La felicidad como deber

Enlace Judío México | La felicidad ha dejado de ser una posibilidad para convertirse en una obligación. Vivimos en una sociedad hedonista que promueve el gozo sin límites, confunde placer y felicidad, y parte del supuesto de que todos debemos ser felices. En La euforia perpetua, Pascal Bruckner explica este “deber de felicidad” que resume la demanda social: existimos para obedecer un solo mandamiento, el de ser felices. La idea de que en la vida uno tiene que ir escalando dificultades y demostrándose que es capaz de cierta altura moral, ha desaparecido. Si antes se educaba a los hijos para que transmitieran los valores de la civilización, los principios y tradiciones de un pueblo, para que adquirieran sabiduría y se convirtieran en hombres honestos, justos y leales, para que valoraran la amistad, fueran útiles a la sociedad y conservaran la hacienda familiar, nuestra época minimalista ha sustituido esas aspiraciones por un solo mandato: ser felices.

Aun sin tener muy claro el significado del concepto, hay una aceptación generalizada: nadie se opone a ser feliz. Para aquellos que ignoran cómo lograrlo, la respuesta está a la mano: mientras uno espera en la fila del supermercado, los estantes con libros de superación personal y charlatanería exclaman: ¡Ser feliz es una decisión! O, para decirlo con las palabras de moda, “una actitud”. Independientemente de mis condiciones de vida, mi carácter y las enfermedades que haya padecido, si no soy feliz es porque no quiero. La capacidad de invocar la felicidad a través de ejercicios y programación es inherente al ser humano. La instrucción es clara: no dejar nunca que el dolor destruya mi fortaleza espiritual.

Como si fuera posible: como si entre los ingredientes de la vida no estuvieran la amargura y la tristeza, como si pudiéramos blindarnos a la realidad, como si al enfrentar con buena cara la muerte, el abandono o cualquier otra pérdida no los estuviéramos negando. Como si no fuera necesario vivir el dolor (no hablamos de regodearse en él) para poder superarlo. La sociedad no lo ve así y señala como culpable a aquel que renuncia a ser feliz, incluso lo considera responsable de sus desgracias por no enfrentar la vida con optimismo: la esposa de un obrero que ha quedado viuda y con seis hijos para alimentar debería saber que, si sonríe, el mundo estará con ella.

“Yo no creo —dice Bruckner— que el surgimiento de la felicidad dependa de nosotros; no la podemos ordenar como ordenamos una comida. Más bien la veo como un arte indirecto, porque la felicidad siempre viene relacionada con otra cosa: nos involucramos en un proyecto y al realizarlo —aunque se alcancen o no los fines buscados— hay momentos de felicidad. La parte activa del ser humano consiste en reconocer la llegada de la felicidad y en la capacidad de recibirla. La felicidad nunca se alcanza directamente, sino que se deriva de una serie de acontecimientos contingentes; pero sí está en nuestro poder recibirla o cerrarnos a ella”.

Todo aquel que ha vivido la alegría de hacer una investigación, de presentar un proyecto arquitectónico, de proponer una nueva estrategia de ventas, de organizar un viaje largamente acariciado o de apoyar una causa, probablemente ha visto chispazos de felicidad, que puede gozar o ignorar. Creer que uno puede invocar, retener o comprar la felicidad no es más que una ilusión.

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Esther Charabati: