¿Es el nuestro un cerebro religioso?

MARÍA TERESA GÍMENEZ BARBAT

Eso creen diversos investigadores. Existen estudios que parecen identificar estructuras cerebrales relacionadas con la experiencia religiosa. La conclusión es que la religión (en el sentido más elemental) es un atributo humano que está arraigado en el equipaje de predisposiciones que heredamos de nuestros antepasados, y que no depende únicamente del adoctrinamiento ni de la catequesis. Biólogos, paleoantropólogos, psicólogos y neurocientíficos proponen lo mismo desde sus disciplinas. Pascal Boyer, Scott Atran o David Sloan Wilson están en esta línea. Las formas de la religiosidad son transculturales y transhistóricas, y se remiten a homínidos anteriores al Homo sapiens con una concepción transcendente de la vida.1

Para Adolf Tobeña,2 la religiosidad forma parte del mismo cerebro y consiste en “una serie de vectores psicológicos que permiten mediciones plausibles, así como intentos de conexión con las estructuras neurales que, presumiblemente, hay debajo”. El cerebro religioso es un campo en auge que incluso ha acuñado un término nuevo: neuroteología, o neurociencia de la espiritualidad.

Hay todo un historial sobre los efectos de algunas drogas en la aparición de sensaciones de transcendencia o visiones de carácter espiritual. También sobre las repercusiones de algunos accidentes cerebrales en el establecimiento de cuadros muy similares. Se ha investigado, por ejemplo, la relación de la epilepsia con la hiperreligiosidad. Estas conjeturas vienen apoyadas por estudios con gemelos que sugieren modestas pero no triviales cargas genéticas.3

Eso no quiere decir que existan genes que nos empujen a convertirnos en mahometanos o budistas, pero los datos sobre la heredabilidad de la predisposición religiosa sugieren que debe de haber cargas e interacciones genéticas que favorecen unos patrones de plasmación organizativa y unas interconexiones en algunos circuitos cerebrales que resultan, a su vez, en comportamientos o actitudes detectables por las escalas de religiosidad. Es decir, que habría un poso para la religiosidad en la estructuración y el modelaje del cerebro, que vendría dado hasta cierto punto por vía genética.4

No todos los investigadores comparten esta visión de la religión como una tendencia innata. Los cuatro jinetes de la militancia atea, Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y el finado Christopher Hitchens, promueven la idea que la religión es algo descriptible como una “infección memética”. Para ellos las creencias son el resultado del adoctrinamiento, un artefacto cultural, unas posibles unidades funcionales de la replicación cultural con más poder para generar el sentir religioso que la propia naturaleza. Sin embargo, la teoría memética descarta o trata muy marginalmente los elementos vivenciales y temperamentales de la religiosidad, y no considera suficientemente las incursiones neurológicas o genéticas que ya se han llevado a cabo sobre los atributos afectivo/emotivos de la religiosidad y sobre la variabilidad en función de esas tipologías temperamentales. O sea, los vectores psicológicos primordiales que, presumiblemente, discurren por debajo.

La transitoriedad, la caducidad segadora del periplo vital es la ansiedad nuclear, la cuestión fundamental del corazón de la religión. Así, las creencias religiosas serían “sortilegios cognitivos” al servicio de la regularidad confortadora y de la creación de baluartes de confianza con la garantía de la autoridad suprema.

Por otro lado, durante la mayor parte de la historia evolutiva del Homo sapiens y de las especies antecesoras, la evolución cultural fue suficientemente lenta como para permanecer estrechamente aparejada a la evolución genética. En resumen, no había disparidad entre el entorno social y cultural y la biología, y lo que llamamos “sociopatías” serían algo desconocido fuera de los accidentes y enfermedades cerebrales. Pero llegó un momento en que la naturaleza, la herencia genética, ya no fueron suficientes para lidiar con un entorno social cada vez más complejo. La religión, desde la más rudimentaria a la más sofisticada, se convirtió en la principal institución para resaltar los valores que mejor funcionaban en la comunidad. La religión facilitó la tarea de ampliar los instrumentos punitivos y de control y el sentimiento de grupo a gentes más allá de la familia o de la tribu.

Estudiosos de primera fila insisten en que no existe relacion entre agudeza cognitiva y religiosidad. Es más, insinuan que, tal vez, el ateísmo o el escepticismo podría ser una alteración en un cerebro naturalmente equipado para la trascendencia. Incluso nos recuerdan la preponderancia de la irreligiosidad entre los autistas. En palabras de Adolf Tobeña: “De la misma manera que hay gente apática, asocial, perezosa o boba, la hay que no ve trascendencia en parte alguna.”

Discrepando de este enfoque, Satoshi Kanazawa asegura en The Intelligence Paradox (John Wiley & Sions, 2012), su libro más reciente, que el ateísmo suele ir asociado a una mayor inteligencia. La tesis de Kanazawa es que lo que llamamos inteligencia es una habilidad que se desarrolló recientemente en un Homo sapiens al que no le bastaron ya las habilidades cognitivas adaptadas a un mundo estable en el que genes y entorno ecológico iban a la par. Según su atrevida (pero documentada) teoría, las personas inteligentes suelen ser las que adoptan los modos de pensar más alejados de su naturaleza ancestral. Así aparecen criaturas extravagantes como los “progres” (liberals), los ateos o… los monógamos. Sin embargo, advierte que, quizá, este distanciamiento no sea el que consigue más gratificaciones en la vida.

¿Están los ateos menos pertrechados para afrontar la existencia que los creyentes? Hay disparidad de opiniones. Los movimientos humanistas seculares tratan de tender puentes razonables. Y desde la divulgación “pop”5 invitan a los ateos a “robar” a la religión sus “buenas ideas”. Sea como sea, conocer mejor nuestro cerebro puede señalarnos el camino hacia una nueva homeostasis.

Fuente: Letras Libres

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