MOISÉS NAÍM
Enlace Judío México | Fue muy fácil no darse cuenta de que ese día había ocurrido un milagro. El milagro hizo que en los siguientes diez años mejorase la vida de cientos de millones de pobres en todo el planeta. El 8 de septiembre de 2000, 189 jefes de Estado firmaron en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York una serie de promesas que llamaron la Declaración del Milenio. Prometieron reducir la pobreza, el hambre, la mortalidad infantil, la discriminación contra las mujeres y otros loables objetivos. Con razón, la gran mayoría de quienes se enteraron de esta declaración tomó nota y bostezó.
Los políticos nos han educado para no creerles. Especialmente cuando, cada septiembre, participan en Nueva York en ese aburrido torneo de discursos hipócritas, cursis y mendaces conocido como la Asamblea General de la ONU. Rápidamente, la Declaración del Milenio fue desplazada de los medios por otras noticias: la Intifada en Palestina, la negativa de Sadam Husein a aceptar las inspecciones ordenadas por la ONU, la elección de Hillary Clinton como senadora o la decisión de la Corte Suprema de EEUU de reconocer a George W. Bush y no a Al Gore como ganador de las presidenciales.
Sin embargo, desde ese septiembre de hace 13 años hasta hoy, la humanidad ha experimentado la mayor reducción de la pobreza en la historia. 500 millones de personas salieron de la miseria en la que vivían, la mortalidad infantil cayó en un 30% y las muertes por malaria en un 25%. 200 millones de habitantes de los barrios más pobres del mundo tuvieron acceso a agua, cloacas y mejores viviendas.
Este progreso se debió a muchos factores — altas tasas de crecimiento económico, especialmente en Asia, aumento del empleo y de los salarios, mayor gasto público en salud y políticas sociales más eficaces—. La expansión del comercio internacional y las inversiones extranjeras en China e India también contribuyeron al enorme alivio de la pobreza en esos países.
Pero la adopción generalizada de la Declaración del Milenio fue muy importante. Se definieron ocho objetivos, 18 metas concretas y 60 indicadores para medir los avances de cada una de ellas. Gobiernos y organismos internacionales se comprometieron a cumplir esas metas para una fecha concreta: 2015. Como era de esperar, los resultados han sido disparejos; Brasil, por ejemplo, alcanzó muchas de las metas, mientras que Benín no logró ninguna.
Pero la mayor sorpresa fue que, a pesar de lo ambicioso de los objetivos y de la crisis económica mundial que estalló en 2008, el progreso ha sido extraordinario. Más aún, algunas de las metas —como reducir a la mitad el número de personas en extrema pobreza y aumentar el acceso al agua potable— se alcanzaron antes del plazo estipulado. Otras no podrán alcanzarse en 2015, y en algunas no hubo siquiera avances —por ejemplo, en la reducción de las emisiones de dióxido de carbono (CO2), que contribuyen al calentamiento global—. No hay duda, por tanto, de que hay que continuar los esfuerzos, revisar las metas y, seguramente, añadir otras.
Para definir la agenda después de 2015, Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, nombró un panel de “personas eminentes” que redactó un interesante informe. Le pregunté a Homi Kharas, un respetado experto en desarrollo que coordinó los trabajos de este grupo durante más de un año, cuál había sido su principal sorpresa: “Cuánto se ha acentuado la interdependencia de los países pobres y los ricos. Siempre existió, pero ahora es más profunda que nunca”.
Ya sabemos que hay una variedad de problemas que países ricos y pobres deben enfrentar juntos y de manera concertada. El calentamiento global o las trabas al comercio internacional son buenos ejemplos. Pero la novedad es que algunos de los problemas que antes eran característicos de países menos desarrollados ahora también son comunes en los países más ricos. La desigualdad económica es quizás el ejemplo más notable. En muchos países pobres, la desigualdad es la situación “normal”. Pero ahora se ha hecho presente de manera notable en Estados Unidos y Europa. En Estados Unidos, la brecha entre los ingresos del 1% más rico y el resto de la población llegó en 2012 a su mayor amplitud desde 1920. Las altas tasas de desempleo que sufren los países europeos más afectados por la crisis no tienen nada que envidiarle al desempleo crónico que tan común es en los países de menores ingresos. Hay que hacer algo.
Y lo que hay que hacer está claro: en 2015 necesitamos un milagro parecido al que hubo en el año 2000. Pero esta vez también debe incluir a los países más desarrollados.
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Fuente:elpais.com
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