La literatura del “otro planeta”

YARON AVITOV PARA ENLACE JUDÍO

Enlace Judío México- 1961. El momento del desmayo de K. Tzetnik en el estrado de los testigos durante el juicio a Eichmann- quien continuó sentado con el rostro inexpresivo detrás del cristal blindado de la cabina de los acusados- quedó grabado a fuego en la memoria colectiva israelí. K. Tzetnik se convirtió en símbolo gracias a su potente testimonio sobre el “otro planeta” -expresión que acuñó- y que abrió el camino a otros sobrevivientes del Holocausto para desplegar los horrores que vivieron durante la Segunda Guerra Mundial.

K. Tzetnik fue escritor y Aba Kovner, otro destacado testigo en el mismo juicio, fue poeta. En gran parte gracias a ambos, escritores, poetas y demás creadores se transformaron quizás en los testimonios más importantes del proyecto de perpetuación del Holocausto, que tomó impulso entonces y continúa hasta nuestros días.

El Holocausto fue la tragedia más terrible, no solamente de la historia del pueblo judío, sino de la historia de la humanidad y puso de manifiesto justamente su falta de humanidad. Se trata del asesinato más sistemático y espantoso de un pueblo, basado en la teoría de la raza, en la crónica del mundo. Más sistemático y más espantoso que cualquier otra masacre de la historia (se puede recordar el Holocausto armenio, entre otros).

Los nazis no quisieron exterminar solamente al pueblo judío, sino también a todos aquellas personas consideradas por ellos como razas inferiores: gitanos, víctimas de enfermedades mentales, retardados y discapacitados, homosexuales entre otros. Decenas de millones de seres humanos fueron muertos durante la guerra -entre ellos seis millones de judíos, un tercio del pueblo- por el demonio nazi, que demostró ser el más cruel y tener el poder de destrucción más grande de todos los conquistadores de la historia.

La importancia del Holocausto como acontecimiento trágico constituyente de la historia universal y como símbolo de las consecuencias destructivas del mal, que ponen de manifiesto líderes y pueblos, va más allá de las fronteras del Estado de Israel aunque tiene una proyección directa sobre su surgimiento. El Holocausto influyó en la decisión de las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947 para favorecer el plan de partición y la creación de un hogar judío en Eretz Israel. El Holocausto también aportó para que los líderes sionistas se volviesen más determinantes para concretar la decisión de las Naciones Unidas y declarar el nacimiento del Estado de Israel a cualquier precio.

Recién con la institucionalización del Estado de Israel se encontró el remedio para las heridas del Holocausto. Los sobrevivientes regresaron paulatinamente a la rutina y al desempeño en el marco de una vida aparentemente normal, a pesar de que la realidad nos enseña que quien haya sufrido el Holocausto ya no será nunca más un hombre común.

Buen ejemplo de este fenómeno tan traumático es la historia del Dr. Avner, que su testimonio conmovido es parte de la antología Los pájaros no cantan en Auschwitz. Al Dr. Avner conocí durante mi investigación prolongada en un Hospitales Psiquiátrico en Israel,y fue la base de mi libro Observación.

Escuché de su boca muchas historias que no me dejaron dormir en las noches cuando regresaba de la investigación del hospital a mi hogar. Era la época de la Guerra del Golfo, año 1991, y la amenaza de los misiles de Saddam y de Irak se mezcló inconscientemente con las historias que me conto tan lucidamente el Dr. Avner sobre la Segunda Guerra Mundial y la Shoá. Estas historias no me dejaron retornar fácilmente a la normalidad de mi vida personal y laboral. Me sentí obligado a escribir sobre el Holocausto, pero me pregunté: “Como puedes escribir si no estabas en el otro planeta y si tus padres no son sobrevivientes?”

Aún cuando que no pertenezco a lo que nosotros llamamos La Segunda Generación, es decir hijos de los sobrevivientes de la Shoá, siento que tengo un reto tácito con el Dr. Avner: contar su historia a los demás, una historia que sus hijos, desde que su papa se enfermó, no querían tanto escuchar.

Primero, surgió en mi mente la idea de escribir una novela basada en la vida del Dr. Avner, pero una noche un poco oscura,, cuando tantas historias horribles me quitaron el sueño, una voz dentro de mi gritaba que no debía cambiar nada del testimonio tan impactante del Dr. Avner, y que debía presentarlo, no como prosa sino como testimonio literario; así lo hice al final.

