ANTONIO HERMOSA ANDÚJAR
Enlace Judío México | En medio de la magnificencia de la Capilla Real de Granada casi sorprende que un pequeño lienzo acabe devorando nuestra atención. El pintor alemán Hans Memling fue el autor en la segunda mitad del siglo XV de ese Virgen y Cristo de la Piedad, que representa a la madre que llora a su hijo moribundo, e indirectamente de ese milagro por el que, para cuando uno se percata de que sobre la pompa de la historia, encarnada en el majestuoso Gran Retablo Mayor y propia del lugar, refulgió por tiempo indeterminado el silencio, ya su memoria le ha trasladado hacia otros escenarios, con lágrimas siempre de protagonistas, en los que también sucumbió su mente deshecha por la emoción.
¡Hasta un nacionalista no itacense se conmueve con Ulises cuando éste llega a la corte del rey de los feacios, seguro! Alcinoo ofrece un banquete de Estado al héroe para él aún desconocido en cumplimiento del sagrado deber de hospitalidad, al que asiste la élite política del país. Atenea acaba de realzar los dones de la belleza y del vigor físico ya naturales del extranjero a fin de hacerlo aún más atractivo a los lugareños; el vino, los corderos, los bueyes y los cerdos, junto a otros manjares, ya han elevado los ánimos de los contertulios predisponiéndoles favorablemente a escuchar el canto del aedo, que inspirado por la musa narra actos de la vida heroica: y, en concreto, episodios acaecidos durante la ya entonces mítica guerra de Troya.
Y he aquí, de pronto, a uno de los héroes de dicha contienda y decisivo en su resultado final, al astuto y maquinador Ulises, que nunca se amilanó ante el peligro ni cedió en la tempestad, y dejó el campo de batalla sembrado de cadáveres enemigos como testigos mudos de su valor; helo aquí, digo, viendo cómo al escuchar los relatos su pecho se desmorona repetidamente y las lágrimas irrumpen en su rostro como palabras de su corazón. La transformación del héroe en niño, o en mujer, según hubieran dicho los antiguos, o mejor, la humanización del héroe, es el espectáculo que se sucede ante la conciencia de quien acaba de descubrir que sus hechos, su destino, han adquirido vida propia más allá de su persona y de su voluntad, un hecho mediante el cual ha multiplicado la profundidad del tiempo añadiéndole historia –aunque se trate de historia mítica- al presente, y multiplicado la profundidad de la psique añadiéndole imaginación a la experiencia; pero un hecho que, a su vez, al protagonista lo redescubre como mortal, como uno más en su vida común entre los otros; y un hecho, en suma, que su conciencia heroica no puede soportar y por ello intenta celar ante los comensales (con éxito parcial, pues Alcinoo, que le observaba, acaba de descubrir en las lágrimas del huésped tanto su identidad como el significado de la metamorfosis operada).
Con las lágrimas de Ulises el maná de la vida ha repartido dones entre los demás hombres, y todos nos hemos beneficiado por ello. Pero, en el héroe, el experimento de las lágrimas ha sucedido como por azar, y no siguiendo un plan; son, por así decir, neutras en relación con sus creencias y valores, y tampoco derivan de sus hechos: ha sido la sorpresa de saberse otro, de reconocer su individualidad más allá de su persona, de crear una leyenda a partir de su existencia, lo que le ha hecho a su pesar ser más de lo que sabía ser. No hay, en suma, dolor en esas lágrimas, sino revelación y vergüenza, la doble faz, pública y personal, de la misma moneda.
