Destino final, Israel

MARCOS CROTTO

Enlace Judío México | Volamos sobre el desierto de Israel, último destino del viaje. En el aeropuerto nos espera Roy, local, que nos va a alojar en su departamento de Tel Aviv. Me ayuda a cargar las valijas y mochilas hasta el auto. Con la Negra embarazada, estas últimas semanas trabajé como un mulo. No me quejo, tengo que cuidarla y soy yo quien le insiste en que no lleve nada pesado.

Frente a las costas azules del Mediterráneo, Tel Aviv es una ciudad de edificios blancos y de una elegante simplicidad. Después de dejar nuestras valijas y saludar a Eve, la mujer de Roy, argentina y con una linda panza de embarazada, vamos los cuatro a Yafo, una ciudad árabe que tiene el puerto más antiguo del mundo. Como hoy es sábado, shabat , y en Tel Aviv está todo cerrado, los judíos se vinieron a comer y a tomar algo acá.

Subimos una colina entre callecitas decoradas con azulejos, el mar brilla abajo. Yafo significa bella . Roy y yo vamos adelante y las mujeres atrás. Ya nos ha pasado esto en el viaje, con las parejas que fuimos conociendo. Infaliblemente, el matrimonio se separaba, como si cada uno necesitara descargar un poco la pelota en alguien que no fuera el cónyuge. No se culpe a nadie.

Roy me comenta que de chico se quedaba despierto hasta las 4 de la mañana para mirar los partidos del River de Ramón y de Enzo Francescoli. Ningún antepasado suyo era argentino, no conocía Buenos Aires ni sabía español. Su fanatismo se lo había construido él solo. Años más tarde, cuando terminó el servicio militar, se fue de viaje.

-Me recorrí América latina, estaba de moda hacer eso. Ahora los israelíes se van a la India a meditar. La idea del viaje es volver un poco más normal después de haber pasado tres años con un rifle en la mano.

En Brasil conoció a Eve, que también andaba de vacaciones. Roy entonces viajó a Buenos Aires, encontró una changa y pisó el Monumental. Se quedó cinco años. Religiosamente, iba a ver a River de local y de visitante. Hace un año, Roy regresó con Eve a trabajar a su país. No estuvo para la caída en la B.

-Los mataría a todos -dice y le creo.

Vamos a una fonda y nos sentamos a una mesa redonda que a los treinta segundos, literalmente, ya está atiborrada de platitos con verduras, humus, panes, ensaladas, pelotas de falafels y jarras y jarras de limonada apretadas de hielo y menta. Eso para calentar motores, como el pan y los grisines con manteca.

Previsiblemente, charlamos de embarazos. Pero Israel no es el mejor país para andar tertuliando de niños por llegar. Eve nos cuenta que a nadie se le ocurre ponerle un nombre, ni comprar regalos de antemano, ni preparar el cuarto, ni mucho menos hablarle a la panza. La actitud del prójimo, más bien pasiva, consiste en decir fut fut, que es su modo de evitar maldiciones o malas energías, como la cintita roja en la muñeca, y a desear buena suerte. Pipón de alegría calórica, me trasladan hasta la playa para hacer la digestión. Linda el agua, y bastante limpia para estar frente a una ciudad.

Durante dos días vamos a recorrer Tel Aviv, sus calles espaciosas cargadas de naranjos y sus mercados. Hay frutas frescas de todos los tamaños y colores, pistachos que te los tiran por la cabeza y unos extraordinarios higos secos. Los sabores naturales explotan en la boca. Pero la Negra se envició con el glucoso yogur helado, que venden en algunas heladerías. Empezó temprano con el perro de los antojos.

Roy nos comentó de los refugios antimisiles que hay en algunos puntos de la ciudad y en cada edificio. Nos contó también del servicio militar obligatorio, que dura tres años. El ejército de colimbas tiene la capacidad para resistir sólo un día a un eventual ataque simultáneo de sus enemigos árabes. Después cuentan con el refuerzo de la reserva, es decir, de todos los israelíes que pasaron por el servicio militar obligatorio y que son soldados potenciales de por vida. Israel es un músculo relajado que está preparado para tensarse en cualquier momento.

