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jueves 21 de noviembre de 2024

El Colegio de Arquitectos rinde homenaje a Jacobo Zabludovsky por su contribución a la Ciudad de México

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Enlace Judío México | Palabras de Jacobo Zabludovsky en el homenaje que el Colegio de Arquitectos le rindió por su contribución a la ciudad de México.

Gracias es la palabra. Con ella expreso mi emoción por el doble honor que me confieren: primero, el de considerarme digno de recibir el reconocimiento de los máximos representante del gobierno, la arquitectura y el urbanismo de la ciudad donde nací, y, segundo, por reconocer los méritos de mi hermano Abraham y hacerme depositario de los premios con los que reconocen su obra construida como sus casas y edificios con el juego magistral de la luz y los materiales, el bienestar emanado de los espacios destinados a la habitación, el trabajo y la alegría de vivir, cuando la creación humana se integra a la naturaleza y se crea u producto enriquecido por el talento y la inspiración. El homenaje a mi hermano me conmueve y justifica, más que el propio, razón de mi presencia en esta ceremonia. Gracias.

Mi padre llegó de Polonia solo, sin el idioma local, sin la religión mayoritaria y sin dinero, excepto los 9 dólares restantes de los diez conque salió de su pueblo porque uno lo convirtió en naranjas durante alguna escala del barco que atracó en Tampico a mediados de 1926. Un año después llegó mi madre con mis dos hermanos, Elena de siete, y Abraham, de 3. En 1928 completé la familia.

Una de las frases más bellas de la literatura universal se refiere a una calle, a una casa, a una pared. El viejo caballero andante, víctima de humillaciones, palizas y desaires, derrotado y presagioso de su fin, con ansia de alcanzar su aldea ya cercana, cansado de cuerpo y espíritu, levanta el ánimo de su escudero diciéndole: “Aun hay sol en las bardas”.

Las ciudades son bardas, muros, calles, casas. Aprovecho que el sol aún aluza mi memoria, para recordar la calle en que nací, aunque cuando nací no había calle, y solo algunas vacas extraviadas escucharon los gritos de la vecindad de doctor Barragán esa madrugada del 24 de mayo. Establos, bodegas, industrias, arenales y basura adornaban el cambio de maizales a colonia, la de los Doctores, donde los gritos a cualquier hora no alteraban los nervios de nadie. Mi padre, agente viajero de libros que leía en los trenes y vendía en los pueblitos de la Europa oriental, se instaló ahí porque compró los retazos de una vecina fábrica de colchones para ofrecerlos por kilo en el cercano mercado Hidalgo.

El negocio prosperó y en busca de mejor clientela don David buscó un lugar junto al mercado de la Merced y nuestra tercera vivienda, porque en doctor Barragán tuvimos dos, fue en la calle de Mesones, frente a la acreditada pulquería La Risa, aún abierta para deleite de los tataranietos de aquellos clientes. Alrededor de un gran patio rectangular con escalera central de fierro, se alineaban en dos pisos las viviendas. En medio estaban los lavaderos de cemento, los palos y mecates para colgar la ropa mojada, un excusado. Sobraba espacio para fiestas o velorios y circulación de pregoneros de ropa usada, azucarillos, nieves y leche de cabra ordeñada ahí por su pastora.

La calle suplía las carencias de lugar. Jugaban los niños, regateaban los marchantes, discutían las comadres, se acostaban los borrachos, trabajaban los artesanos. La de Mesones era de bodegas especializadas en chiles secos, garbanzos, habas, frijoles, harina y azúcar. Sus dueños que vivían arriba o en la trastienda, en su mayoría españoles expertos en toros, futbol y jai alai, nos contagiaron sus aficiones y el gusto a la zarzuela, al cuplé, al cante y al teatro. En esa calle aprendí a caminar en la media cuadra a la guardería donde me colocaban cada mañana. Esta casa y las dos anteriores no existen ya.

