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sábado 28 de diciembre de 2024

Hacia una relectura de nuestra historia

IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO

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Enlace Judío México- Sonará chauvinista, pero a veces tengo la incómoda sensación de que el pueblo judío es el único que ha desarrollado una verdadera conciencia histórica. Y digo que es incómodo porque lo único que veo en el resto del planeta es una repetición casi calcada de los errores de siempre.

Con el pueblo judío sucede algo distinto. Les pongo un ejemplo: si empiezo a hablar de cómo el pueblo judío estuvo a punto de desaparecer, pero luego luchó bravíamente para recuperar su independencia pese al intento de exterminio por parte de las naciones vecinas, la forma prácticamente milagrosa en la que inicialmente los derrotó en batallas desiguales, el apoyo posterior tan importante como decisivo que tuvo por parte de la principal potencia mundial, y la casi inmediata llegada a un nivel de poderío sin precedentes que hizo de su nuevo país un lugar pequeño, pero sólido y esplendoroso, muchos podrían suponer que estoy hablando de los acontecimientos sucedidos desde 1939 y la Shoá hasta la fecha.

Pues no: estaba hablando de la persecución de Antíoco IV Epífanes, la Guerra Macabea, el triunfo de Judea sobre Siria y el esplendor del Reino Hasmoneo.

Parece mentira, pero el proceso se repitió idéntico a partir de 1939. Las similitudes son fascinantes, dignas de periodismo sensacionalista: hasta antes de Antíoco IV o de la Shoá, el Judaísmo no había enfrentado en siglos y siglos una amenaza abierta de exterminio absoluto; las naciones desde donde se organizó dicho intento de extermino (Siria y Alemania) cayeron atacas por dos frentes (Roma y Partia, en el caso de Siria, Estados Unidos y la URSS, en el de Alemania), y originalmente quedaron sometidas a un control extranjero, para luego convertirse en esplendorosas provincias cosmopolitas y culturalmente riquísimas; el gobierno autónomo establecido en la nueva nación judía independiente fue rechazado y deslegitimado por los sectores más radicales del Judaísmo, exactamente por la misma razón: no había llegado el Mesías, por lo que no podía existir un gobierno judío legítimo (Esenios Qumranitas en la antigüedad, Haredim antisionistas en la actualidad); el poderío del Reino Hasmoneo fue algo sin precedentes, porque nunca en los 8 siglos previos -por lo menos- se había tenido tanta fuerza militar, al igual que en el actual Israel; el prestigio del Judaísmo como religión llegó a un nivel insospechado, y mucha gente del Imperio Romano quiso convertirse o acercarse al Judaísmo, exactamente igual que hoy en día muchas comunidades cristianas pretenden de uno u otro modo identificarse como “israelitas”; en su momento de mayor fuerza, los Hasmoneos impusieron su control sobre los Idumeos y los Nabateos, generándose una serie de problemas sociales imprevistos, de un modo bastante parecido a las consecuencias que trajo el control de Israel sobre los territorios donde se habían establecido los campamentos de refugiados árabes que luego vinieron a llamarse “palestinos”; cuando Yehudá Hamakabi reconquistó Jerusalén, la parte más vieja -la Ciudadela de David- quedó fuera de su control, ya que allí permaneció durante varios años una guarnición siria que sólo se rindió hasta que la Independencia de Judea fue completa e irreversible; creo que no es necesario recordar lo que sucedió en la moderna Jerusalén: en 1949, la parte vieja (exactamente la misma que un poco más de dos mil años atrás) quedó bajo control Jordano, y sólo hasta 1967 fue que Israel recuperó su soberanía allí.

Estos son apenas algunos de los hechos históricos que se repitieron de un modo muy similar en sus detalles, pero idénticos en cuanto a lo que representan como dinámicas sociales y políticas.

Es curioso, pero las similitudes van más allá de las fronteras del antiguo Reino de Judea o el moderno Israel. Por ejemplo: las potencias que provocaron la ruina de la Siria Seléucida fueron Roma y Partia; las que provocaron la ruina de Alemania fueron Estados Unidos y la URSS. En ambos casos, las dos potencias entraron en una especie de guerra indirecta (“Guerra Fría”, en el caso moderno), que al final se saldó con una suerte de victoria de la potencia occidental (Roma o Estados Unidos), que pese a ello no significó la conquista del territorio enemigo (Rusia o Partia), aunque sí la captura de territorios (así como toda la zona de Mesopotamia -al occidente de Partia- pasó a control de Roma, muchos países de la antigua Cortina de Hierro -al occidente de Rusia- se integraron a la OTAN).