A las costas de Cartago, tras dolorosísima y errática odisea, ha llegado otro ilustre viajero, esta vez troyano, investido con una misión sagrada, el pius Eneas, simiente de la futura Roma. La reina lo recibe con la misma afable hospitalidad con la que Alcinoo distinguiera a su desconocido huésped, si bien, en este caso, además de haber oído hablar de él, sabe quién es. Dido también le obsequia con un banquete, en el que anhela escuchar de boca de un protagonista relatos de cuanto llevó a la destrucción de su ciudad. Sólo que a medida que la voz de Eneas escenifica ante el auditorio las imágenes de los hechos, la curiosidad como foco de atención va dejando paulatinamente paso a otra potencia mucho mayor. La intervención divina, sesgada y cruel, hace el resto, y cuando Dido tiene a Ascanio, el hijo del héroe, junto a sí una fuerza misteriosa conspira para que lo acaricie, es decir: no tarda en percatarse de la tremenda herida que la flecha traicionera de Cupido, siguiendo el dictado de su madre, Venus, madre también de Eneas, ha abierto en su corazón. Naturalmente, ese cambio del destino Dido pretende ocultarlo, como Ulises sus lágrimas, pero un mismo fracaso de contrapuestos resultados salda la empresa de ambos por separado.
La hoguera de su pecho ha empezado ya a consumir su voluntad, por lo que la reina se confiesa a su hermana, Ana, pero habla de deber donde debía hablar de amor, de que éste yace justamente sepultado en la tumba de su primer esposo; empero las lágrimas que prorrumpen en sus ojos acompañando sus palabras rebaten la tragedia que cierto romanticismo, expreso o tácito, cuando no un rasgo cultural, ambiciona: la de suprimir la eterna primavera del amor, su capacidad de reverdecer entre los escombros, atando de manera indisoluble el destino de dos amantes entre sí. Ana, en cambio, habla de amor y no de deber, y es el regreso de Dido a la naturaleza desde su infame cultura, es la admisión de Cupido como señor de su pecho en lugar de mantenerlo encadenado a la memoria del muerto, lo que imprime el giro copernicano a su conducta y crea una revolución desde las cenizas de su inercia. A la larga, también, será lo que trueque en la amante despechada las lágrimas de melancolía en lágrimas de desesperación.
Como se sabe, Dido y Eneas se vuelven amantes durante el invierno que el héroe pasa en la ex colonia fenicia, y a Dido la llamarada de felicidad le hace perder hasta la conciencia del tiempo, creyendo que todo es para siempre. Por eso, cuando advierte los preparativos de la expedición teucra, esa fácil señal para el sentido común de abandono de la isla por parte de Eneas y los suyos, Dido no la entiende, enajenada ya su mente como está por el rechazo de aquél.
Resumiendo. Dido ya ha perdido su dignidad de reina ante su pueblo, la cordura de su conciencia ante sí misma, porque vive la tempestad del amor en su persona, la violencia del amante despechado. Es decir, ya sabe esto: A quien le ciega la furia del amor, ¿de qué le sirven votos?, ¿de qué santuarios? (Eneida, IV, v. 66). Todo se ha volatilizado, en efecto, ante el feroz axioma de su existencia: la tradición, las normas, las creencias, las reglas, las opiniones, el miedo al ridículo. El tiempo, incluso. La reina, que no acepta la partida y quiere a toda costa impedirla, amenaza como reina, suplica como esclava, implora como hermana, invoca como devota: se desespera como amante, que es lo que tienen en común esa poliédrica galería de personajes desprendidos del corazón de la misma mujer. No es difícil prever, desde ahí, que no queden muchos peldaños para esa reina amada por sus súbditos y derrocada por un destino ajeno que, en complicidad con el azar, se cruzó en su vida; y que sólo un acto heroico y fatal de su voluntad se los hará subir de un salto: las lágrimas trágicas de una Dido en delirio, al descubrir que la huida del amado es la huida del amor, y descubrirse entonces ser nada siendo reina, cesarán de golpe sólo cuando se arroje sobre la punta de la espada que un día pidiera a su enamorado, y que ahora revela el impensado poder de cancelar todo el tiempo que el futuro aún le tenía reservado.
