DAVID ALANDETE
Enlace Judío México | Para el presidente sirio la paciencia ha sido una espera amarga que ahora da frutos dulces. Desde luego, Bachar el Asad ha sabido esperar. Desde que el levantamiento en su contra incendiara su país en 2011, se le ha dado por acabado muchas veces. Líderes mundiales, como Barack Obama, ha repetido que sus días están contados, que no hay más resultado a esta crisis que su derrumbe y el de su régimen. Él, sin embargo, ha convertido el aguante en una estrategia que ha dado grandes réditos. Más afianzado que nunca en esta guerra, preside, eso sí, un país destrozado, con más de 100.000 sirios muertos y seis millones de desplazados internos y externos, dejado atrás hace mucho tiempo el momento en que una reconciliación nacional era posible.
A estas alturas en que Al Qaeda opera sin trabas en zona rebelde y Naciones Unidas certifica que los excesos no son cosa sólo del régimen, ante los ojos de sus viejos enemigos El Asad se ha convertido en un mal menor o al menos una garantía de que las cosas no cambiarán a peor. Un reciente exdirector de la CIA, Michael Hayden, lo decía en una conferencia la semana pasada. El régimen es “el mejor” de varios “posibles resultados muy feos”, incluida “la disolución completa de Siria”. Ni Israel clama por su marcha, a pesar de estar formalmente en guerra con su familia durante décadas. El de El Asad, según dijo recientemente el ex comandante en jefe del ejército israelí Dan Halutz, es “un mal régimen que podría sustituirse por un régimen mucho peor, y desconocido”.
Desconocido resultó ser El Asad (Damasco, 1965) ante aquellos que sentían tan pronta su marcha. Querían ver en él a un anodino tecnócrata llamado a presidir Siria de forma accidental, tras la muerte de su hermano mayor Basel en accidente de tráfico en 1994. Antes de su ascenso había sido estudiante de oftalmología en Londres. A la muerte de su padre, Hafez, en 2000, heredó Siria e hizo algunas reformas, como abrir vías para la entrada de Internet al país o liberar a 700 presos políticos. Fueron suficientes para que muchos analistas hablaran de la primavera de Damasco. Si aquella vieja primavera tuvo flores pronto se marchitaron. En Siria todo siguió siendo lo mismo: gran aparato de seguridad y poca disidencia.
Esta revuelta no es la primera ocasión en que se le da por acabado. Tras el derrocamiento de Sadam Husein en 2003, EE UU intentaba aislarle, considerando colocarle en el célebre eje del mal. En 2003 la Casa Blanca le acusó de “amparar al terrorismo” y autorizó unas sanciones que aún asfixian al país. Pero El Asad ya daba entonces muestras de que se le daba bien esperar y no cambiar rumbo en la marea. Así lo hizo por ejemplo tras que el asesinato en Beirut del exprimer ministro de Líbano Rafik Hariri le obligara a replegar las tropas sirias desplegadas en ese país vecino desde 1976. Su política no varió, sigue interviniendo en Líbano, ahora a través de la milicia chiíta Hezbolá.
Lo que a sátrapas barridos por la primavera árabe como Muamar el Gadafi les faltó a El Asad le sobra: amigos. Se hizo en años recientes vía imprescindible de transmisión —de armas, sobre todo— de Irán a Hezbolá. Ambos acudieron a su rescate, dispuestos incluso a enviar hombres a morir en Siria. El favor dio resultados. Con su ayuda reconquistó en mayo la localidad estratégica de Qusair, se ha asegurado una ruta crucial al noroeste y ahora ha iniciado una ofensiva feroz sobre Alepo. Y Rusia, que tiene su única base naval en el Mediterráneo en la costa siria, ha bloqueado en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier condena a El Asad y medió para evitar un ataque con misiles de EE UU contra Damasco por el uso de armas químicas en agosto.
En agosto precisamente dijeron los rebeldes que estuvieron a punto de acabar con El Asad cuando se dirigía en un convoy a una mezquita. En febrero habían hecho caer algunos misiles cerca de su palacio en las faldas del monte Casium. Invariablemente, tras cada ataque de esa naturaleza, los medios oficiales muestran fotos del presidente sano y salvo, crecido en esa gran capacidad de resistencia. Es lo que le permite gozar hoy de nuevo del control de una mayoría de su país. Cierto, está en ruinas y hay zonas cercadas en que los clérigos han dado permiso a los civiles para comer perros y gatos. Pero El Asad aguanta.
Fuente:elpais.com
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