Lo que no tiene nombre

ARNOLDO KRAUS

Enlace Judío México | Piedad Bonnett se recarga en un epígrafe de Peter Handke antes de arrancar: […] esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje. El lenguaje, tienen razón Bonnett y Handke, es insuficiente: No hay en los diccionarios palabra para definir el estatus de la madre o el padre que han perdido a un hijo; tampoco la hay para los progenitores que en su necesidad de recuperar a su hija desaparecida la buscan sin cesar.

Una madre, como Bonnett, que ha perdido a su hijo, en este caso por suicidio, no es una madre huérfana, es, más bien, una vivencia (casi) inenarrable, cuya experiencia exige acompañar las palabras con el dolor de lo irreparable: No hay cura para llenar el vacío insondable tras el suicidio de un vástago. En Lo que no tiene nombre (Alfaguara, México, 2013), Bonnett se empeña en tejer palabras y sentimientos para mitigar las heridas de su existencia y el dolor de pervivir sin la voz y la mirada del hijo amado. La orfandad de los progenitores es demoledora, perfora rincones inéditos, quiebra el orden de la vida, la lógica de la cronología, los dictados de la naturaleza. Nadie ha dicho cual es la palabra para definir a la madre cuyo hijo ha fallecido.

Lo que no tiene nombre, sí tiene nombre: “Dani, Dani querido. Me preguntaste, escribe Bonnett en el epílogo, si te ayudaría a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé mil veces: sí, te ayudaría si de ese modo evitaba tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues, he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”.

Lo que no tiene nombre, tiene nombre en el registro de la vida, en la presencia de la muerte, en el dolor por la maternidad arrebatada, en la obligatoriedad hacia los otros –esposo, hijos, yernos, nietos. Inmersa en lo inexplicable, Bonnett nombra vida al suicidio de Dani a través de la comunión entre su sufrimiento y las palabras como consuelo. Tras hurgar, Bonnett encuentra otros apelativos a la existencia del hijo muerto, vindicando la vida misma y acompañando a quienes han sufrido experiencias similares.

El periplo es arduo. Deslizar la pluma, arropada por el hijo vivo y el hijo muerto y significar lo que no puede tenerlo es el quid del libro. Aceptar la muerte en vez de una vida derruida requiere agallas, valor, comprensión. Requiere lo incomprensible: aferrarse a los días, respetar al hijo víctima de trastornos psiquiátricos desde la juventud temprana quien en su afán liberador se lanza al vacío mientras estudiaba en Nueva York. Requiere comprender al hijo a pesar de los daños heredados tras el suicidio.

Lo inefable, el suicidio del hijo amado y protegido, se matiza, no desaparece, en la devoción y comprensión de la madre que convive durante años con la posibilidad, en ocasiones sotto voce, otras veces presa de amargura cuando el hijo no ingiere sus medicamentos o es víctima de un episodio de locura mientras los padres y el hijo paseaban en Brasil. El encono de la autora ante la cerrazón y ausencia de empatía de los médicos que atendían a Daniel no debe soslayarse.

Bonnett dignifica la muerte de su hijo y atempera un poco sus heridas al hacer de la muerte y de la vida literatura. Logra nombrar lo innombrable nombrándolo: “…tal vez para aliviarme, hay días en que hago venir la imagen de mi hijo hasta donde yo estoy, para abrazarlo, darle un beso en la frente, acariciar su cabeza como hice cuantas veces pude, y decirle a su oído que su opción fue legítima que es mejor la muerte que una vida indigna atravesada por el terror de saber que el yo, que es todo lo que somos, está habitado por otro”.

El suicidio es uno de los grandes temas de la vida; el de los hijos escuece, “mata”. Encontrar ideas para explicarlo es tarea (casi) imposible. El testimonio de Bonnett aligera “un poco” el dolor innombrable. Tras leerlo, pregunto, ¿por qué no contamos con la palabra para mentar al progenitor que pierde a su hijo?

*Médico

Fuente:eluniversalmas.com.mx

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