REBECA JIMÉNEZ CALERO
Enlace Judío México | En septiembre de 2011 el cineasta Arturo Ripstein volvió a ser noticia: después de que su reciente filme, Las razones del corazón, no ganara ningún premio en el Festival de San Sebastián, el director arremetió contra el festival, al que calificó de subnormal, y criticó por igual a su director y al jurado y prometió no regresar nunca. Días más tarde, envió una carta disculpándose por sus palabras, argumentando que “Habló la ira. Esa furia agónica de la derrota”; para justificar su exabrupto, Arturo Ripstein utilizó frases que parecían salir de la boca de alguno de sus personajes más recientes: “La ira es como una borrachera. No la pude controlar”.
Este tipo de arrebatos melodramáticos es uno de los sellos particulares de sus más recientes producciones, en las que sus personajes son arrastrados por pasiones que los rebasan, son consumidos por ellas, y el final, casi siempre trágico, no deja espacio para la esperanza; a lo largo de todo esto, una serie de diálogos eternos e improbables entretejen las secuencias que componen los filmes. Con casi 50 años de carrera, es muy fácil distinguir las películas de Arturo Ripstein, sobre todo las que abarcan de 1985 a la fecha, periodo en el que el cineasta ha hecho mancuerna con la escritora Paz Alicia Garciadiego.
Más que hacer una revisión exhaustiva de toda su filmografía, me gustaría detenerme en sólo tres títulos de su primera etapa, para contrastarlos con algunas constantes de sus filmes más recientes, y así ver cómo su obra se modificó —y radicalizó quizá de no muy buena manera— con el tiempo.
Tras un promisorio debut en 1965 con Tiempo de morir, un western escrito por Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, Arturo Ripstein dirige Juego peligroso, Los recuerdos del porvenir —adaptación de la novela de Elena Garro— y La hora de los niños, y posteriormente llegaría la que sería su primera obra mayor, El castillo de la pureza, con un guión escrito por él mismo y José Emilio Pacheco. Más adelante vendrían dos cintas “de época”: El Santo Oficio y Foxtrot, y un documental, Lecumberri, antes de El lugar sin límites, basada en la novela de José Donoso. Esta última es muy probablemente la película más célebre de Ripstein, feroz crítica a la hipocresía de una sociedad machista y que dejó además un legado fílmico importante: el personaje de La Manuela, encarnado por Roberto Cobo y una secuencia de baile que es pieza fundamental en la historia del cine mexicano.
Justo después de este punto alto vienen tres películas en las que pienso detenerme: encuentro en ellas claros ejemplos de la versatilidad que Ripstein mostraba en esos años, fruto de una exploración genérica que no iba en detrimento de la calidad de su realización, ni de la premisa sobre la que se sostiene toda su obra narrativamente: el destino del que es imposible escapar.
La viuda negra está basada en la obra teatral Debería haber obispas, de Rafael Solana, y el guión fue escrito a seis manos entre Vicente Armendáriz, Ramón Obón y Francisco del Villar. A partir de una historia en la que una mujer comienza a tener relaciones sexuales con el sacerdote del pueblo y en algún momento se enamora de él, Arturo Ripstein realizó la que es quizá su obra más buñueliana, al menos visualmente. Cuando Matea (Isela Vega) llega a la casa parroquial donde vive el padre Feliciano (Mario Almada), lo encuentra lavándose los pies: “No sé qué estarás pensando de mí, pero lo que pienses, no estarás equivocada”, le dice. Encarnada por uno de los íconos sexuales de la época, Matea es desde luego una mujer cuya sexualidad desbordada la ha metido en problemas y el desparpajo del padre Feliz, como lo llama su congregación, no ayuda a mitigar su conducta. Ripstein no sólo exhibe la hipocresía de los habitantes que se escandalizan ante la presencia de Matea al tiempo que cometen todo tipo de pecados, sino que también retrata a una iglesia —personificada en la figura del sacerdote— que se sabe inútil y que aun así vive a costa de la gente: “Los engaño, les digo lo que quieren oír y les doy por su lado”. La viuda negra tiene dos elementos que la emparientan con Él, de Luis Buñuel: la obsesión por los pies y las piernas de la protagonista femenina, ese objeto del deseo que sirve de provocación para el sexo opuesto y también una secuencia en la que Matea es víctima de las risas de la gente: se burlan de ella en la iglesia, así como le sucede a Arturo de Córdova en el filme de Buñuel, sólo que en el universo ripsteniano no se trata de una alucinación: Matea está de nuevo sola y abandonada, como cuando era bebé.
