ÁNGELES ESPINOSA
Enlace Judío México | Los talibanes la hirieron cuando atacaron su escuela, pero su nombre no es Malala. Tampoco estudia en las comarcas del noroeste de Pakistán donde aquellos extremistas intentan imponer su ley y apartar a las niñas de la educación. Attiya Ali, de 11 años, acude a la Nation Secondary School de Ittehad Town, la barriada de Karachi donde vive con su familia. Tiene mucho mérito que siga haciéndolo, porque el tiroteo que mató al director de su colegio el pasado marzo le ha dejado con las piernas paralizadas. Ir a clase se está convirtiendo en una actividad de alto riesgo en ese país disfuncional y caótico.
“Quiero ser maestra”, ha declarado Attiya a la prensa local. “Para entonces, tal vez incluso pueda andar”. De momento, después de pasar tres meses hospitalizada y otros dos en una camilla, se mueve en silla de ruedas. A falta de recursos para un tratamiento de fisioterapia que le ayude a recobrar la movilidad de las piernas, se ejercita en su casa con unas férulas ortopédicas y apoyándose en la pared bajo la atenta mirada de sus padres y su hermano mayor, de 16 años. Ni él ni los otros cinco más pequeños van ya al colegio, porque buena parte de las 15.000 rupias (unos 100 euros) mensuales que gana el padre, Arshad Ali, se van ahora en medicinas para Attiya.
“No es que no quiera educarlos”, asegura el hombre.
La Nation Secondary School cobra 350 rupias mensuales a cada alumno. Incluso, esa modesta cantidad constituye un obstáculo para muchas familias. La movilización de la sociedad civil logró que en 2010 se introdujera un nuevo artículo en la Constitución que establece “la educación gratuita y obligatoria para todos los niños de entre los 5 y los 16 años”. Aún no se ha desarrollado la legislación que permita hacerlo realidad. Además, hay cientos de escuelas públicas fantasma que existen sobre el papel, pero que nunca se han llegado a construir porque los funcionarios o los políticos locales se han quedado el dinero.
Como los hermanos Ali, al menos 9,2 millones de niños paquistaníes de entre 5 y 12 años están sin escolarizar, según el último informe de Unicef en el que se alerta de que Pakistán no va a ser capaz de cumplir los Objetivos de Desarrollo del Milenio para 2015. Esos datos lo convierten en el segundo país del mundo con más niños fuera de las aulas, después de Nigeria. De acuerdo con activistas locales por la educación, la cifra se eleva a unos 23-25 millones si se toma como edad de referencia los 16 años. Aproximadamente, el 60% son niñas. En Pakistán, un chico tiene un 15% más de probabilidad de empezar la primaria que una chica. De hecho, entre los 5 y los 9 años, un 39% de las crías no están ni siquiera matriculadas, frente a un 30% de los chavales.
Attiya, sin embargo, no falta a clase. Siempre fue buena estudiante, y junto a su cama hay varios premios por sus resultados académicos. Pero si necesitaba alguna motivación más, la obtuvo el día en el que Malala Yousafzai visitó su escuela. Algunos vecinos creen que por eso los talibanes mataron a su director. Una de las balas que dispararon alcanzó a la pequeña cuando trataba de recuperar un zapato que perdió mientras las maestras intentaban que ella y sus compañeras se pusieran a salvo.
El incidente ha dejado huellas. Aunque la escuela reinició el curso a los pocos días, los alumnos tienen miedo. Corren al menor ruido. Muchos padres han decidido que el riesgo no vale la pena, sobre todo en el caso de las niñas. Su matrícula se ha reducido tanto que el nuevo director ha decidido suprimir el segundo turno. Solo hay clases por las mañanas.
Es el objetivo de los violentos. Crear el terror. Lograr que, ante el peligro, los padres opten por dejar a los niños en casa. Los extremistas lo plantean en términos de la lucha contra el Estado, pero eligen los objetivos más fáciles y desprotegidos. Sin formación, la gente resulta más fácil de manipular. De ahí, el desafío que supone Malala y el intento de asesinarla en octubre del año pasado, cuando salía de clase. La muchacha, que a sus 16 años acaba de recibir el Premio Sájarov de la Unión Europea y ha estado nominada para el Nobel de la Paz este año, alcanzó notoriedad cuando el Ejército echó a los talibanes del valle del Swat en 2009. Entonces se reveló que era la autora de un diario en el que contaba cómo era la vida bajo el control de los extremistas, publicado en la web de la BBC en urdu. Bajo el seudónimo de Gul Makai y desde los 11 años, Malala había relatado con gran candor cómo iban aumentando las restricciones hasta que finalmente cerraron todas las escuelas de niñas.