Un resumen de su historia: Durante muchos años, después de haber sobrevivido al Holocausto, el psiquiatra Dr. A. continuó soñando que los nazis extraían su corazón. En su cabeza se entremezclaron los duros años en los que estuvo escondido en un armario y hasta debió convertirse al catolicismo para salvar su vida, con el tratamiento que, posteriormente, brindó a enfermos en sectores cerrados. El psiquiatra se derrumbó y fue hospitalizado junto a quienes habían sido sus pacientes en el pasado. Éste es un testimonio auténtico del post-trauma que sufrieron los sobrevivientes.

Antes de presentar el testimonio, hay que recalcar que, en mi punto de vista como escritor, la eterna y contundente respuesta israelí y judía ante la ceremonia de quema de libros de autores judíos que llevaron a cabo los nazis en Berlín es la publicación de más y más libros de ficción, poesía e investigación sobre el Holocausto. La publicación de obras sobre el Holocausto es también la eterna y contundente respuesta a los negadores del Holocausto y a los neo-nazis de nuestros días, que abandonaron los márgenes lunáticos y algunos, con gran pesar, hasta desempeñan funciones clave en el mundo.

Segundo Holocausto

*Segundo Holocausto es un resumen de un testimonio tomado para el libro Observación, informe sobre hospitales psiquiátricos, que se publicó en Israel (Editorial Kinneret) en el año 1991. Segundo Holocausto está tomado de la antología de mi autoría, Los pájaros no cantan en Auschwitz, Editorial Paradiso, 2012. El prólogo de este artículo está escrito originalmente en idioma español. El capítulo de Observación está traducido del idioma Hebreo al español por Tamara Rajczik.

Casi cuarenta años le llevó a la enfermedad psíquica del Dr. Avner (nombre ficticio) salir del armario en el que permaneció escondida, desde que el niño judío, rubio y de ojos azules encontró allí refugio de los perseguidores nazis que lo buscaban piso por piso. Los golpes de las botas resuenan aún como un eco en los recuerdos traumáticos de Avner durante las noches de insomnio en las que, sometido al embrujo recurrente de la enfermedad, se retrae como en una incubadora y retorna a su viejo escondite.

Tres crisis difíciles —Holocausto, divorcio y prolongada internación— afectaron al Dr. Avner a lo largo de su complicada vida, y numerosos fueron los contrastes que debió afrontar hasta que se quebró y se desmoronó (Holocausto y renacimiento en Israel, cristianismo y judaísmo, inmigración y emigración, casamiento y divorcio, salud y enfermedad).

En nuestras conversaciones —en su casa, en Israel— el Dr. Avner, un pensionado de sesenta y cinco años, una figura trágica impactante y plena de vigor, desarrolló un análisis incisivo de su enfermedad psiquiátrica y diseccionó sus múltiples vicisitudes: una infancia traumática durante el Holocausto; sus estudios de psiquiatría (en un intento por comprenderse a sí mismo); la prolongada internación en un pabellón aislado; el shock causado por haber tenido que abandonar su status de médico jefe, que atiende pacientes, para convertirse él mismo en uno de ellos; su crítica sobre el diagnóstico y el tratamiento que recibió; su descontento por el trato enajenado de sus colegas que lo internaron; el proceso de recuperación y los intentos de rehabilitación y sanación que encontró en su retorno a la religión.

La apasionante vida del Dr. Avner es sintomática de los avatares que atravesaron los sobrevivientes del Holocausto en Israel y sus vidas a la sombra del trauma. Durante un año entero el Dr. Avner espió el mundo a través del agujero de la cerradura de un armario en el departamento-escondite en el que se refugió. Ese año “incubador” sacudiría el desarrollo de su tortuosa vida y lo conduciría sin pausa, ya convertido en un psiquiatra de renombre, hasta el borde del abismo.

Su locura no fue una irrupción enigmática. Su tío, también sobreviviente del Holocausto, estuvo prisionero en dos campos de concentración, de los que salió hecho un esqueleto para, finalmente, suicidarse. Su primo, hijo de sobrevivientes, estuvo internado cinco veces. “Todos sufrimos daños por el Holocausto. Una investigación sostiene que los trastornos psiquiátricos de sobrevivientes se despiertan después de veinte o treinta años. Mi tío se ahogó en el mar el día que estalló la Guerra de los Seis Días,[1] porque no pudo soportar el temor existencial”.