El siguiente filme no podría ser más disímbolo: un noir citadino que inicia con un robo malogrado.Cadena perpetua es la adaptación que hizo el mismo director, con Vicente Leñero, de la novela Lo de antes, de Luis Spota. Se trata de una narración desarrollada en varios momentos de la vida de Víctor Lira,El Tarzán, ex ladrón de poca monta y padrote, quien en el presente de la historia ya es un hombre de bien: trabaja como cobrador en un banco, se ha casado y tiene una familia. Para su mala fortuna, un comandante policiaco decide extorsionarlo, poniendo en peligro su futuro y obligándolo a regresar a su pasado. Es decir: estamos ante otro personaje que, por más que lo intenta, no logra modificar su destino; pero más allá de la anécdota, tenemos a un Ripstein en completo dominio del lenguaje cinematográfico, arriesgándose a contar la tragedia de El Tarzán —espléndidamente interpretado por Pedro Armendáriz Jr.— en un presente que ocurre en un solo día, a la vez que lo intercala con varios flashbacks que nos dan un vistazo a la vida del protagonista cuando era criminal. Son varios los aciertos de Cadena perpetua, más allá de la narración no lineal: personajes perfectamente delineados, una ambientación precisa de los lugares en los que se desarrolla la historia, encuadres y sombras con reminiscencias expresionistas; todo al servicio de un hombre que se percata de que no va a poder salir de donde está: “Nada es gratis en esta vida y así hasta que te mueras”, le sentencia un comparsa.
Tras Cadena perpetua, Arturo Ripstein acomete la realización de un filme inusual en su carrera. La tía Alejandra es un filme de horror cuyo guión, escrito de nuevo por Ripstein y Leñero, narra cómo una anciana se muda a la casa de uno de sus sobrinos, quien vive con su esposa y tres hijos. El matrimonio se siente aliviado de saber que la tía vivirá con ellos, pues ella está dispuesta a resolver varios de sus problemas económicos; sin embargo, la tía es una bruja bastante vengativa. Un argumento que podría haberse descarrilado fácilmente gracias a su dosis de fantasía se convierte en las manos del cineasta en una digna cinta de género en la que Isabela Corona interpreta dignamente su papel de vieja bruja que no deja pasar una. El director hace uso de un interesante diseño sonoro para acrecentar el misterio: mientras la tía Alejandra está comprando pociones y yerbas en un puesto del mercado, escuchamos el barullo de la gente, y entre las voces, apenas distinguimos algunas frases que intercambian la marchanta y la clienta: no sabemos qué está comprando y para qué lo quiere, pero ha atrapado nuestra curiosidad. A pesar de algunos excesos granguiñolescos —un par de marionetas que ocasionalmente cobran vida—, La tía Alejandra es una película bastante sólida.
Los inicios de la década de 1980 fueron bastante difíciles para el director, pues tuvo que aceptar algunos trabajos por encargo, muy alejados de sus propios intereses, hasta que en 1985 conoce a Paz Alicia Garciadiego. A partir de entonces se harán inseparables. Su sociedad inicia con El gallo de oro, adaptación de una historia de Juan Rulfo, seguida de Mentiras piadosas, obra tristemente célebre por haber sido la causante de una inverosímil demanda del cineasta contra el crítico de cine Jorge Ayala Blanco.