Sin embargo, el potencial de guerra latente no se respira en Tel Aviv, donde hay bares abiertos a toda hora, hay música y fiesta, hay parranda sin fin. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez eso tiene que ver con el tema de la guerra, festejar y festejar porque no se sabe si habrá otro día, o, más bien, cómo será ese día.

En esa atmósfera festiva, las chicas israelíes, fibrosas y llamativamente pechugonas, pasean ligeras de ropa. Sentado en una silla de plástico, las veo desfilar mientras la Negra se va a comprar un yogur. Apenas ella vuelve, me pregunta si se me perdió algo.

-No. Desde que sé que voy a ser papá me apadrillé. My boys can swim, como dice Kramer.

Se ríe, me da un beso y me ofrece de su yogur. El embarazo también la pone así, pacífica, alejada de su naturaleza.

Mar Muerto

Alquilamos un auto. Salimos temprano. Atravesamos el desierto, pueblos chicos que parecen fosilizados por el viento seco, vistas lejanas sólo interrumpidas por algunos beduinos y sus trapos sostenidos por palos para armar sus tiendas o algún oasis socialista de kibutz.

Descendemos en espiral por la depresión del Mar Muerto. No es que nos pega un bajón, sino que geográficamente esa zona es un pozo, está a menos de 400 metros del nivel del mar, el lugar más bajo del globo. La tierra es roja y naranja, puro mineral, no hay nada de vida vegetal o animal ahí.

A las 11 de la mañana el mercurio trepa a los 39 grados. Cumplimos el ritual de untarnos con barro y entramos en el agua turquesa. El fondo se va a pique bastante rápido. Para quien necesita refrescarse, el Mar Muerto ofrece poco y nada. Además de flotar como un corcho por la altísima densidad de sal, curiosa diversión que se agota más o menos rápido, sus aguas están bastante calientes. Y ni hablar de la cantidad de lastimaduras que me arden de golpe en distintos puntos precisos del cuerpo y que no sabía que cargaba conmigo.

En la playa, junto a nosotros, se despliega un cuarteto de brasileños jóvenes, en sunga. Van una y otra vez a las duchas, trabados, toman cervezas de su heladerita y se ríen fuerte. Finalmente, uno de ellos se unta barro y entra al agua. Se ve que no leyó los carteles que hay en la playa, o que no sabe inglés, porque después de nadar espalda para alejarse de la costa hunde su cabeza en el agua muerta. Cuando la saca, grita clamando por ayuda. Le arden los ojos y no puede ver nada. Lo rescatan sus compañeros -nadando estilo perrito – y lo traen como a un cieguito hasta las duchas. El infortunio dispersa por un rato el tedio que suele acompañar las jornadas playeras

A la tarde vamos a la fortaleza de Masada, en la cima de unas quebradas. Se llega por un teleférico. Es tanto el calor que baja del sol que no es fácil distinguir, en el horizonte de sierras, el límite entre el cielo y la tierra; todo es un mismo elemento brillante y polvoriento.

Caminamos por las ruinas, que literalmente cuelgan de los precipicios. En el año 70 de nuestra era, ya aplastadas las revueltas de Jerusalén, los últimos judíos rebelados contra la autoridad romana se refugiaron en esta fortaleza, que había construido el rey Herodes, un siglo atrás. Eran alrededor de mil hombres, mujeres y chicos. Con un ejército diez veces más grande los romanos los fueron a rematar. Pero con la ayuda de las quebradas, la fortaleza era prácticamente invencible. Los romanos sitiaron la ciudad y como Masada no caía construyeron una rampa de tierra y madera para acceder a la muralla y romperla de una vez. Los judíos decidieron que no se dejarían atrapar para ser vendidos como esclavos. Como su religión no les permitía el suicidio, sortearon a diez de ellos para que degollara al resto. Luego de esta matanza se hizo un nuevo sorteo en que se eligió al último, el que terminó la faena y se suicidó. Sólo quedaron vivos unas mujeres y niños que se habían escondido. Cuando los romanos entraron triunfalmente, lo hicieron a un fuerte lleno de cadáveres. Hoy, es un símbolo del sionismo.