El Dr. Avner nació en un país de Europa Central. Con el estallido de la guerra, su familia fue trasladada al gueto. Desde allí los hicieron marchar, en caravana, hacia un campo de exterminio. Su padre, un policía judío, le aconsejó aminorar el paso y quedarse atrás. Así lo hizo. Un oficial alemán, que vio a un niño abandonado llorando, se apiadó de él y le permitió huir. Unos días después, toda su familia se escapó del gueto —adoptó un nombre ario y una identidad cristiana— y se escondió en la casa de una familia cristiana. “Hasta hoy recuerdo las plegarias de memoria —cuenta el Dr. Avner—. Todos los domingos iba a la iglesia y me confesaba con el cura. Una vez le pregunté si no era una mentira que yo simulase ser cristiano cuando, en realidad, era judío. Él me contestó: ‘No es una mentira si lo haces para salvar la vida’”.

El niño Avner fue escondido en una habitación cerrada. Cuando se escuchaban los pasos de los soldados nazis, su madre le ordenaba introducirse en el armario. “¿Se imagina usted el sentimiento de un niño que se ahoga entre la ropa? Tuve una infancia terrible y ni siquiera sabía que era tan espantosa, porque no comprendía lo que sucedía. Permanentemente sentía que me perseguían, que todo el tiempo estaba en peligro. Tenía un miedo constante a la muerte. Me la pasaba encerrado en la habitación sin tener qué hacer. Ni siquiera tenía libros. No contaba con ningún recurso para sobreponerme al miedo. Logré sobrevivir gracias a mi madre. Seis años de Holocausto son suficiente tiempo como para desarrollar los síntomas que tengo. A los soldados que cayeron prisioneros en Vietnam les hicieron experimentos como ese. Los introdujeron en una habitación cerrada, vacía, y después de algunas semanas se volvieron psicóticos. ¿Qué se puede esperar de un niño?”.

Avner y su madre sobrevivieron, pero su padre murió tras ser descubierto escondido debajo de una pila de carbón, en el sótano. Al finalizar la guerra, Avner emigró a Israel y fue aceptado para estudiar en una institución de Aliyat hanoar.[1] “Había allí jóvenes crueles —recuerda— y yo no era aceptado por el grupo. Cuando se atraviesa el Holocausto siendo un niño, surgen problemas sociales muy difíciles. Yo había llegado a Israel con la esperanza de que todo fuese rosado: patria, judíos, pero yo era un niño del Holocausto y a nadie le importaba. Lentamente fui expulsado de la sociedad. Me convertí en un niño antisocial. Estudiaba y leía mucho. Dos veces me hicieron saltar cursos en la escuela. Pero tenía pocos amigos”.

El Holocausto le creó al Dr. Avner una sed insaciable de atención, comprensión y calidez: todo lo que le faltó durante los años de encierro en habitaciones, dentro de armarios, de identidades falsas y de una religión que le fue impuesta. Esa sed —incrementada con la llegada a Israel y el fracaso de integración al grupo— nunca fue satisfecha y así vivió hasta que sobrevino la crisis. Siempre se sintió solo, incomprendido, falto de amistades. Quien debía prestar atención a sus pacientes, por su rol como psiquiatra, estaba necesitado de cuidado.

El Dr. Avner esperaba que la psiquiatría lo ayudase a comprender sus complejos. “Decir que todos los psiquiatras son un poco chiflados, no es una exageración. Se acercan a esa profesión por algún problema psíquico y creen que si entienden a los enfermos, se comprenderán a sí mismos. Esto es un error. Yo estudié psiquiatría para comprenderme a mí mismo, pero no lo logré. Hasta el día de hoy no entiendo qué me pasó en el Holocausto”.

El Dr. Avner terminó su especialización y viajó al extranjero para capacitarse en hospitales prestigiosos.

Al regresar, fue designado para una función directiva importante en el sistema psiquiátrico. “El trabajo me apasionaba —cuenta—. Me encontraba con historias de vida asombrosas pero, la verdad, es que mi historia es más increíble, compleja e incomprensible”.

