ARNOLDO KRAUS
Enlace Judío México | Algunos difuntos regresan, otros siempre están, a veces poco, a veces mucho; unos nunca se van: Se les ama, se les odia, se les busca, se les necesita, se les rehuye. Y todo a la vez: su memoria-presencia-ausencia circula por doquier.
Arriesgo una idea: cuando los viejos o enfermos evocan a los difuntos adquieren una dosis de vida, y son, válgase la extraña expresión, menos muertos que el resto de los muertos. Regresan, acompañan a los vivos, y les ayudan a morir. ¿Cuántos “enfermos muy enfermos”, conscientes de su final, platican con sus difuntos?, ¿cuántos viejos, antes de partir, los invocan? La enfermedad dota al enfermo de una nueva conciencia y lo invita a conversar consigo mismo desde otro lugar —el cuerpo enfermo—, y desde otra perspectiva: cuando la persona enferma el entorno se modifica.
A partir de la nueva simbiosis entre cuerpo enfermo y hábitat modificado se conversa con los difuntos utilizando otro tono: respondan con palabras imaginarias o en silencio, son magníficos escuchas. Hablar con ellos, y hablarse gracias a ellos, les sirve, a viejos, a enfermos, y a quienes contemplan su final: morir no siempre es una tragedia; la muerte es problema de los vivos, no de quienes fallecieron.
“Un día fui. Ahora puedo descansar”, escribió Djuna Barnes. Barnes tiene razón: Los muertos descansan. Pienso en mis difuntos, en quienes habitaron el mundo y ahora ocupan unas páginas en mi Enciclopedia de los difuntos.
Cada vivo tiene su Enciclopedia de los difuntos. En ella conviven el perro, la bicicleta y las calles de la infancia, el portero de la escuela, el primer amigo muerto en un accidente, el amor primigenio, el maestro acomplejado digno de olvido, el maestro admirado, constructor de sueños, el camión de la primaria y el mundo de la infancia. Cohabitan la novia imposible, la de secundaria, la de las manos sudorosas y a su lado los comensales y compañeros de la cantina La imposible, la madre del vecino que se desnudaba sin cerrar la cortina, el amigo que dejó la universidad por el trabajo, el primer tío muerto, y, cuando yo tenía entre quince y veinte años, las figuras de Jan Palach, quien se inmoló por la satrapía de la vieja Rusia, al lado del admirado padre Camilo Torres Restrepo y la rabia por el asesinato de Salvador Allende. Cohabitan, ahí mismo, el dolor por la pérdida del padre, las ausencias de quienes se fueron sin haberse marchado, los nombres de quienes optaron por morir con dignidad, y un larguísimo etcétera, ocupado por incontables inquilinos, entre la A y la Z.
Los difuntos son parte de la vida, no de la muerte. Se les recuerda cuando hay alegrías y tristezas, se les busca cuando hay dudas acerca del oficio de vivir y se habla con ellos cuando el final se aproxima. No en balde el Día de los fieles difuntos. No por azar las ofrendas y las comidas predilectas para que los difuntos las degusten, en compañía de parientes y amigos. La mesa servida facilita el reencuentro entre quien se fue, y quienes se quedan, y ejemplifica los vínculos eternos entre vivos y muertos, así como la necesidad de los vivos para convivir con sus difuntos.
Me atrae la palabra difunto, no la del diccionario, “Dicho de una persona: muerta”. Me gusta la de algunos enfermos o viejos, la que refleja convivencia, escucha, necesidad, la que denota refugio: ir con ellos, hacia su casa. Me inclino por la que viven quienes en vida se despiden y me atrae su origen etimológico, “el que ha cumplido”.
Mientras repaso y amplío mi Enciclopedia de los difuntos, entiendo por qué la palabra difunto abriga y duele menos que la palabra muerto.
*Médico
Fuente:eluniversalmas.com.mx
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