Enlace Judío México | Vaya por delante mi reconocimiento y profundo respeto al dolor de miles de personas que perdieron seres queridos en esos tres lugares. Nada tiene que ver mi experiencia, totalmente superficial en comparación, con el sufrimiento de quienes ahora rememoran el intenso dolor de aquellos días. Pero me tocó verlo de cerca y contarlo como periodista, y sufrirlo calladamente, con los dientes apretados, como amigo de una de las víctimas del 11-M. Aquel día ya había pasado lo mío y todavía me esperaban nuevas sorpresas.
Todo empezó dos años y medio antes. A las tres de la tarde del 11 de septiembre de 2001 veía incrédulo en la televisión cómo Ricardo Ortega intentaba desentrañar desde Nueva York, junto a Matías Prats, el origen de una infamia emitida en riguroso directo. Las Torres Gemelas, símbolo del poderío de Occidente, ardían y se desmoronaban por la acción de unos presuntos enemigos de nuestra civilización que demostraron entonces hasta donde podía llegar su odio. Indolentes e inocentes, la barbarie nos pilló por sorpresa y nos llenó el cuerpo de miedo.
Tres horas después empezó mi experiencia personal. Debía tomar en Barajas un vuelo hacia Israel, donde presumiblemente caería el siguiente zarpazo de la guerra total que se avecinaba, aquel terrible choque de civilizaciones largamente anunciado. Mientras hacía el equipaje más rápido e imprevisible de mi vida profesional, mi mujer lloraba maldiciendo el trabajo que había elegido. Por suerte o por desgracia, el espacio aéreo israelí se cerró por seguridad y mi viaje concluyó en Zurich, atrapado junto a miles de viajeros de todo el mundo.
Algunas semanas después, por azares de ese mismo destino, llegué a Nueva York como corresponsal interino mientras Ricardo, nuestro mejor corresponsal de guerra, cubría la de Afganistán. Todavía salía humo de los restos de las torres y un intenso olor a goma quemada inundaba una amplia zona del bajo Manhattan. Los neoyorquinos expresaban sus miedos y en cualquier esquina florecían conversaciones sobre cuál debía ser la respuesta del gobierno. Era una sociedad maltrecha, alterada, estremecida, insegura… idéntica a la que después me tocaría volver a conocer en Madrid y en Londres.
Para mayor desventura personal, la Nochebuena de ese año la pase con Julio Anguita Parrado, que en abril de 2003 murió a las afueras de Bagdad mientras cubría la guerra de Irak empotrado en una unidad militar norteamericana.
Dos entierros en la misma semana
Las imágenes vuelven más vivas que nunca. El 11 de marzo de 2004, el peor jueves posible, recorrí la tragedia desde uno de sus escenarios, la estación del Pozo. Entre conexión y conexión para los informativos, en una visita al lugar donde los servicios sanitarios hacían su trabajo, alguien hizo la pregunta más temida:
– ¿Cuántos muertos?
– Ya van más de sesenta. Solo aquí.
No hubo más preguntas. Solo dolor. Fue muy duro trabajar aquel día. Otra vez el miedo, la incertidumbre, la incomprensión…. Nueva York, Madrid…
A última hora del día, una llamada telefónica de mi mujer anunciaba la desaparición de nuestra amiga Mari Carmen. Camino del trabajo, pasaba a diario por Atocha. El mal presagio se hizo realidad y al día siguiente asistí al segundo entierro de un amigo joven en la misma semana. El primero fue el de Ricardo Ortega, asesinado en Haití el domingo anterior. Los dos andaban en la treintena. Ella, embarazada. Para alguien que solo había asistido a despedidas de familiares mayores fue algo terrible. Una losa tan pesada había caído sobre nuestras vidas que apenas nos permitía respirar.
El tiempo restaña las heridas, pero aquella sensación de tristeza y vulnerabilidad tardó mucho en desaparecer. Una imagen, una frase, un acto anodino recuerda al desaparecido. Nadie debería irse así, piensas continuamente mientras se despierta otra vez la rabia.
Aquella guerra no declarada que me perseguía volvió a estallar por tercera vez un año después. El 6 de julio de 2005 asistí en Londres a la adjudicación de las Olimpiadas de 2012. Madrid, ciudad mártir, tenía muchas posibilidades. Pero se las llevó la capital británica sin sospechar que al día siguiente también entraría en el ranking del suplicio inmerecido.
Mientras iba hacia el aeropuerto otra llamada telefónica me advirtió de que algo había ocurrido en el metro londinense. Quizá para entonces ya había superado el pesimismo desatado en 2001 porque lo primero que pensé fue en uno de tantos incendios de sus anticuadas instalaciones. La realidad superó de nuevo a mi ingenuidad. Aquel día, 7 de julio, cuatro bombas acabaron con la vida de otros 52 inocentes muy cerca de donde yo estaba.
Los tres episodios de una misma guerra que me tocó vivir de cerca no se han vuelto a repetir en Occidente. Por fortuna, pero también porque las medidas de seguridad se extremaron de manera rigurosísima. Diez años después del 11-M, casi trece del 11-S y otros ocho del 7-J Occidente el enemigo yihadista ha sido identificado y perseguido, pero la única forma de aniquilarlo totalmente es que a esa misma lucha se unan todos los musulmanes de buena voluntad. La inmigración islámica no debe ser una amenaza para las democracias occidentales, como dijo Giovani Sartori. Somos culturas diferentes y no estamos obligados a entendernos, pero si a respetarnos y a convivir. O por lo menos a intentarlo, con el objetivo de poder recuperar algún día aquella inocencia que nos permitía vivir sin miedo.
Fuente:teinteresa.es
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