No es de extrañar que haya habido una conexión inmediata y natural entre Ripstein y Garciadiego: el director mostró desde el inicio de su carrera una visión pesimista de la vida que se expresaba en el sino trágico de sus personajes. Sin embargo, era casi siempre la puesta en imágenes la que nos lo recordaba: baste traer a la mente la secuencia en Cadena perpetua en la que El Tarzán, en un afán de encontrar a su jefe para contarle lo que le está sucediendo, recorre varios pisos del edificio, abriendo puertas que llevan a oficinas vacías, o puertas cerradas, metáfora de la situación en que se encuentra; su desesperación es trasladada a imágenes de una forma ágil y rítmica. Los personajes escritos por Garciadiego son similares: están perdidos sin remedio, pero para expresarlo sólo tienen un diálogo que repiten constantemente: “La vida es muy ojete”.
El universo de Ripstein/Garciadiego está en los barrios bajos, en las vecindades, en los arrabales y en los puertos con goteras permanentes. El cineasta se centra a partir de entonces en un único género, el melodrama, y decide que el montaje puede pasar a segundo plano, privilegiando una puesta en escena que favorece el plano secuencia. “Las películas nos salen melodramas porque no nos queda más remedio”, declaraba Ripstein en una entrevista para la revista Dicine en 1994, como si su nueva decisión narrativa y estética fuera también una especie de sino inevitable.
Los filmes dirigidos por Ripstein a partir de los noventa se componen de largos planos que terminan con fundidos en negro, como si se tratara de episodios independientes, sin una estrategia de continuidad que las una, y cuyo propósito parece el de describir espacios inverosímiles: tugurios iluminados con series de foquitos navideños, con carruseles en el centro, llenos de prostitutas tristes, abnegadas ante su fatídico destino, rodeadas de personajes/actores que parecen replicarse de película a película: Ernesto Yáñez en bata de baño y chanclas, regenteando, mandando; Arcelia Ramírez en bata de dormir y pantuflas, llorando, suplicando, humillándose ante el hombre que la deja; Luis Felipe Tovar en playera sin mangas, abandonando, traicionando, golpeando a la mujer de la que quiere deshacerse; pero, sobre todo, Patricia Reyes Spíndola, con vestido raído, calcetas, pantuflas, mandil, fumando cigarros baratos y hablando a la cámara en plano medio, recitando diálogos como: “Eso que es mío de mí, cabe en una móndriga caja de Fab limón, de ese que deja las sábanas rechinando de limpio” (Así es la vida).
Es justamente en los diálogos en donde encuentro la decadencia más evidente de Arturo Ripstein como cineasta; de ser un ágil narrador de historias a las que no les sobraba nada y los diálogos respondían a una necesidad de hacer avanzar la narrativa, pasó a ser un montador de escenas teatrales en espacios imposiblemente sórdidos, llenos de situaciones en las que los personajes se humillan los unos a los otros a la vez que recitan largos soliloquios sobre lo dispareja, injusta, perra y jodida que es la vida. A Ripstein ya no sólo le interesa el destino inexorable, sino que este tenga lugar en el sitio más cochambroso, sórdido y oscuro posible, tanto que hasta los mismos personajes se dan cuenta de ello: “Aquí nada más se da el chancro y la ladilla”, dice Eneas, dueño del burdel en donde trabaja La mujer del puerto, y remata diciendo: “Hasta parece entierro de puto, de lo solo que está”.
Al final de La virgen de la lujuria aparece un letrero a modo de broma: “Ningún actor fue lastimado durante la filmación de esta película”, pero no podría decirse lo mismo de sus personajes, los cuales son despojados de toda dignidad: se arrastran, suplican, lamen pies, lloran, son golpeados y humillados hasta la abyección. En mayo de 2012, el cineasta declaró durante su estancia en el Festival de Cine de Panamá: “Yo hubiera querido ser otro, uno que pudo. Mis películas son pequeñas, olvidables, predecibles e inexistentes […] Mis películas son horribles”. Seguramente sus declaraciones son en tono de broma —al igual que el letrero citado—, pero en este momento sería muy difícil desmentirlo.
Fuente:eluniversal.com.mx
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