El cuerpo de los besos

BEATRIZ RIVAS PARA ENLACE JUDÍO

El beso es lo único que no admite teorías.

Samuel Ros

Enlace Judío México- Me declaro enemiga de la celebración del día del “amor y la amistad”. Odio el 14 de febrero igual que odio el día de las madres, por su cursilería y mercantilismo. Pero (casi siempre hay “peros” en mi vida), caí en el juego de escribir sobre el tema. Alguien me preguntó, así nada más, tal vez provocándome, si los besos tienen cuerpo. Nunca me había cuestionado nada sobre los besos, pero (otro “pero”) heme aquí, tratando de responderle y responderme.

Los besos –no cabe duda–, tienen aroma, sabor, tempo, textura… cuerpo. Sí: tienen cuerpo y van presumiéndolo por todos lados. Antojándonos a quienes no hemos sido invitados. El cuerpo de los besos es esencia pura: no puede ser demasiado delgado, ni tampoco obeso. No sufre de desórdenes alimenticios. ¿O alguna vez han visto un beso anoréxico? Su piel es tersa y gozosa. Nunca envejece.

El cuerpo de los besos es paisaje, oceáno, nubes. Letras, música… expresión pura. No necesita elegantes ropajes ni maquillaje alguno. Siempre está a la moda. Imposible que se acompleje. Va por la vida seguro de sí mismo y si a veces parece tímido, es mera estrategia de conquista. Pero no sólo es metáfora: es tangible y sufre (o disfruta, pues) de los efectos de la química y la física. Labios, lengua, saliva, músculos faciales y a veces hasta los dientes lo componen. Aunque lo mejor de todo son sus terminaciones nerviosas; muchas, muchísimas en éxtasis constante. Impulsos eléctricos que liberan oxitocina (encargada del apego), dopamina y adrenalina en honor de los dueños de ese beso. El cuerpo del beso no se marchita nunca pues se beneficia de saludables cambios en la presión arterial, en el nivel de glucosa y hasta en el ritmo cardiaco. Nunca podrá tener el colesterol elevado y su metabolismo, gracias al torrente de hormonas, siempre mejora. El cuerpo del beso se siente en un placentero estado de euforia, casi permanente, que lo mantiene apetecible y cachondo. Con las pupilas dilatadas, listo para la siguiente unión: perfectamente diseñado para que el dueño, sin saberlo, elija de quién enamorarse; identifique y reconozca –pues– con quién es genéticamente compatible, aunque suene poco romántico.

Los besos son, y supongo que nadie podrá contradecirme, el mejor medio de comunicación inventado por el hombre. Más eficiente que las señales de humo, la rueda, el teléfono y el internet mismo. Un beso no se presta a interpretaciones equívocas; es claro y contundente. Nos dice lo que tiene que expresar sin rodeos. Por algo Pablo Neruda afirmaba: “En un beso, sabrás todo lo que he callado”.

Además, es exclusivo: el instante de un beso en la boca no sucede más que entre dos personas y puede ejercerse en cualquier geografía, hora del día y tiempo histórico. Entre amigos, familiares, esposos, amantes y, cuando es necesario, hasta entre desconocidos (que, a partir de ese momento, jamás serán desconocidos, aunque nunca se reencuentren).

Su intimidad nos desarma y nos une, casi irremediablemente, con aquel o aquella cuyos labios hemos tocado. El cuerpo de los besos tiene memoria. Al menos yo jamás he olvidado un acercamiento de los que dejan huellas aparentemente invisibles.

Hay besos lúcidos y otros irreverentemente lúdicos. Los cuerpos de los besos suelen divertirse con cualquier provocación. Están hechos para el gozo puro. Bueno, hay algunos que se aburren por más ternura que expresen: los que se dan en la frente, por ejemplo. O aquellos que, depositados en un valioso anillo, muestran reverencia ante alguna autoridad religiosa. ¿Y qué decir de los que se dan con la única meta de conseguir un récord? Una pareja homosexual de tailandeses ocupa el primer lugar, con un beso que duró ¡cincuenta horas!

El cuerpo de los besos tiene distintas formas, colores y aromas. Como una mercancía alegórica, podemos elegir entre sus diferentes presentaciones: los hay públicos o privados, inapropiados o mesurados, eróticos o románticos, corteses, robados, valientes, instintivos y estudiados, sutiles o salvajes, erógenos, de etiqueta. Algunos por obligación: los cuerpos de esos besos son dañinos y es mejor evitarlos.

Usar el cuerpo de un beso tiene su ironía: no cuesta, pero puede salir carísimo.

En esta fecha en que se celebra el amor (otra fecha de clara importación anglosajona que nos empuja a gastar), decidí rendirle un homenaje a los besos y a sus cuerpos. A eso los invito. Olvidémonos de San Valentín, aquel sacerdote del siglo III que se atrevió a desafiar al emperador romano en defensa de las parejas que se querían casar muy jóvenes, y mejor recordemos a Alejandro Magno cuyo mérito, entre muchísimos otros, fue haber llevado, de la India al Occidente, la deliciosa y siempre necesaria costumbre de besar. Al menos yo no puedo imaginar mi vida sin saber que tengo a mi disposición un beso. Y otro. Otro más. Ahora sí: el último. Bueno, siempre es útil cambiar de opinión. Otro, por lo que más quieras…

De eso son culpables los cuerpos caprichosos de los besos: nos envician, nos vuelven deliciosamente insaciables. Así que: a besar.

#amorjudio

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