Otras lágrimas, de ayer casi, perturbaban el reposo de la razón al punto de imprimirlas en la memoria. Mucho más impávidas que dolorosas, más feroces que cualesquiera otras anteriores por grande que fuere su crueldad, eran las más insoportables de todas porque negaban de la tragedia todo gesto heroico al depositarla en la inercia de la vida cotidiana, porque sacaban al Eichmann que cada hombre llevamos dentro sin necesidad de hacerle trabajar como funcionario nazi. Son las lágrimas de la derrota de la condición humana, que Baudelaire cincelara al esculpir la escultura del Aburrimiento, la más perfumada de sus flores del mal, en el corazón de cada hombre. En la escalofriante sencillez del poeta francés suena así: … entre los chacales, las panteras, los linces (…) / ¡hay uno [monstruo] más feo, más malvado, más inmundo! (…) / convertiría con gusto a la tierra en un despojo / y en un bostezo se tragaría el mundo; / ¡es el Aburrimiento! –con los ojos inundados de un llanto involuntario- / sueña con cadalsos mientras se fuma una pipa… Lágrimas tranquilas, pues, religiosas de puro hipócritas, lágrimas con regusto a cementerio mientras se recrean en ciertas delicias de la vida: las lágrimas con las que durante nuestro propio cortejo fúnebre acompañamos el cadáver de nuestra existencia desde la nada que somos a la nada que seremos cuando abdicamos de nuestra voluntad.
Luego del largo periplo hemos retornado al cuadro de Memling. En él madre e hijo aparecen representados frontalmente, si bien con las respectivas caras ladeadas, envueltos por una aureola, se diría, de recogimiento apenas mancillada por los restantes motivos de la composición. En el rostro de la madre hay dolor, porque la situación –su hijo yacente está entre sus brazos- lo requiere, pero al igual que en el Cristo coronado de espinas del Palacio Blanco de Génova, por citar sólo un ejemplo, no hay sufrimiento (del mismo modo que en el cuadro en el que la Virgen amamanta a su hijo, presente en la misma Capilla, la satisfacción no estalla en alegría). Parece un dolor abstracto, sin relación causal con la situación, si bien no ajeno a ella por completo. Y, en cualquier caso, la abstracción del sentimiento nada tiene que ver con la del estilo, materializada en el cuerpo de Cristo, estilísticamente más próximo al naturalismo tardomedieval que al renacentista. ¿Un dolor abstracto en una circunstancia concreta, parco sufrimiento en la situación vital más extremada? ¿Es eso posible, es explicable?
Lo específico del dolor abstracto es su naturalidad, accesible cuando se le aleja del misticismo o del drama. El dolor se ha convertido entonces en un episodio más de la vida humana, de una vida que ahora es valorada por sí misma en el amplio radio de sus manifestaciones, y que a través de la autosatisfacción, del trabajo o del placer ha roto la cerca del valle de lágrimas en el que se quería confinar su paso por la tierra.
En este sentido, el dolor materno representado por Memling no es ese dolor entre metálico e histriónico, pero siempre retórico, de las plañideras, contra el que ya advirtiera Plutarco a su esposa tras el fallecimiento de uno de sus hijos; como tampoco es el dolor de quien no tiene vida propia, ni el de quien, forzado por sus creencias, se mece en la resignación. Se trata más bien de ese dolor que, aunque se siente como un cuchillo en el pecho cuando la desgracia acaece, saca del mismo pecho un remedio para la herida; de quien no contrae todo su tiempo en la acción fatal con la que el infortunio le golpea, porque tiene memoria del ayer y en ella el futuro se construyó un pequeño nido; de quien ve cómo la desgracia le ha podido hundir el mundo bajo sus pies, pero sabe que mañana quizá vuelva a resurgir un nuevo instante al que él, cual nuevo Fausto, le dirá: ¡detente, eres tan bello!
Quizá por eso Memling haya añadido el sufrimiento al dolor pintando esas gotas cristalinas, como de translúcida miel, que ruedan lentamente sobre las mejillas maternas hacia ningún lugar. El breve rocío de unas lágrimas aparentemente yuxtapuestas al dolor abstracto del rostro a fin de acentuar el contexto y añadir el sufrimiento. Este queda así explicado por ellas. Pero el hecho mismo de tener que recurrir a un artificio para expresar el dolor en la situación más trágica las convierte eo ipso en paradójicas mensajeras de experiencias pasadas y por venir de quien sufre, a las que el sufrimiento no deroga; y, a escala más general, de que pese al triunfo que la muerte obtiene con los muertos, siempre hay más allá un horizonte de vida renovable y de vida nueva con el que la muerte se ve forzada a transigir.
Fuente:elmercuriodigital.es
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