Otro ejemplo: Roma fue un extensión de la cultura Griega, aunque con diferencias muy sensibles. Políticamente, fue más poderosa y dominante. Culturalmente, más rudimentaria, enfocada más en el espectáculo que en el arte; por ello, los intelectuales griegos de la antigüedad tendían a ver a Roma como una decadencia de la verdadera cultura. La relación entre Estados Unidos y Europa fue, exactamente, la misma: lo que en Europa fue arte, en Estados Unidos vino a convertirse en espectáculo. Sin embargo, el poderío militar y político americano terminó por imponerse al europeo.

Una más: Roma fue, originalmente, la nación donde el concepto de democracia alcanzó su máximo desarrollo posible. Sin embargo, su problemática interna llevó las dinámicas demócratas a un desgaste total, y la única solución fue la reorganización política bajo el molde imperial, haciendo de Roma la nación colonialista más grande de la antigüedad. Sobra decir que eso es exactamente lo que ha venido sucediendo con los Estados Unidos. La llegada de la etapa imperial a Roma significó también la decadencia en todos los ámbitos: moral, sexual, económica, política, espiritual, familiar. Y lo mismo está sucediendo en los Estados Unidos. Por su parte, Grecia siguió siendo un referente cultural obligado, pero sólo recuperó un lugar prominente frente a Roma hasta que ésta se colapso como Imperio. Y todo parece indicar que Europa seguirá el mismo destino frente a Estados Unidos. Vale la pena señalar otro dato: la antigua Grecia fue la cuna de los más importantes filósofos de la antigüedad; exactamente igual que la moderna Europa. La filosofía, tal y como la entendemos, viene de ese continente.

Las dinámicas internas del Judaísmo también están reflejando este proceso cíclico. Ya mencionamos que la deslegitimación del antiguo Reino Hasmoneo se hizo bajo los mismos argumentos que la actual deslegitimación religiosa del Estado de Israel, y por un grupo bastante similar. En la antigüedad, aquellos Esenios Qumranitas fueron una de las tantas variantes que tomó el Jasidismo anterior a la Guerra Macabea. Del mismo modo, los Haredim antisionistas (estilo Neturei Karta) son una de las muchas formas en las que evolucionó el Jasidismo moderno.

El Jasidismo antiguo se consolidó hacia el siglo III AEC a la par de un movimiento antagónico: el Judaísmo Helenista. De hecho, surgieron como expresión extrema de la tensión interna que se vivía dentro del Judaísmo antiguo. Exactamente del mismo modo, el Jasidismo moderno surgió a la par del Judaísmo Reformista, reflejando exactamente la misma tensión que en la antigüedad: el arraigo a la tradición y al misticismo o la asimilación al entorno como respuestas a la situación crítica del Judaísmo en ese momento.

En otro frente, la religión judía evolucionó de modos muy complejos que generaron que, ya en la etapa independiente del antiguo Reino de Judea, una mezcla de elementos religiosos helénicos redefinidos en sus prácticas por algunas ideas judías dieran como resultado la aparición y auge de algo que no era precisamente Judaísmo, pero que se autoproclamó como “la forma correcta de cumplimiento del Judaísmo”: el Cristianismo. Del mismo modo, hoy estamos viendo la gestación en ambientes cristianos de grupos que, sin dejar de ser cristianos, se autoproclaman como el “Judaísmo completo”, basados en que son “los judíos que siguen al Mesías Yeshúa” (Mesiánicos, Nazarenos, Efraimitas). En la antigüedad, el Cristianismo terminó por seguir su camino de manera completamente independiente al Judaísmo. En la actualidad, todo parece indicar que Mesiánicos y Nazarenos seguirán exactamente la misma ruta, toda vez que han fracasado totalmente en su intento por lograr la conversión masiva de los judíos a “la fe en Yeshúa”, pero también en el de ser reconocidos como parte del Judaísmo.

Lo singular -y en eso otra vez la antigüedad es idéntica a la modernidad- es que los pocos judíos que han cedido a la predicación de estos grupos se han convertido en sus principales líderes.

En resumen: la Historia es un ciclo que se repite de manera inevitable, y el Judaísmo lo sabe. Acaso, somos el único pueblo que lo sabe, porque somos el único pueblo que ha estado presente en los dos extremos del ciclo, y jugando exactamente el mismo papel.

Pero mientras las demás naciones están repitiendo los ciclos íntegramente -con sus aciertos y sus errores-, es justo gracias a esa conciencia histórica que el Judaísmo ha desarrollado estrategias que le han permitido llegar a esta momento en condiciones distintas a las de la antigüedad.