“Los talibanes han emitido una fetua que prohíbe ir a la escuela a todas las niñas”, escribió en una de las entradas. “[Hoy] solo asistieron a clase 11 de las 27 alumnas. (…) Mis tres amigas se han ido a Peshawar, Lahore y Rawalpindi con sus familias después del edicto”. La angustia que viven las pequeñas se cuela cuando relata que una compañera le ha preguntado: “Por el amor de Dios, dime la verdad, ¿van a atacar nuestra escuela los talibanes?”.
No era un miedo irracional. Un informe publicado por el Ejército en aquellas fechas aseguraba que los talibanes habían decapitado a 13 niñas, destruido 170 escuelas y colocado bombas en otras cinco. Cuando los militares pusieron fin a la tiranía de los talibanes en Swat, Malala utilizó su repentina fama para promover el derecho a la educación, con especial énfasis en las chicas. Su activismo, dando conferencias en escuelas de todo el país, fue reconocido por el Gobierno, pero no cayó bien entre los extremistas. A pesar de desmentir que se opongan a la escolarización de las niñas, han seguido atacando centros educativos, tal como prueban las imágenes de Diego Ibarra Sánchez que ilustran este reportaje.
Desde el atentado contra Malala, en el que también resultaron heridas sus compañeras Shazia Ramzan y Kaniat Riaz Ahmed, decenas de colegios en Swat, Nowshera, Charsadda, Swabi, Peshawar y las regiones tribales fronterizas con Afganistán han sufrido ataques de los extremistas. Sorprende la impunidad y la frecuencia con las que actúan. Sorprende aún más que a pesar de las agresiones, los niños vuelvan a clases que carecen de electricidad, de cristales en las ventanas, de aseos y, a veces, hasta de aulas, como es el caso en esa Government Middle School atacada el pasado marzo, donde las lecciones se imparten a la intemperie.
Pero la violencia talibán es solo uno de los muchos males que afectan al sistema educativo de Pakistán y, por extensión, al Estado. De hecho, cuando se le pregunta a Mahenaz Mahmud, una veterana pedagoga que ha dedicado su vida a promover la educación infantil, ni siquiera lo menciona. En su opinión, los principales obstáculos son “la ausencia de voluntad política y años de mala gobernanza a nivel nacional, provincial y local; las malas políticas educativas, y la pobreza, condiciones económicas y degeneración social”.
Esos mismos problemas están en la raíz de que las escuelas privadas de Pakistán hayan prohibido el libro de memorias de la joven activista, Yo soy Malala (Alianza Editorial, 2013). Los responsables arguyen que no es bastante respetuosa con el islam porque cuando menciona el nombre del profeta Mahoma no añade a renglón seguido la expresión “que la paz sea con él”, como es habitual entre los musulmanes piadosos.
“Malala fue un modelo para los niños, pero este libro le ha hecho controvertida. A través de él se ha convertido en un instrumento en manos de las potencias occidentales”, declaró Kashif Mirza, el presidente de la Federación de Escuelas Privadas de Pakistán. Desde fuera, da la impresión de que simplemente han cedido a las presiones de los intransigentes para evitar riesgos.
En contra de lo que podría deducirse de las noticias, el mayor número de niños sin escolarizar no se da en la provincia de Khyber Pakhtunkhwa y en las zonas tribales, entre cuya población pastún se halla la espina dorsal del apoyo a los talibanes. Baluchistán, con un 34%, y Sind, con un 32%, presentan una situación mucho más grave que aquellas, con un 26%, o que la más desarrollada, Punjab, donde solo un 16% de los menores de 10 años está fuera de las aulas. Más grave aún, según los datos recopilados por Unicef, en Sind, un 40% de los matriculados no acuden a clase.
Una de las razones que los expertos apuntan es la mala calidad de la enseñanza pública. A menudo, los niños acaban la educación básica sin ser capaces de escribir su nombre correctamente. Bela Jamil, una activista social con una larga trayectoria en el terreno educativo, contó a EL PAÍS en mayo pasado que “hay 32.000 escuelas en el país con solo uno o dos maestros cuya formación deja mucho que desear”. Sabe de lo que habla porque trabajó durante varios años como directora general del Ministerio de Educación.
Además, muchos padres no ven el sentido de escolarizar a sus hijos, debido a la falta de posibilidades de continuar su formación. Al acabar primaria, después de cinco o seis años de asistir a clase, siguen siendo obreros sin cualificar con parecidas perspectivas laborales que si no hubieran acudido al colegio. Así que un 42,6% de los 190 millones de paquistaníes siguen siendo analfabetos, en especial en las zonas rurales y más entre las mujeres.