Fui descubriendo con mis ojos y los de mi hermano el misterio de la ciudad, jardín y campo de batalla, trinchera de los grandes desafíos. La siguiente casa fue de San Jerónimo 134, separada de la Escuela Primaria República del Perú, en San Jerónimo 112 bis, por la del Sindicato de Trabajadores de Limpia. En esa escuela entré hace 80 años y fui feliz los siete años de educación elemental. Casa y escuela siguen donde siempre con el cambio del anterior Perú por la España que la da su nombre actual. En el jardín de San Pablo aprendí a andar en bicicleta gracias al taller donde las alquilaban por cuartos de hora. Misterio del Rostro Pálido en el cine Rialto, pero me consoló el Mayo de Oz en el Mundial, el mejor entre el Cairo, Colonial, América, Goya y otros cercanos.

Faltaba el agua potable todo el año y sobraba en temporada la de los charcos, algunos tan caudalosos que se convertían en canales para cruzarlos en zancos. Los trabajadores de la limpieza callejera eran ayudados cada tarde por parvadas de zopilotes hambrientos capaces de echarse al pico, en unos cuantos minutos, los montones de basura. El día que encendieron el alumbrado público, un foco frente a la cantina Cuatro Vientos, todos salimos a celebrar. La cantina, tan calumniada, merece una explicación.

En las viviendas había una mesa, la mesa. Servía al amanecer para el desayuno de chicos y grandes, después para picar cebolla y preparar el caldo, el arroz, el pollo, los frijoles y se servía la comida rápida porque le tocaba el sitio a la plancha, a las tareas escolares, a la merienda o cena y preparar las mochilas para mañana. La rutina diaria invariable tenía de fondo la XEW, con el tío Polito, Cri Cri, Anita de Montemar o Ave sin nido y la Hora Azul de Agustín Lara. Radio a todas horas. Para el hombre cansado del trabajo no había lugar donde pudiera leer su periódico, conversas o pasar un rato tranquilo. De ahí el servicio social que prestaban las cantinas: era especie de club, no refugio de vagos, como las múltiples bibliotecas servían de salas de leer y estudiar más que de prestar libros.

De la mano de mi papá y hermano vi crecer la ciudad, cuando con grandes fiestas se abrieron las colonias álamos, Narvarte, Polanco, Lindavista y Chapultepec Heights. Fuimos testigos del ensanchamiento de Pino Suárez, causa de la desaparición del cine Rialto, que despejó la fachada de la Iglesia de San Miguel, mutilada también por su parte posterior, arrasada al abrirse la Avenida 20 de Noviembre. Misma mala suerte corrió el Hospital de Jesús que, disminuido físicamente, sigue siendo lugar histórico por tres motivos: uno, es el hospital en funciones más antiguo de América, desde su fundación por Hernán Cortés, quien, y este es el segundo motivo, está enterrado ahí aunque muy poca gente lo sabe, y tercero, porque en su iglesia se conserva un mural de José Clemente Orozco, a quien vi pintarlo.

Pasamos a vivir en la Calle Cruces, en el corazón del barrio de la Merced, rodeados de miembros de la comunidad libanesa dedicados al comercio, prolongamos nuestra convivencia con españoles expertos en abarrotes y ultramarinos y vimos llegar a los primeros exiliados de la guerra civil. Nos hicimos amigos y clientes recíprocos de puesteros de frutas, verduras, carnes y peces instalados en el viejo Mercado, también el más antiguo del Continente. Cucarachas y ratas, en medio de lodazales y casas a punto de caer, agobiaban a vecinos y visitantes. Agradezco al señor licenciado Miguel Ángel Mancera el honor de ser Presidente Honorario del rescate del barrio de la Merced, empresa que con el impulso del jefe de Gobierno avanza de acuerdo con un proyecto realizado por especialistas.

Viví en Correo Mayor 117, misma manzana de mi primaria y de la Secundaria 1, en Regina 111, abiertas a los estudiantes de hoy. En la recámara donde dormíamos los tres hermanos, muchos años antes una hermosa mujer, María Teresa de Landa, la primera miss México se enteró de que el general Vidal, con quien vivía su luna de miel había olvidado informarla de su vigente y anterior matrimonio. La pistola estaba en el uniforme sobre la silla. Dormido murió el bígamo esa mañana de 1928. Todo eso lo supe cuando una madura maestra de civismo en mi secundaria, lloro al encontrar en el pizarrón, escrito con gis por algún compañero cruel, un saludo a la viuda negra.

