SARA SEFCHOVICH
Enlace Judío México | Elena Poniatowska se trepó al podio de los ganadores del Premio Cervantes y desde allí, dejó boquiabiertos a los presentes. Primero, porque entre tanta solemnidad y elegancia, trajes oscuros, majestades, magistrados, ministros y académicos, estaba su vestido juchiteco colorido.
Y luego porque empezó a hablar. Con esa su vocecita dulce, lanzó palabras que, a juzgar por las caras que se veían en la televisión, jamás se habían escuchado en ese recinto y es probable que muchos ni siquiera supieran qué querían decir: zarandear, encantación, tripas, desvencijada, achichincles, nomás, chamuscar, acarreaban.
De la mano de Elena, la lengua de Cervantes se enteró de que existía un país temible y secreto, moreno y descalzo, un pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, de los pobres tiznados, de los sombreros de palma y los rebosos, de las palabras extrañas y difíciles de pronunciar.
México entró al recinto del alto premio con el silbato del cartero, el carrito del afilador de cuchillos y el sonido del vendedor de camotes. Entró con los reyes Netzahualcóyotl y Cuauhtémoc y con las personas que hoy lo habitan. Entró con el estrellero y la pintora, con las jacarandas y la cuaresma, con las fondas y los pregoneros, con la muerte que los niños aprenden desde las canciones de cuna y que los adultos ejercen cuando alguno le clava un cuchillo a su mujer. Y entró, hazaña solo imaginable por el Quijote, con la palabra Parangaricutirimicuaro.
A Alcalá de Henares Elena llevó apenas unas cuantas de las muchas palabras que a lo largo de su vida ha recogido, transcrito, inventado y escrito. Afuera se quedaron muchas: el chiquihuite y el anca y el huacal y los chicuilotitos y las cucharas de peltre.
También llevó apenas unos cuantos de sus temas, que son más diversos de lo que se puede meter en cualquier clasificación. Porque suyos han sido desde los estudiantes “el más enloquecido ejemplo de pureza que nos será dado presenciar”, hasta las madres de familia a quienes les desaparecieron a sus hijos, desde la niña violada a la que no le quisieron hacer un aborto, hasta las mujeronas “como torres”, desde los pequeños cuya piel azulea de tantos golpes que se dan cuando andan entre los coches vendiendo chicles, hasta la joven en silla de ruedas, desde el pintor trepado en sus andamios hasta sus esposas sufrientes y abandonadas, desde la actriz envuelta en ropa y joyas finísimas hasta hasta la mujer excepcional a la que entrevistó allá donde se acaba el mundo, donde los huevos ni siquiera logran tener cáscara de tan desolado que es todo, desde las costureras del temblor hasta la sirvienta que no se considera nadie.
Imposible abarcar en un discurso todo ese mundo de artistas y actores, militantes y luchadores, de paseantes que un domingo se sientan en el pastito y de seguidores del político carismático, de vendedores de chucherías y señoras que cocinan arroz en la plancha del zócalo, de líderes sociales y mujeres bragadas.
Pero con lo que allí fue a decir, les dio y nos dio a todos una probadita de ese mundo, que ella ha construido durante años, con ese su método de dejar hablar y decir y contar, mientras escucha muy atenta y escribe recogiendo con precisión sus expresiones, sus inflexiones y sus tonos de voz hasta convertirlos en brasas quemantes como decía Gabriela Mistral.
Dijo Elena que cuando llegó a México aprendió a “vivir transfigurada, entre encantaciones”. Eso mismo le hizo a los señorones que la escucharon, la aplaudieron, la premiaron. Eso mismo nos hizo a quienes la vimos en la televisión.
Pero si para ellos fue novedad, quienes la hemos seguido nunca tuvimos duda: la suya es la mejor prosa que ha dado este país. Qué bueno que ya se dieron cuenta en otras partes. Qué bueno que se dejaron seducir, encantar, transfigurar.
[email protected] www.sarasefchovich.com
Escritora e investigadora en la UNAM
Fuente:eluniversalmas.com.mx
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