“En los últimos diez años no se han hecho mejoras para mantener a los niños en la escuela”, reconocía Pilar Aguilar, la responsable de educación de Unicef en Islamabad, durante una reciente entrevista. Según sus datos, aunque ha aumentado el número de escolarizados, siguen siendo muchos los que abandonan durante los primeros cursos. De nuevo, casi la mitad de las niñas que empiezan la primaria dejan las clases antes de acabar el ciclo.
Mujer y pobreza son los dos principales indicadores de la exclusión educativa. En los hogares más desfavorecidos de Pakistán, apenas un 45% de las niñas están matriculadas en los primeros ciclos de primaria (frente al 80% entre la quinta parte más rica del país) y solo un 18% cursan el tercer ciclo (el 56%, entre las más acomodadas). Para los chicos, las cifras son el 56% y el 22,5%, respectivamente. Una sociedad extremadamente conservadora, las costumbres tribales de parte de la población o su interpretación rigorista de la religión se mencionan a menudo como origen de ese sexismo que, a todas luces, lastra el desarrollo del país.
“Pakistán es un país enorme, con actitudes religiosas y sociales muy diversas”, matiza Mahmud en un e-mail. “En la actualidad, las regiones del noroeste están en las noticias debido a los talibanes y al terrorismo. Pero la religión no es realmente la causa; lo que impide la educación de las niñas en algunas zonas de Khyber Pakhtunkhwa es la política de los talibanes”, defiende esta educadora. Además, admite, “hay muchas otras razones económicas y logísticas por las que las chicas no van a la escuela en otras zonas urbanas y rurales de nuestro país. Pero en los pueblos grandes y en las ciudades, las niñas sí van al colegio”.
Un elemento que parece común a todo Pakistán es la diferente actitud que se adopta ante la educación de mujeres y hombres. El sistema patriarcal imperante en las cuatro provincias y las regiones tribales administradas federalmente hace que la sociedad no vea a las mujeres como fuente de sustento para la familia, y, en consecuencia, carecen de estatus y valor social. De ahí que de forma tradicional se haya dado una mejor formación a los hijos que a las hijas. Además, la segregación sexual en público restringe la movilidad de las mujeres.
“En Baluchistán y Sind existe la costumbre de los matrimonios tempranos, lo que significa que las niñas abandonan antes la escuela, pero hay también cuestiones de honor”, ha explicado a este diario Sadaf Zulfiqar, una especialista en género de Unicef.
Entre ellas, Zulfiqar cita que muchas escuelas carezcan de retretes o muros a su alrededor para mantener el purdah, como entre los musulmanes del sureste asiático se denomina al confinamiento de las mujeres al espacio privado fuera de la vista de hombres que no sean de su familia. También, la carencia de maestras, ya que muchos padres no aceptan que sean hombres quienes den clase a sus hijas.
El asunto remite a la falta de emancipación de la mujer. Debido a las restricciones sociales y a la inseguridad, pocas están dispuestas a desplazarse varios kilómetros hasta una escuela rural. Además, el salario es muy bajo. Así que resulta muy difícil romper el círculo vicioso, de la educación de las niñas y de la calidad de la educación para todos. Hasta ahora, Pakistán apenas invertía en educación un 2% de su producto interior bruto (PIB), la cifra más baja de entre todos los países del sureste asiático y muy por debajo de la media global (7%). El nuevo Gobierno de Nawaf Sharif, que tomó posesión el pasado junio, ha anunciado que durante los próximos cinco años va a duplicar esa cifra. “Es una medida muy importante que debería derivar en más acceso, mejor calidad y una reducción de las desigualdades en la educación de las niñas, si se usa de forma adecuada”, asegura Zulfiqar en un e-mail.
La inmensidad de la tarea hace que otros expertos se muestren escépticos. Apuntan la necesidad de que se combata la corrupción y se promueva la meritocracia, para que las familias valoren más la importancia de educar a sus hijos. Pero sin cambios sustanciales en la consideración social de las mujeres parece difícil que pueda conseguirse un sistema más igualitario que cierre la puerta a los radicales violentos. “No hay fórmula mágica. Sociedades, tradiciones y actitudes no pueden cambiarse o desarrollarse en un invernadero. Tenemos que arreglar nuestro país, solucionar sus problemas… y eso lleva tiempo”, admite Mahmud.
Mientras tanto, la madre de Attiya, solo desea “volver a ver caminar” a su hija. La voluntad de esta, como la de Malala, es el mayor triunfo sobre los retrógrados que niegan la educación a la mitad de la infancia.
Fuente:elpais.com
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