Como suele ocurrir con los mitos que ayudan a construir identidades nacionales, es probable que esta historia no sea del todo cierta. Pero el pathos se conserva intacto en las ruinas y las piedras.

Manejamos por la zona del Mar Muerto; al atardecer, las montañas áridas se detonan en distintos violetas y rosas; es como si sólo existieran colores.

En Tel Aviv, la agencia de autos nos camina con los kilómetros de más.

Jerusalén

Al día siguiente, nos tomamos un colectivo lleno de conscriptos. Los hombres tienen puesto el uniforme verde aceituna y borceguíes, y las chicas el mismo uniforme y sandalias de cuero. Charlan, comen helados de fruta en palito, se molestan y se divierten. Todos tienen ametralladoras. Parece que viajamos en una ferretería rodante.
Vamos hacia Jerusalén. Pasamos sierras y matorrales, granjas, algunos pueblos desperdigados. El colectivo estaciona en las afueras, un trolebús moderno nos lleva hasta las murallas de la Ciudad Vieja.

En el colegio primario, le rezaba a un hombre en cueros, ensangrentado y con los ojos abiertos, que colgaba de una cruz en la capilla del colegio. Así había quedado Jesús después de su caminata hacia el Gólgota, en un lugar llamado Jerusalén, casi dos mil años atrás. Mi eternidad murió con los años, pero algo debe haber quedado de ella porque al franquear las murallas altísimas siento un golpe de adrenalina. Es como si entrara en el escenario de un sueño que de repente se hace real. Una amiga me dijo que le pasó algo así cuando fue a Disney. No es una comparación caprichosa: la fe, como la imaginación, también se desarrolla en la infancia.

Por las calles transitan judíos religiosos vestidos con sobretodo negro, sombrero de copa y pelo que baja en tirabuzones desde las patillas; mujeres religiosas con la cabeza cubierta por un pañuelo, brazos también cubiertos y pollera larga; curas de sotana o cuellito blanco, monjas de hábito; barbudos ortodoxos cargados de ornamentaciones en el cuello. Todo parece una fiesta de disfraces para Dios, el Dios de Abraham, el Dios monoteísta. Teniendo en cuenta los cuarenta grados que flotan entre las murallas, el atuendo puede ser algo inoportuno.

La Ciudad Vieja está dividida en cuatro barrios: el musulmán, el cristiano, el judío y el armenio. Arrancamos visitando la explanada de las mezquitas, en el musulmán. Los árabes exageran un poco con los controles de seguridad, la fila se hace cada vez más larga y algunos curas, justo ellos, se cuelan.

Muy linda la explanada, la mezquita y La Roca, que es una construcción hexagonal coronada por una cúpula dorada. La prohibición de graficar sus escrituras con figuras humanas ha desarrollado en los árabes una extraordinaria capacidad para la decoración. De acuerdo con la tradición islámica, desde este lugar Mahoma ascendió al cielo nocturno montando un caballo alado blanco, guiado por el arcángel Gabriel. En el cielo, Mahoma estuvo cerca de Dios. Luego descendió a la tierra y se hizo profeta. La Roca es uno de los lugares santos para los musulmanes.

Bajamos una escalera de piedra y salimos a la Vía Dolorosa, por donde transitaban los condenados a morir en la cruz, modalidad impuesta por los romanos. Siempre me había imaginado al calvario fuera de la ciudad y no adentro. Seguimos a los contingentes de cristianos, en general a cargo de un cura, que frenan en las estaciones del vía crucis, indicadas con placas de bronce; sorteamos mercados de frutas, especias y de suvenires religiosos y llegamos al lugar donde, según los Evangelios, crucificaron al Hijo de Dios.

