¿Have you built your ship of death, O have you?
D. H. Lawrence
ASLAN COHEN PARA ENLACE JUDÍO MEXICO
Szymon Srebrnik fue deportado a Chelmno, el minúsculo pueblo polaco al norte del río Ner, en marzo de 1944. Tenía entonces trece años. Fue llevado ahí desde el noreste de la ciudad de Lodz, el área que a comienzos de 1940 fue destinada para ser ocupada exclusivamente por judíos. En el gueto de Lodz, Srebrnik tuvo su primera visión del infierno. No sólo presenció el asesinato de su padre con sus propios ojos, sino que a cada paso veía cientos cadáveres arrumbados por las calles. El hambre proliferaba: “los hijos tomaban el pan de los padres, y los padres el de los hijos”, recuerda Srebrnik.
De haber sido transportado a Chelmno algunos meses después, Srebrnik habría sido concentrado dentro de la iglesia del pueblo, hacinado con decenas de personas en el contenedor sellado de una camioneta, y asfixiado finalmente por el monóxido de carbono que a través de una manguera se hacía pasar del escape al contenedor de la carga. Posteriormente, al cesar los gritos de agonía, la camioneta habría avanzado por un angosto camino de asfalto hasta perderse en el bosque. En un claro, prisioneros judíos estarían esperado junto a dos hornos crematorios, primitivamente construidos: una base de concreto; una parrilla de acero tomado de las vías del tren; leña. Luego de descargar los cuerpos, los prisioneros cargarían los cuerpos hasta una de las hogueras y rociarían gasolina sobre ellos. Las llamas, según el propio Srebrnik, tocarían el cielo.
Pero las deportaciones que los gendarmes alemanes realizaron en marzo del ‘44 tenían otro propósito: se trataba de juntar una cuadrilla de prisioneros judíos (Sonderkommando) que se encargara del trabajo que las SS no estaban dispuestas a realizar. Según el testimonio de Srebrnik, una vez llegados a Chelmno, él y los otros cincuenta deportados de Lodz, fueron divididos en dos grupos. Cada grupo estaba destinado a atender una parte del campo: los cuarteles militares establecidos en el pueblo (Hauskommando), y el bosque (Waldkommando). Los primeros servían como esclavos y bufones de los oficiales nazis; los segundos comenzaron a construir los dos hornos crematorios. Luego se dedicarían a operarlos.
Aunque a Srebrnik le fue asignado inicialmente el Hauskommando, su testimonio revela que también trabajó en los hornos crematorios (quizás porque los alemanes mataban decenas de trabajadores al día, a veces más frecuentemente de lo que otros judíos eran traídos de Lodz para reemplazarlos): “Cuando construimos los hornos, me pregunté para qué serían. […] Cuando se terminaron y se puso la leña, y la gasolina se vertió y se encendió, y cuando llegó la primera camioneta de gas, entonces supimos para qué habían sido construidos…” En una ocasión, cuando el pequeño Szymon fue enviado al bosque, se dio cuenta de que las víctimas que llegaron en la camioneta de gas aún estaban vivas: “Los hornos estaban llenos, y la gente yacía en el suelo. Todos estaban moviéndose, estaban regresando a la vida, y cuando fueron lanzados a los hornos, estaban conscientes, vivos. Podían sentir el fuego quemándolos.”
Cuando se quedaba en el pueblo, Srebrnik era objeto de los grotescos juegos que los obligaban a jugar los oficiales nazis. Como divertimento, los SS solían organizar carreras y concursos de salto para los prisioneros; por lo general, los perdedores eran asesinados. Otra de las múltiples extravagancias de los asesinos era la crianza de conejos, que luego les servían de alimento. Varias veces a la semana, cuando los animales necesitaban forraje, enviaban al pequeño Szymon por alfalfa. Con los grilletes atados a sus pies, escoltado por un guardia, subía a un bote de fondo plano que remaba por el río Ner hasta los límites del pueblo, donde florecían los campos de alfalfa. En el camino, cantaba melodías populares polacas, y a cambio el guardia le enseñaba canciones militares en alemán.
Además de su agilidad física para sobreponerse a los trabajos forzados por las SS, sin duda fue también el encanto de su voz lo que le permitió sobrevivir a sus otros compañeros, que normalmente eran asesinados en lapsos de pocas semanas. Los habitantes del pueblo lo escuchaban a su paso: “tenía trece años y medio, y una voz muy bella”, recuerda uno de ellos. En cierta ocasión, una mujer polaca se compadeció por él y pidió a un alemán que lo dejara libre.
—Déjalo ir. —¿A dónde? —Con su padre y su madre— dijo ella. Entonces, dirigiendo su mirada al cielo, el soldado respondió: —Pronto irá con ellos. Dos días antes de que el Ejército Rojo llegara a Chelmno, los alemanes dispararon a todos los miembros del Sonderkommando, incluyendo a Srebrnik: “todos los SS estaban disparando adentro del granero. Yo me arrastré hacia el coche que iluminaba el lugar y rompí los dos faros. Con la ayuda de la oscuridad, logré escapar. La herida no era mortal. La bala atravesó el cuello y la boca y agujeró la nariz y luego salió.” Sólo sobrevivieron él y otro chico judío, llamado Max Zurawski.