Estrenamos un edificio de departamentos en la esquina de mesones y 20 de noviembre, pioneros de esa calle. Nos quedaba cerca el cajón de retazos de mi padre. Conservo una de los cartoncitos que de vez en cuando mi papá me hacía repartir entre los tenderetes y comerciantes. Lo voy a leer: “Casa David”. David Zabludovsky.

Nuevo expendio de retacería por kilo. Av. Rep. Del Salvador no. 154. México, D.F.” por un lado; por el otro: “Para la venta, tenemos surtido en existencia de trapo nuevo y retacería de toda clase de telas, como manta, calicot, cretona, percal, franela, mezclilla cantón, kaky, casimires y palos, etc. Etc. Géneros de punto de lana, seda y algodón. Medias y calcetines defectuosos. Compro pedacería de casimir y toda clase de telas. No olvide mi dirección”. Se repite la dirección y el nombre del dueño.

Si las calles de una ciudad son su historia, si caminarlas es viajar al pasado y conocer de donde venimos, ninguna como la nuestra donde cada casa es un capítulo de los hechos, la leyenda, las fiestas o los duelos. Por las calles de la ciudad dejé grabada mi biografía no escrita, solo sentida, sufrida o disfrutada entre la cantera, el tezontle, la chiluca y el recinto, piedras de donde toman su color la Rinconada de Jesús, la Candelaria de los Patos, la Alhóndiga, donde un paso separa el Niño Perdido de la Buena Muerte y el Indio Triste. En cada aldaba se esconde un menguado que al pasar habrá llamado sin mirar siquiera donde.

En Donceles Carlos Fuentes nos dejó el claroscuro de Aura y en Peralvillo viven inmortales Los Hijos de Sánchez. Las Vizcaínas con el enorme Politeama y el mínimo y procaz Apolo. Libros usados en Paraguay, crecida la Lagunilla cada domingo. Las dos prostitutas que Cartier Breson se llevó para siempre sin moverlas de su ventanucho en Cuatemotzin. El Callejón del Cuervo donde nació Agustín. Dr. Mora y Bucareli donde me hice adicto al olor de la rotativa. Carmen, el cine Goya, nido de la porra universitaria, frente al Taquito donde tocaba las maracas un manco.

Bibliotecas, librerías, estanquillos como El Árbol de Oro, llenos de tesoros, desde títeres con cabezas de garbanzos hasta galletas de animalitos. Escaparates donde seres anónimos exhibimos nuestros secretos, descubrimos los ajenos y libramos las escaramuzas de todos los días que no dejan huella trascendente pero trazan el horizonte colectivo, el gran paisaje de la sociedad.

Agrego otra calle de la una sola cuadra, corta pero decisiva como nuna otra en mi vida, donde la suerte llegó generosa: el alumno de la Facultad de Derecho y la estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria se encontraron un día en la banqueta de San Ildelfonso sin sospechar que la caminarían del brazo el resto de sus vidas. Ahora son padres de tres hijos, abuelos de diez nietos y bisabuelos de un bisnieto. Cumplen 61 años de conocerse, un año de café de chinos en Justo Sierra y Argentina y 60 desde que amanecieron por primera vez juntos en el cuarto piso de un edificio de otra calle, la de Civilización, en Tacubaya. Agradezco aquel encuentro todos los días.

Los urbanistas y los arquitectos crean el escenario en que se desarrolla la comedia humana. La nuestra nació en 1325 cuando una tribu peregrina se instaló junto a el águila devoradora de serpientes, unió los islotes con calzadas y fundó en el lago una ciudad tan hermosa que apenas dos siglos después asombró a conquistadores que, llegados de las más poderosas metrópolis de otro mundo, destruyeron lo hallado y dejaron en manos de un geométrico el trazo de la nueva ciudad, básicamente la que hoy llamamos Centro Histórico.

Destruida por inundaciones, revueltas, incendios y terremotos, florece todos los días, suma de testimonios del talento, la obstinación, el amor y la entrega de quienes a lo largo de los siglos aportaron y aportan su sabiduría y su genio para hacer de la ciudad México un tesoro de la humanidad, motivo de orgullo de cada mexicano.

A ustedes arquitectos, urbanistas y funcionarios públicos, otra razón de un vecino que recibió el mejor premio de su vida el día que nació en esta tierra, para dar las gracias desde el fondo de su corazón.

Fuente:eluniversal.com.mx

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