A pocos metros de ahí se levanta la Iglesia del Santo Sepulcro.

Entramos, hay unos colombianos tendidos en el piso, sobre una lápida. Lloran, rezan y la cubren de estampitas, fotos y rosarios. La Negra también se arrodilla y se queda un rato ahí, cada vez más adentro de su oración. Después me dice que le parece increíble rezar en el sitio en el que Cristo resucitó. Llora. Tal vez le ocurrió algo parecido de lo que me pasó a mí al entrar en la ciudad: como si las horas junto al Dios de la infancia hubieran quedado refugiadas en algún lugar alejado de la conciencia y esa fuerza metafísica aflorara de golpe. Como si no hubiera pasado el tiempo. Como si reconociera la tierra en la que estamos. Como si siempre hubiese pertenecido a ella.

Caminamos por la Iglesia que se extiende en distintos planos lleno de capillas y recovecos. Los sacerdotes católicos y ortodoxos compiten en ver quién tira más incienso. De repente, nos chocamos con una fila bastante larga. Aparentemente, la Negra se arrodilló en el lugar donde a Cristo lo lavaron, no donde resucitó. Le pregunto entonces si quiere rectificar geográficamente su rezo. La Negra me mira con sus ojos negros agrandados por el llanto, estudia un rato la fila, me mira de nuevo, dice que no, que tiene hambre. Vamos a comer tartas de manzana en un hostel austríaco.

Una vez que el calor afloja, y después de atravesar un control con escáner, llegamos a la plaza que hay frente al Muro de los Lamentos. Una placa informa que en la montaña, más bien la loma que es Jerusalén, Dios creó a Adán y a Eva.

El Muro de los Lamentos es lo que queda del segundo gran Templo de Jerusalén, destruido por los romanos en la rebelión judía que terminó con la caída de Masada. Es un lugar de mucha carga espiritual para los judíos, sean religiosos o no. E incluso también para quienes practican otras religiones.

Algunos, ya frente al muro, se acercan y alejan una y otra vez, murmurando en hebreo antiguo; otros se sientan en sillas de plástico y leen la Torá, y mientras lo hacen no paran de mover el torso hacia atrás y hacia adelante. Otros pegan la frente sobre el muro y ahí se quedan, con los ojos cerrados.

Escribo mi oración en un papelito, lo enrollo y como las rendijas están colapsadas me veo obligado a tirar un papelito así entra el mío. Me inclino varias veces. De acuerdo con la tradición, eso ayuda a que el rezo llegue más rápido al cielo. También verbalizo mi pedido, de modo que en este punto, rezar acá es, literalmente, hablarle a una pared.

Vagabundeamos sin rumbo por calles que se hacen cada vez más estrechas, descansamos a la sombra de arcos de piedra, trepamos escalones y bordeamos los muros de una ciudad que parece eterna.

Salimos de las murallas y atravesamos un cementerio viejo hasta el Monte de los Olivos, donde Jesús venía seguido con sus apóstoles. Bajo estos árboles de troncos nudosos, lloró sangre en su última noche y los apóstoles se quedaron dormidos. Algo quedó de esa energía sonámbula: no bien la Negra entra en la iglesia se acuesta en el piso y se queda dormida. El atardecer ingresa por los vitrales, partido en rayos bien definidos. No hay nadie en la iglesia, sólo nosotros dos.

El cansancio me baja de golpe. Apoyo mi cabeza en la cadera de la Negra. Último atardecer de este viaje de cinco meses de mochilero. Pasaron diez países, once religiones, dos internaciones hospitalarias, varias amistades nómades, paisajes y ciudades que no olvidaremos, mil peleas y mil y una reconciliaciones, y un bebe vietnamita en la panza de mi mujer, que, si todo sigue bien, dejará su guarida a principios de abril.

El autor es escritor. Ganó el Premio de Cuentos Juan Rulfo en 2011. Acaba de publicar Sacramenta (Paradiso, 2013), su primer libro de relatos

Fuente:lanacion.com.ar

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