ARNOLDO KRAUS
Enlace Judío México | Poco se piensa en la dignidad de la muerte. La dignidad atañe al cadáver y a las personas cercanas de quien falleció. La sociedad moderna limita los instintos humanos. El ser humano contemporáneo se acerca poco a sus congéneres. La parafernalia actual, dotada de ruidos y luces, ocupa porciones largas del día y le exige a la persona esfuerzos cotidianos para no alejarse de la modernidad.
La celeridad para enterrar a los muertos es un ejemplo de la prisa de los tiempos actuales. Esa velocidad milita contra la dignidad del finado e impide iniciar el duelo como se debe: al lado del cadáver, rodeado de seres queridos, con el tiempo necesario para facilitar la despedida. Cuando muere un ser querido y se tiene la suerte de estar a su lado mientras se apaga, sobre todo si durante el proceso final el enfermo estuvo consciente y sin dolores extremos, el duelo arranca al lado del muerto.
El cuerpo caliente, después frío, las manos rojas, después blancas, las órbitas pobladas, después hundidas, los últimos estertores, luego el silencio, la cabeza erguida, después, en un segundo interminable, gacha, con suerte algunas palabras -“Sí hijito”, “Adiós”-, es, aunque desgarrador, escenario óptimo para aceptar el final. Antaño, antes de que la medicina “esterilizase” la muerte, la mayoría fallecía en casa, con la familia.
Al lado de la cama del enfermo el duelo empieza y continúa junto al cuerpo inerte. Ese dolor sirve. Gracias a él se inicia la despedida. Acompañar al cadáver significa proporcionarle calidad a su final. Cada vez es menos frecuente decirle adiós al enfermo, en casa, sin autoridades médicas o eclesiásticas que pugnan por dosificar tiempo y afecto.
La muerte es el culmen de la dignidad. Tras la muerte sobreviven diversos espacios. No me refiero a legados culturales, económicos o políticos. Hablo de palabras, cariño, recuerdos. Otorgarle al cadáver lugar y tiempo implica respetar su vida y honrar su muerte.
El cadáver puede propiciar desencuentros; es fuente de miedo y paradigma de las incapacidades del ser humano, entre ellas, acercarse, tocar, compartir. El cuerpo sin vida le recuerda a la persona su vulnerabilidad y lo confronta con sus incapacidades para cavilar sobre el duelo y la dignidad de la muerte. Esas incapacidades retratan la ausencia de reflexión sobre el proceso final. Los desencuentros entre el muerto y la persona, y entre las mismas personas ejemplifican esas distancias. El cadáver es fuente de ambivalencias: Se honra, cuida y respeta, o se dispone de él, con celeridad, para que no incomode.
En Los hermanos Karamazov, Dostoievsky expone esa ambivalencia. En la novela, el cuerpo inerte del stárets Zosima, emana un olor insoportable. Los monjes, reunidos frente al santo, se dividen: Un grupo, mayoritario, siente repulsión y se aleja; el cuerpo putrefacto los repele; la santidad de su vida queda en entredicho. El segundo grupo no se aleja y no emite juicios: no se trata de cuestiones éticas, se trata de asuntos humanos. Los stárets eran, en la antigua Rusia, guías espirituales en monasterios ortodoxos. Debido a su ascetismo y vida ejemplar eran venerados por clérigos y laicos. El hedor de Zosima dividió a los monjes: unos no dignificaron su muerte. Otros lo acompañaron.
Zosima habita entre nosotros. “Los hermanos Karamazov” se publicó en 1880. La dicotomía planteada por Dostoievsky es vigente. La sociedad moderna y las tendencias médicas no refuerzan la convivencia con el cadáver. Los significados del cuerpo sin vida, y el brutal peso de la modernidad impiden, a la mayoría de las personas, al igual que a los monjes con su stárets, honrar la muerte. Pocos inician el duelo enalteciendo el suspiro postrero de su muerto.
Fuente:elsiglodedurango.com.mx
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