La diferencia entre el psiquiatra y el enfermo no es tan grande como parece. Ambos están encerrados y expuestos a la violencia. Aun en los días en los que se desempeñaba como médico —más todavía en los que estaba internado como paciente— el hospital funcionaba para él como un sustituto del gueto y de la habitación cerrada en la que estuvo escondido. Del gueto cerrado y la habitación cerrada pasó al pabellón cerrado. El trabajo en ese sector excitó los oscuros instintos que había intentado reprimir y lo hizo regresar —desde un puesto diferente— a ese niño escondido, temeroso de los cazadores nazis, que escuchaba el sonido de las botas subiendo por la escalera. En esta ocasión era él quien se acercaba, con pasos enérgicos, al enfermo que le temía. Como el niño que Avner había sido, el paciente —que escuchaba el eco intimidante de esos pasos, los susurros, las puertas que golpeaban— también sentía terror. El Dr. Avner hacía oír sus pasos desde un rol de poder, pero el efecto anímico era el mismo. En los ojos de los pacientes él podía distinguir el temor, la impotencia y la súplica que alguna vez anidaron en sus propios ojos. El ex prisionero se transformó, para los enfermos, en un carcelero, en un esbirro. “Libéreme”,

“Déme licencia”, “Sáqueme de aquí”, “Sálveme”, rogaban los enfermos en el largo corredor que lo conducía a sus recuerdos.

El conocimiento acumulado no ayudó al Dr. Avner a percibir los signos alarmantes que le anunciaban su enfermedad. Al parecer, podía diagnosticar mucho mejor a sus pacientes que a sí mismo. Prefirió engañarse, autoconvencerse de que todo estaba bien, de que no sufría de depresión y que nada se había trastocado.

“Continué trabajando y avanzando más y más, hasta que todo comenzó lentamente a desintegrarse”.
Los temores se incrementaron y comenzó a sentirse perseguido. También su vida familiar se alteró: su mujer no entendía sus complejos por el Holocausto, la vida con ella afectaba sus nervios. Decidió, entonces, divorciarse.

El trauma del Holocausto y el trauma del divorcio se combinaron en una composición química abrasadora que causó la irrupción de la enfermedad. El Dr. Avner comenzó a sufrir perturbaciones en el pensamiento y el habla y, por las noches, lo asaltaban terribles pesadillas, de las que despertaba gritando que los nazis le estaban extirpando el corazón. En otro sueño caía en un precipicio y también despertó a los gritos. Volvió a conciliar el sueño después de que su hijo le prometiese que le sostendría la mano durante toda la noche. Y así durmieron ambos de la mano: él, sobre el sofá, y su hijo, sobre el piso.

Una noche tuvo un sueño profético. Él y un colega, ambos armados, se encontraban en la cima de un monte mientras un grupo de árabes los atacaban. Al día siguiente estalló una de las guerras de Israel.

Con el avance de la enfermedad aparecieron las alucinaciones. Veía montañas deformadas y dos mujeres sentadas en su sala de estar. Se enfrentaba a los médicos de su equipo, sus subordinados: “Ellos me decían que yo me veía raro, que hacía cosas extrañas, mientras yo trataba de demostrar que estaba bien. Cuando les preguntaba qué era lo raro en mí, evitaban la respuesta. Pero me resultaba difícil hablar de manera ordenada y me olvidaba palabras en medio de la oración, de modo que la gente no me entendía”.

A pesar de lo que le sucedía, sus pacientes no notaron que algo se hubiera alterado y él no lo manifestó. “No es recomendable contar a los pacientes acerca de uno mismo. Va en contra de las normas éticas. Creo que el médico debe estar cerca del paciente desde el punto de vista anímico, pero no tanto, como para no revelarle lo que le pasó”.

Finalmente, el jefe del servicio nacional de psiquiatría en Israel le ordenó tomarse vacaciones. Se acordó que sería revisado por el cuerpo médico de una clinica del hospital psiquiátrico y entonces se decidiría su futuro. “En el examen relaté al médico que tenía todo tipo de sensaciones extrañas. Las montañas me parecían de repente enormes. Le dije que tal vez yo sufría de esquizofrenia, pero él se enojó y me respondió: ‘Ustedes, los médicos, pretenden diagnosticarse’. Temí contar demasiado sobre mí mismo, porque temía que me echaran del trabajo. Sabía que, si eso ocurría, estaría perdido”.