Ejemplos: en el antiguo Reino de Judea, la sociedad estuvo profundamente dividida. La mayoría, pobre y bajo la dominación romana, se sentía afín al Fariseísmo. El Saduceísmo era una casta aristocrática poco identificada con el populacho, y no muy cómoda con la dominación romana, pero hábil en sus manejos políticos y, por lo tanto, siempre vinculados con el poder político y religioso. El control concreto de todo estaba en manos de los Helenistas afines a la familia Herodes (miembro de la aristocracia idumea convertida al Judaísmo). Toda la tensión interna entre estos sectores judíos generó que todo confluyese en un rechazo absoluto a la dominación romana, y el resultado fue una serie de levantamientos armados que concluyeron con la destrucción de Judea, Jerusalén y el Templo.

Hoy las cosas no son así. Por mucho que veamos la sociedad israelí como una sociedad plural y hasta dividida, la situación es muy distinta a la antigüedad. En primer lugar, no existen las diferencias religiosas de hace 20 siglos. Todas las tendencias judías que confluyen en el Israel actual son herederas del Judaísmo Rabínico. Por más amplias que sean las controversias entre los sectores más liberales o conservadores, salvo por los Karaítas y los Samaritanos (minorías irrelevantes en las diatribas religiosas del Judaísmo actual), todos nos hemos nutrido de la misma tradición espiritual. No hay posible punto de comparación con las diferencias que hubo, por ejemplo, entre Helenistas, Fariseos, Saduceos y Qumranitas. Simplemente, nótese este punto: cada grupo tenía una Biblia diferente. Sus discusiones no fueron por el modo de interpretar la Escritura, sino por la misma naturaleza de la Escritura misma.

Con todas nuestras diferencias sobre cómo entender y aplicar la Torá hoy en día, estamos muy lejos de ello.

Otra diferencia relevante: en la antigüedad, el poder político estuvo en manos del grupo pro-romano, y la guerra que estalló en el año 66 no fue sólo una guerra contra Roma, sino también una guerra de judíos anti-romanos contra judíos pro-romanos. Hoy en día, el poder político es heredero directo del Sionismo, y conserva la postura nacionalista. En estos momentos no habría la mínima posibilidad de que un gobierno -ya sea de Likud, Avodá, Kadimá o Israel Beiteinu- se pusiera de lado de los Estados Unidos y la Comunidad Europea y en contra de los intereses de Israel. Con todas nuestras diferencias políticas, el problema sigue siendo hasta dónde llevar la defensa de nuestros intereses y hasta dónde ceder. En el antiguo Reino de Judea no era a sí. El poder estaba en manos de una tendencia que creía que lo mejor era sacrificar la independencia local en pro de ser parte del Imperio dominante. Hoy en día, los partidarios de posturas similares a esa (porque los hay, sin duda) ejercen una influencia mínima e intrascendente en las grandes decisiones políticas de Israel. De hecho, los grupos judíos que consideran más importante su lealtad a Estados Unidos que a Israel -eco de los judíos que en la antigüedad consideraron más importante su lealtad a Roma que a Judea- están… en los Estados Unidos. No en Israel.

Otra diferencia interesante que resaltar es que en la antigüedad amplios grupos de Idumeos y Nabateos fueron obligados a asimilarse a la religión judía. Esto generó severos problemas a largo plazo. El más grave fue que en el año 40 Roma impuso como rey etnarca a Herdoes, de la realeza idumea pero educado como judío. Para los romanos Herodes era judío. Pero el Judaísmo nunca lo reconoció como tal, y el reinado de Herodes se saldó como uno de los más brutales y crueles en nuestra Historia. Hoy en día, pese a todos los conflictos con los palestinos, nunca se ha intentado imponer una asimilación forzada. Ni siquiera los árabes musulmanes o cristianos que viven en Israel han sido obligados a cambiar su religión por la fuerza.

Hay otro detalle distinto que sin duda es el epicentro de una gran controversia: el Templo. Sin intención de resolver un debate en el cual hay todo tipo de opiniones tanto tradicionalistas como liberales, me limito a señalar esto: cuando el antiguo Reino de Judea recuperó su independencia, existía un Templo en Jerusalén. Cuando Israel recuperó su independencia moderna, no (y no hubo intento alguno por reconstruirlo).

