontáneas– que expresan de entrada lo que realmente sienten porque no están tan pendientes de las características del medio.

Pero, en todo caso, aquellos que tienden a un lado o a otro, buscan influir en los demás. Para los más automonitoreados no es demasiado importante la expresión de las emociones (no les tranquiliza llorar, expresar su ira o ponerse cariñosos) y, desde el principio, la canalizan para que produzca el efecto deseado. A los que tienen menos acentuado ese rasgo, sin embargo, les sosiega mucho expresar todos sus sentimientos, pero eso no quiere decir que no busquen un efecto. Un ejemplo: en una situación en la que la pareja va a hacer algo que le desagrada, una persona autocontrolada puede usar directamente una expresión emocional de chantaje emocional (mostrando tristeza, por ejemplo) y una espontánea puede manifestar al principio su primer sentimiento no funcional (quizás la ira) y después, cuando vea que no consigue el resultado esperado, pasar al desconsuelo más eficaz para influir en la pareja. El resultado final es el mismo: todos queremos tener influencia en la conducta de los demás y utilizamos nuestra expresión emocional porque es una buena arma. La presión de nuestras emociones es el precio que pagan por tenernos cariño.

Una muestra de que los dos factores (amor e influencia de los demás) van correlacionados son los estudios acerca del desarrollo humano. Autores como el psicólogo S. Cytrynbaum encuentran que somos más independientes en la madurez (el efecto se acentúa a partir de los sesenta) porque nos sentimos menos condicionados por los demás. En la adolescencia, por ejemplo, ocurre todo lo contrario: el gregarismo es mucho más acentuado.

A partir de cierta edad, aquello que se ha reprimido durante la primera mitad de la vida surge porque aumenta la confianza en nosotros mismos y disminuye la presión del grupo. Además, la edad madura se suele acompañar de una tendencia a la introspección. De jóvenes aprendemos, de mayores comprendemos. Mientras que los jóvenes emplean gran parte de su energía en la acción más que en el pensamiento, las personas mayores tienden a pensar más sobre sí mismas y, quizás por eso, consiguen conocerse mejor y sentirse menos afectados por los demás. A cambio, los problemas de soledad, menos importantes de jóvenes, aumentan con los años.

Los sentimientos de los demás nos presionan porque ésa es su función pero, sin embargo, seguimos creyendo que la principal razón para que los que queremos expresen sus emociones es una especie de “compulsión interna” para manifestar lo que hay dentro de ellos. La razón de este autoengaño también tiene que ver con motivos adaptativos: la selección natural ha favorecido a los que utilizan su expresión emocional para influir en los demás, pero también a los que despiertan la confianza suficiente como para hacer creer a los afectados que no están siendo influidos. Ninguna técnica de publicidad tiene efecto si creemos que nos están intentando manipular. Por lo mismo, una manifestación sentimental solo puede influirnos si creemos que no lo hace.

En las relaciones afectivas es esencial evitar lo que Leon Festinger, psicólogo de la Universidad de Stanford, denominaba disonancia cognitiva, la tensión que se crea cuando simultáneamente tenemos dos pensamientos que no concuerdan entre sí. Hay disonancia cuando advertimos que los sentimientos a los que estamos unidos pueden haber sido manifestados, en gran parte, para influirnos. La tensión psicológica en esos casos es excesiva. Para evitarlo venimos provistos de un mecanismo que podríamos denominar “necesidad de creer a los que queremos”.

Cuando cogemos cariño a alguien y conectamos nuestra empatía con esa persona, tendemos a pensar que toda su expresión emocional es cierta. Es un sesgo cognitivo que se asienta en nosotros de forma tan sutil que sólo nos damos cuenta cuando desaparece. Cuando cortamos nuestra relación de pareja, nos desligamos vitalmente de nuestros padres o nos enfadamos con un amigo, empezamos a detectar muchas de sus expresiones emocionales como falsas. Sentimos que sus lágrimas son chantaje emocional, que sus enfados son formas dogmáticas de imponer autoridad o que sus muestras de afecto sólo tienen como fin conseguir algo a cambio. Probablemente, todas esas manifestaciones emocionales –con la misma mezcla de sinceridad y de intención de influir en nosotros– han estado ahí siempre. Pero cuando perdemos el cariño, nos hacemos conscientes de su intención manipuladora.

Hasta esa ruptura, mientras la empatía nos une a la persona, tendemos a creer que manifiesta sus sentimientos con honestidad y por eso permitimos que sus lágrimas, sonrisas y miradas influyan en nosotros. Vivir en la continua sospecha sería tremendamente tenso: detectar las pequeñas falsedades y seguir confiando es muy difícil. Amar, admirar y compartir experiencias con determinadas personas incluye ser empáticos con esos individuos. Y de momento, hasta que no se invente nada mejor, sólo podemos conocer sus sentimientos y actuar acompasándonos a ellos a través de sus expresiones.

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