Treinta y cuatro años después, Claude Lanzmann, el director del prolijo y magistral documental Shoah, se encontró con Srebrnik en Tel Aviv y lo persuadió de volver con él a Chelmno.
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Es un día nublado. La hierba brilla callada en las orillas del Ner. Szymon Srebrnik, de cuarenta y siete años y pelo encanecido, está sentado al frente del largo y liviano esquife de madera. De espaldas al agua, mira hacia la punta opuesta del bote, donde un remero impávido entierra su madero en el agua. Srebrnik canta una nostálgica canción polaca, sobre una casa pequeña y blanca cuyas ventanas brillan a la luz del sol como ojos llenos de lágrimas.
El mito cuenta que Orfeo cantaba tan hermosamente que su voz enamoró a Eurídice. Poco después de las bodas, Eurídice paseaba por los prados cuando una serpiente le mordió el tobillo y cayó muerta. Desesperado, Orfeo bajó al inframundo a perseguir a su amada. Ahí, tomó su lira y e imploró con la poesía a los gobernantes del Hades: “Vuelvan a tejer, les ruego, el destino de mi Eurídice, tan súbitamente destejido […] Tarde o temprano, todos iremos a la misma morada. Aquí un mismo camino nos traerá a todos. Aquí al final es nuestro hogar. Ella también, cuando sus años maduren, vendrá a este imperio. Sólo les pido que me dejen gozar de su amor.”
Se dice que los acordes de las cuerdas eran tan tristes que todos los dioses quedaron absortos. Caronte, el barquero encargado de trasegar las almas de los muertos a través del Aqueronte —“río del dolor, negro y profundo”, escribió John Milton—, le dejó subir en su barca e ir en busca de la sombra de Eurídice. Cuando la encontró, los dioses dejaron que se la llevara con una condición: no podía voltear a ver a Eurídice, que caminaba a sus espaldas, hasta que salieran de la cueva del inframundo. Por fin, el sol empapó el cuerpo de Eurídice, pero en el preciso momento que Orfeo volteó a verla, todavía el talón herido de su amada se arrastraba en la sombra; y cuando quiso tomarla en sus brazos se le deshizo en aire.
Aunque el Ner no es un río mítico ni subterráneo, la memoria de Srebrnik lo recorre como a un infierno palpable. El Ner es todos los ríos del infierno griego en uno solo: no sólo el del dolor —el Aqueronte—, sino el Piriflegetonte, del fuego; el Estigia, del odio; el Cocito, de las lamentaciones; el Leteo, del olvido: Srebrink narra que a veces, los huesos de los cuerpos arrojados al crematorio resistían al fuego. Entonces, debían ponerlos en un cofre de metal para que otros prisioneros los molieran y los empacaran en sacos. “Cuando se acumulaban los sacos suficientes, íbamos a un puente sobre el río Nar, y tirábamos el polvo. La corriente se lo llevaba. Fluía río abajo”.
Igual que Orfeo, Srebrnik ha atravesado el río de la muerte gracias a su música, esa música que ocultaba una tristeza infinita —“él cantaba pero su corazón lloraba”, recuerda otra mujer del pueblo. Sin embargo, Srebrnik no ha tenido que morir para volver al infierno: décadas después, el lugar sigue ahí, superficial y alcanzable, con sus coníferas indecisas y sus pastizales suspirantes. “Hubo siempre tanta calma aquí. Siempre. Cuando quemaban dos mil personas —judíos— cada día, había la misma calma.”
Ovidio cuenta que Orfeo, devastado tras haber perdido por segunda vez a Eurídice, se adentra solo en el bosque y se sienta a tocar su lira en un claro. Esta vez los dioses ya no lo escuchan, pero los árboles se conmueven tanto que se acercan a él, haciéndole sombra. Luego, cada árbol comienza a contar su historia. El ciprés, por ejemplo, “un árbol ahora, pero antes un niño”, estaba enloquecido por un hermoso ciervo con el que jugaba a la orilla del mar. Cierto día, el pequeño estaba jugando con su jabalina y sin darse cuenta se la clavó al ciervo en el corazón. Su dolor fue tal, que pidió llorar al ciervo para siempre. Apolo entonces lo convirtió en ciprés, cuya madera se utilizaba en los ritos funerarios.
Ésa es quizás nuestra única esperanza: que un día se rompa el escandaloso silencio de la Tierra, que esos testigos vegetales levanten la memoria de los muertos más allá de la vaporosa cifra de los millones, de los miles, de los cientos. ¿Pero qué poeta podría cantar un dolor tan inmenso? Orfeo sufre inconmensurablemente por la pérdida de una persona, pero cuando el número de víctimas es inconmensurable, nuestras raquíticas glándulas del dolor se apagan. Si tan sólo la capacidad humana de infringir dolor fuera proporcional a la de padecerlo… apenas avanza, nuestro dolor cruza hacia el vasto, homogéneo reino de la anestesia.
Quizás, como a Srebrnik, sólo nos quede cantar viejas canciones, enmascarar la ausencia con el recuerdo de una antigua melodía. Quizás ya no despierte el corazón que duerme inquieto bajo los árboles que presenciaron las masacres. Y aunque el testimonio de Srebrnik sugiera que nunca vendrá nuestro Orfeo, también revela que estamos condenados a esperarlo.
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