La diferencia, en este rubro, radica en que todas las dinámicas actuales -por mucho que sean reproducción de las antiguas- se están dando en un Israel sin Templo. Y esto es de lo más relevante: el colapso del Judaísmo antiguo vino porque el Templo fue destruido. Con ello, todo el sistema sacerdotal que había estado vigente durante más de mil años -salvo por el medio siglo de exilio en Babilonia- quedó desmantelado, y el Judaísmo tuvo que reconstruirse desde sus propias cenizas.

Parece mentira, pero la situación actual representa una enorme ventaja: no existe una instancia o estructura política, religiosa o cultural cuya destrucción pueda traducirse en el colapso del Judaísmo. La realidad es completamente distinta: el Judaísmo Rabínico se consolidó como respuesta a la catástrofe, y desarrolló sus criterios, modos y tradiciones al fragor del exilio más extenso y brutal que haya sufrido pueblo alguno en la Historia. Y se impuso. Cuando el Estado de Israel se refundó en 1948, pese a que se estaba saliendo de la peor experiencia judía de la Historia, el Judaísmo Rabínico no tuvo que hacer ningún ajuste en sus estructuras y siguió funcionando de manera que podríamos definir como “normal”.

Cierto: la refundación de Israel fue un impacto mayor, pero sólo se tradujo en la controversia sobre si la religión puede y debe (o no) apoyar al Sionismo. No significó una urgencia por reorganizar todas nuestras instituciones.

Desde este punto de vista eminentemente historicista (y redundo: nada que ver con un punto de vista religioso, así que absténganse de diseñar respuestas religiosas; estoy hablando de Historia), incluso la postura anti-sionista de ciertos círculos ultra-ortodoxos es lógica. Estamos hablando de que son herederos de una construcción religiosa resultado de 19 siglos de exilio. Y, en términos sociales y políticos, el exilio terminó (vuelvo a reiterar: no es un punto de vista religioso; me limito a considerar que si en este momento hay un Estado Judío independiente, al que cualquier judío del mundo -incluso uno antisionista- puede emigrar y en el que puede ser recibido en plena ciudadanía, es porque la condición social de “pueblo apátrida” que tuvimos durante 19 siglos terminó. Y eso significa, en una perspectiva concreta y social, que el exilio es parte del pasado; dejemos el debate religioso para otra ocasión).

Nuestros abuelos, bisabuelos y etcétera vivieron su Judaísmo en condiciones muy distintas a nosotros. La psicología no puede ser la misma por la simple existencia de Israel. Por ello, no es extraño que los sectores donde más arraigaron los componentes surgidos de la experiencia del exilio -el más representativo es el Jasidismo- sean los que más se resisten a redefinir sus conceptos abstractos, y de allí su conflicto con el Sionismo. Pese a que su realidad objetiva es otra -ya no están obligados a vivir en ghetos-, voluntariamente han hecho un gran esfuerzo por preservar su entorno exílico, con hábitos anacrónicos que van desde seguir usando el mismo tipo de indumentaria que se les impuso en la Europa del siglo XVIII, hasta el extremo -fascinante, sin duda, pero extremo al fin y al cabo- de construir algo muy parecido a un Ghetto en el corazón de Jerusalén.

Vayamos al otro extremo, el liberal: los judíos nacidos y educados en un Israel independiente y autosuficiente que además sabe y puede defenderse, están poniendo sobre la mesa de discusión los temas que, tarde o temprano, nos van a llevar a redefinir nuestro modo de entendernos a nosotros mismos.

No es grave. De hecho, no es la primera vez que lo hacemos. Hasta el año 587 AEC, fuimos un pueblo que creía que tenía un pacto con D-os que nos concedía la impunidad (es en serio; puedo citar varios pasajes bíblicos que lo demuestran). Las quejas del profeta Yirmiyahu fueron desoídas por esa generación. Repentinamente, la invasión babilónica, la destrucción del Templo y el exilio nos confrontaron con que la realidad no es tan simple, y que aún el D-os de Israel no es un garante de que uno puede hacer lo que quiera, sacrificar un cordero, y creer que todo sigue bien.

En la angustia del exilio y durante la difícil restauración (a partir de 539 AEC), cobramos una nueva conciencia de nosotros mismos, al grado de empezar a identificarnos de un modo sensiblemente distintos: ya no éramos simplemente “israelitas”. Ahora, además, éramos judíos, un pueblo consciente de las enseñanzas de los Profetas: el valor de la religión está en el interior del corazón, y es el rito el que cobra sentido por nuestra actitud interna. No al revés.

