GUADALUPE LIZÁRRAGA
Enlace Judío México | Resulta inaceptable para cualquier persona sensata que un maestro universitario sea misógino, y todavía haga alarde de ello. Alfredo Jalife Rahme, quien imparte clases en la UNAM, apedrea por Twitter a todo el que opine diferente a él, y en sus ofensas contra mujeres recurre a la condición femenina de éstas para denigrarlas.
Con exabruptos tabernarios, Jalife arremete también contra la directora de este medio, Los Ángeles Press, por haber difundido las denuncias sobre sus acometidos misóginos a otras usuarias de la red. Lo más sorprendente ha sido la reacción de su grupo de seguidores, que como animalitos a quienes se les adiestra, no sólo justificaron y alentaron el comportamiento falto de ética del maestro, sino que se volvieron los agresores con ese mismo tenor.
Con sus absurdos prejuicios de que soy “sionista” (sic) porque no escribo contra Israel, tal cual la ignorancia en la aplicación del término, soy agredida por la solidaridad contra las agresiones a otras mujeres en la red.
Mi decisión de publicar esas denuncias fue porque considero inadmisible que un académico, de la universidad donde fui alumna y maestra, agreda y difame a las mujeres en su condición de mujer, por encima de distancias políticas o antipatías. No conozco a ninguna de las mujeres que ha agredido Jalife ni conozco al autor del texto que lo denuncia. Pero la solidaridad no incluye la amistad, y en este caso responde al sentido igualitarista que toda tradición política de izquierda reclama o debería reclamar.
Basta revisar los tuits del señor Jalife para darse cuenta que, siendo un maestro universitario y teniendo una responsabilidad pública como es el ser un ejemplo de ética por la casa de estudios que le da cabida, hace mofa de la condición de mujer y le da una connotación sexual y denigrante a sus adversarias ideológicas.
El señor es identificado como de “Izquierda” y se asume como parte del gatazo intelectual que mueve algunas fracciones del espectro clasemediero, pauperizado y urbano de la Ciudad de México, aparentemente en contra de las reformas neoliberales. El caso no cobrara relevancia sino fuera maestro de nuestra universidad, uno de los pocos orgullos públicos que quedan en medio de la vorágine privatizadora con la imposición del gobierno de Peña, a quien Jalife trata de respeto y “civilidad democrática”, según sus palabras.
En Occidente se recrimina a intelectuales y políticos, lo que se les celebra en México. Pero combatir la misoginia exige, a quien quiera asumir el reto, aplicar otras distinciones. Por ejemplo, entre lo que es la violencia contra mujeres y lo que es no aceptar adversarias en el debate ideológico. Alfredo Jalife incurre en la violencia. Utiliza la agresión directa con alusiones sexuales y denigrantes.
El extremo de la violencia contra las mujeres es el feminicidio. Es evidente que en un país destacado internacionalmente por 20 años consecutivos de este tipo de asesinatos en completa impunidad, la violencia contra las mujeres ha puesto en juego un componente de “normalidad” con el desconcertante aditamento de que está encarnada en la clase media, pauperizada y urbana mexicana. Somos testigos de las mujeres ejecutadas por su activismo, a manos de autoridades y otros grupos delictivos. Somos testigos del encarcelamiento de mujeres valientes y honestas como Nestora Salgado García, que sin mediar delito alguno, son agredidas por el poder político al atreverse a denunciar la complicidad de autoridades con el narcotráfico en Guerrero. De ahí que un maestro universitario propine ofensas misóginas a sus adversarias de ideas y a quien lo difunde, les resulta parte de su “normalidad” encarnada en la mente colectiva.
En el fondo, cualquier persona con acceso a un nivel mínimo de conciencia moral, independientemente de su género, esperaría cierta eticidad de un académico. Esto es, que cumpla ciertos valores y principios impuestos por las expectativas comunes, sin tener que ponerlas en cuestión. No es el caso del señor Jalife, y llama la atención que ni siquiera repare en su falta, pese a la avanzada edad que presumiría sensatez.
En mi caso, Jalife juzga mi acción pública de editora no como una acción profesional de un ser humano, sino como una acción femenina denigrante que le da connotaciones sexuales, prejuicios ideológicos, racistas y de calumnias de corrupción. El señor no me conoce, sólo bastó el hecho de ser la directora del medio que difunde sus ofensas para juzgarme con esos exabruptos. Soy explícita para quienes consideran que “no pasa nada” y que no debería perder el tiempo en ello, porque hay otras violencias contra las mujeres que atender mediáticamente, como las violaciones de niñas en Michoacán por narcotraficantes y policías municipales.
No obstante, dejar pasar esta situación es inaceptable, porque normaliza la decadencia ética, no sólo en la comunidad universitaria, sino en la ciudadanía misma. Forma parte de las violencias cotidianas contra las mujeres, reproblable desde cualquier ángulo para quien se ubique geopolíticamente en la izquierda. En otro país –con un sólido estado de derecho– un maestro con comportamiento misógino, en las redes o en la calle, sería motivo de expulsión de la universidad.
Yo no solicito ningún permiso colectivo ni de ninguna autoridad para escribir lo que pienso, contrario a lo que me imputa Jalife, quien en su misoginia ciega cree que la observación importante es empírica, en el sentido de que sus seguidores lo observan físicamente y lo aplauden. Al parecer, siendo analista en la UNAM, no comprende que la observación es con distinciones. Se observa la violencia hacia las mujeres porque se distingue de su respeto y protección. Se observa la falta de ética porque se distingue de la eticidad de la verdadera izquierda, celosa de los principios igualitarios. Se observa la arrogancia y desfachatez intelectual porque se distingue de la dignidad.
Mi trabajo es observar y contar lo que observo. Y por hacer mi trabajo, el señor Jalife ha arremetido contra mí. Y mi solidaridad es con las mujeres que sufren violencia de cualquier tipo, las conozca o no, guste o incomode, porque en México se ha vuelto una necesidad de supervivencia para el género.
Fuente:losangelespress.org
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