Tres semanas después de ese encuentro con el psiquiatra, el Dr. Avner se desmoronó totalmente y fue internado en el pabellón aislado. Treinta y cinco años después del Holocausto regresó a esa situación fetal y a esa pasividad afectiva y racional que tenía en esa habitación hermética en la que se escondió por orden de su madre y le hizo borrar todo (personalidad, sentimientos y pensamientos) para sobrevivir. La guerra duró seis años y la internación a la que fue sometido se prolongó por una docena de años. “Sufrí una apatía total. No sentía afecto, ni tenía raciocinio. Soy un ser humano muy sensible, amo la música, la literatura. Para una persona como yo, la ausencia de emociones es una catástrofe. Como psiquiatra yo era exitoso, pero de repente, la nada. Aunque hubiera estallado una guerra, no me habría importado”.

“Cuando fui hospitalizado, yo necesitaba un techo, atención, comprensión y paciencia hasta que todo pasase. Pero en el hospital no sabían que yo había atravesado el Holocausto y eso fue una negligencia de parte de los médicos que me atendieron. Durante mi internación comprendí que los psiquiatras tienen más estigmas acerca de los enfermos mentales que cualquier otro ser humano. Cuando yo camino por la calle, nadie sospecha que sea un enfermo psiquiátrico. Pero todos mis colegas supieron cómo fui internado y, a partir de ese momento, ya no me dispensan el trato de colegas”.

Tal vez los médicos se asustaron por tener que atender a quien poco tiempo antes había sido su director. La noticia de que un psiquiatra tan importante no estuviera vacunado contra una enfermedad psíquica causó temor en el equipo que lo atendió: podría pasarles lo mismo, también podrían enfermarse. Veían en el Dr. Avner el reflejo de ellos mismos y eso no era conveniente. Habría sido mucho más fácil atender a un enfermo que es buhonero o a un vendedor del mercado. Cada uno de los miembros del equipo comenzó a indagar en su árbol genealógico para revisar a sus hijos hasta la tercera y la cuarta generación y hacer cuentas sobre el porcentaje de riesgo hereditario que tenían de contraer una enfermedad psíquica.

Al parecer, por tanto recelo, los miembros del equipo olvidaron que su deber era atender al Dr. Avner y no temerle. “Los médicos debían entenderme más y hablar conmigo; en lugar de eso, directamente comenzaron con medicamentos y tratamiento de electroshock. Sentía terror a la electricidad, pero no podía oponerme. Sentía como si yo estuviese regresando a los días del Holocausto, cuando los nazis se llevaban a los judíos y estos no podían oponerse. Una vez no pude soportarlo más y le grité al médico: ‘Eres peor que los nazis’”.

Dos años después, el Dr. Avner fue trasladado a un instituto psiquiátrico para enfermos crónicos. “Estuve internado allí durante ocho años. Para mí esa fue la época oscura de mi vida. Quería morirme y pensaba a menudo en la muerte. Intenté suicidarme. Le preguntaba al médico: ‘¿Por qué no nací perro? Un perro se siente mejor que yo. ¿Por qué mi madre me salvó en el Holocausto? ¿Para qué? ¿Cuál fue el objetivo? ¿Para morir así?’. Allí me trataban como en la película El nido del cucú. En ese lugar vi cosas realmente duras. Me sentía como en un campo de concentración. Creía que me estaban embrujando a través del televisor. Había allí una paciente muy anciana, llena de arrugas, y yo creía que ella era la bruja madre. Comencé a temerle y pedía que apagasen el televisor. Entonces, quisieron encerrarme nuevamente en el pabellón aislado. Me opuse con todas mis fuerzas. Cinco enfermeros no lograron arrastrarme. Me invadió una energía como la de Sansón. En la batalla se me descosieron los pantalones y comencé a gritar Shma Israel,[1] como hacían los judíos durante el Holocausto”.

“En el hospital podrían haber sido más amables conmigo. La única que me trató maravillosamente fue mi madre y así como hizo lo posible por salvarme durante el Holocausto y el divorcio, también intentó hacerlo cuando me enfermé. Los fines de semana me permitían salir del hospital y mi madre me lavaba la ropa y me cocinaba. Un día, cuando ella ya tenía ochenta y cinco años, me dijo: ‘Basta, no puedo lavar y cocinar más’. Se mudó a un geriátrico y allí le sucedió lo mismo que a mí: dejó de hablar y de reaccionar. Comenzó a comportarse como yo, se volvió apática. Mucho tiempo después del Holocausto sufrió un post trauma tardío”.