Entonces vino la controversia sobre qué forma había que darle a esa realidad interna. Más adelante, los Fariseos, Saduceos y Helenistas señalaron que la respuesta estaba en la ética personal y colectiva. Los Qumranitas no: apelaron a una extrema pureza basada un modo de vida riguroso y extremo, determinado en todo momento por la convicción del Fin de los Tiempos inminente, cuyo clímax sería la purificación definitiva por medio de la guerra. En otras palabras: fueron los que de manera más acusada desarrollaron la idea de que no bastaba con la extrema pureza de hábitos, sino también con la extrema pureza de ideas (naturalmente, ellos y sólo ellos eran los únicos autorizados para definir qué debía entenderse por “pureza de ideas”). Por ello, en su perspectiva sólo ellos eran el “verdadero Israel”.

Los Qumranitas se equivocaron, y pagaron sus convicciones con su vida misma. Después del primer levantamiento armado contra Roma, estos apocalípticos desaparecieron del Judaísmo.

En el otro lado, Fariseos, Saduceos y Helenistas tenían sus diferencias propias. Los Saduceos aceptaban la supremacía de la ética, pero anclados en una visión jerárquica de la sociedad, en donde la aristocracía sacerdotal tenía que estar obligadamente encima de los demás por “derecho divino”. Por su parte, los Helenistas asumían que la base de la ética era una educación moderna y culta, y por ello llegaron al punto de asumir que lo mejor era relegar la identidad tradicional en pro de la construcción de una nueva identidad, moderna y asimilada a las maravillas de la cultura Greco-Latina. Los Fariseos fueron los más pragmáticos, y era lógico. A fin de cuentas, la mayoría de sus maestros eran parte de ese Judaísmo pobre y oprimido por Roma, y por lo mismo conscientes de que las jerarquías no se deben basar en los privilegios personales o dinásticos, y que la cultura Greco-Latina no era precisamente color de rosa. Por ello, fueron el único grupo que le dio continuidad a la idea planteada por los profetas de cinco siglos atrás: la base de la ética judía es la Torá, aunque adecuada a las nuevas realidades.

Cuando los levantamientos armados contra Roma se saldaron con la catástrofe total, los Fariseos fueron los únicos capaces de darle continuidad al Judaísmo. Naturalmente, asimilaron a los sobrevivientes del Saduceísmo y del Helenismo, aunque integrándolos a sus modelos de organización y estudio.

De todos modos, algo cambió: durante siglos el judío más letrado se veía a sí mismo como parte de un pueblo poseedor de la Torá, pero en permanente discusión sobre lo que implicaba tener esa Torá. El otro judío, el sencillo y trabajador sin muchos estudios (la mayoría), simplemente se veía como… judío.

Repentinamente, todos pasaron a darse cuenta que ahora eran un pueblo sin patria, sin hogar, sin un lugar seguro. Poco a poco, siglo tras siglo, expulsión tras expulsión, masacre tras masacre, esta identidad se fue reforzando, y es lógico deducir que llegó a su punto mayor justo al terminar la II Guerra Mundial. Durante casi dos mil años, aún para nosotros el significado de la palabra “judío” estuvo irremediablemente vinculado a esa condición marginal, de exilio.

Y, repentinamente, una votación en la ONU en Noviembre de 1947, una proclamación de Independencia en 1948, una primera guerra contra los árabes en 1948 y 1949, y luego dos guerras decisivas en 1967 y 1973, lo transformaron todo. Apenas en 26 años, la identidad judía de pueblo en el exilio, esencial durante 19 siglos, quedó atrás: Israel había llegado para quedarse. El judío otra vez tenía país judío, gobernantes judíos, policías judíos, jueces judíos, alcaldes judíos, burócratas judíos, pueblos judíos, ciudades judías, provincias judías.

Inevitablemente, estamos en el proceso de reentendernos en todo nivel.

En las siguientes notas, voy a ampliar algunas ideas que me parecen importantes en el ámbito de la Historia, uno de los más complejos actualmente gracias a las aportaciones de la moderna arqueología israelí.

Serán artículos que representarán apenas una parte de todo un proyecto educativo, que en estos momentos está en fase de organización, pero que en breve se traducirá en charlas y seminarios con el objetivo de aportar un poco en este proceso necesario y fascinante de ampliar nuestra visión de nosotros mismos como judíos.

Así que comenzaré con un tema que suele irritar a muchas buenas conciencias: en las últimas décadas, el arqueólogo israelí Israel Finkelstein ha señalado que sus descubrimientos arqueológicos han demostrado que el Tanaj está lleno de inexactitudes y mentiras.

Y la pregunta es esta: ¿qué nos revela la arqueología y qué no?

La próxima semana.

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