Después de ocho años de internación en el Instituto para Enfermos Crónicos, el Dr. Avner fue trasladado a un pabellón abierto y, una vez allí, el buen trato que recibió por parte del equipo le permitió rehabilitarse paulatinamente. Los médicos se relacionaban con él como con un colega —no como un enfermo— y hasta le pedían consejos acerca del tratamiento y las dosis de medicamentos. Eso le devolvió gradualmente su autoestima y su imagen profesional y así comenzó a abandonar su apatía, a conectarse con su entorno y a recuperar su vitalidad. A pesar de que el Holocausto no se borró de su conciencia, los recuerdos que lo atormentaron durante el período de internación fueron diluyéndose.

El Dr. Avner fue liberado del hospital. Cuando me encontré con él revistaba como paciente de día, es decir, permanecía en el hospital durante la mañana haciendo terapia ocupacional y después se iba a su casa.

Durante la guerra, después de salir de la habitación cerrada en la que su madre lo había escondido, el Dr. Avner se convirtió al cristianismo para sobrevivir. Su salida del hospital en Israel también estuvo acompañada por un retorno a la religión, pero esta vez, a la religión judía. Él cree que logró rehabilitarse por su acercamiento a la religión, más que por las medicinas que recibió. “Me volví muy religioso. Cuanto más rezo y más estudio, siento que mejoro desde el punto de vista anímico. Mi conclusión es que la enfermedad psíquica fue un castigo celestial por haber tratado a mis pacientes con electroshock. Pensé mucho sobre este tema. Viví tantos horrores durante el Holocausto que no merecía un castigo, y menos aún uno como el que recibió Job. Y si me llegó un castigo desmesurado, seguramente habría un motivo”.

El Dr. Avner estaría contento de volver a trabajar como psiquiatra, pero no se hace ilusiones porque sabe que la “Comisión de médicos chiflados” del Ministerio de Salud —así la denominan— no le permitirá volver a la profesión después de doce años de interrupción. Actualmente prefiere los libros del Rambam[1] por sobre el DSM[2] y sus tests. La religión funciona para él como un sustituto y el Rambam es su soporte espiritual.

Todos los días, a las cinco de la madrugada, el Dr. Avner abre el postigo de la sinagoga para el primer minián[1] de orantes. Después regresa a su casa y se prepara un desayuno liviano. Transcurre la mañana en el hospital, haciendo terapia ocupacional o en sesiones de tratamiento psiquiátrico. Almuerza en su casa y descansa. Al atardecer reza y estudia o viaja al centro de la ciudad, se sienta en alguna cafetería y sueña con encontrar alguna mujer que lo ame y comprenda las crisis que atravesó en su vida. Por la noche estudia Torá entre pares y después escucha a Beethoven, cuya música logra tranquilizarlo más que una inyección de “Modecate”[1] y, además, espanta las pesadillas sobre el armario cerrado durante el Holocausto y sobre su corazón arrancado por los nazis.

[1] Resumen de un testimonio tomado para el libro Observación, informe sobre hospitales psiquiátricos, Editorial Kineret, 1991.

[2] 6 de junio de 1967.

[3] Organización judía fundada en Alemania en 1933 con el objetivo de ayudar a la emigración de niños y jóvenes a Israel, su asentamiento y educación en los kibutzim.

[4] “Escucha, oh Israel”: las primeras palabras de una de las principales plegarias de la religión judía en la que se manifiesta su credo en un solo Dios.

[5] Rabi Moshé Ben Maimon (1135-1204): médico, rabino y teólogo judío.

[6] Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría.

[7]Quorum mínimo de diez hombres adultos requerido, según el judaísmo, para la realización de ciertos rituales.

Yaron Avitov es el autor de 12 libros en hebreo, 6 en español (entre ellos El libro de la Paz, Los pájaros no cantan en Auschwitz, Un Solo Dios y Luces de Miami) y de otros documentales del cine. Ha participado en Ferias del libro en América Latina y ha obtenido 6 premios literarios, entre ellos el premio del primer ministro de Israel (2005), el premio Embajador de la literatura en América Latina” por su arduo y voluntario trabajo literario a favor del acercamiento cultural entre América Latina e Israel (2012). Fue invitado de la FIL de Guadalajara 2013, donde Israel fue el país invitado de honor, donde presentó su documental América Ladina, que narra sobre la historia de los Sefarditas conversos en la region, participó en algunos festivales de cine, entre ellos en Miami y el Festival Israeli en Guadalajara (2013).

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