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Enlace Judío México | Las puertas del autobús se abren frente a la parte trasera de la central de camiones en Jerusalén. Antes de que las suelas de mis botas toquen el pavimento, sé exactamente cuántas horas restan para tomar este mismo autobús en dirección opuesta y regresar a la frontera. El reloj no se detiene durante el fin de semana.
Tres semanas bajo el sol del desierto me hacen llegar a mi límite de agotamiento, pero aún tengo que escalar hasta mi departamento antes de poder quitarme este uniforme y olvidarme de él por un par de días. En el camino, mis ojos descubren los esplendores de la civilización y sus colores deslumbrantes. Parejas de jóvenes se apresuran con sus brazos entrelazados e ignoran todo menos a ellos mismos. Vendedores de fruta anuncian su mercancía, cada uno declara que sus fresas vienen del Jardín de Edén. ¿Todo esto acontece mientras yo trago arena en el desierto? Arrastré mis piernas hacia la vuelta de la esquina para encontrarme con la calle angosta. Miré hacia las ventanas sucias de un departamento con un balcón lleno de objetos. En ese momento sentí el orgullo de un hombre que ha acumulado experiencias.
Lo único que deseaba era sumergirme en el calor de las cobijas tras de alimentar mi estómago.
Este ¨hogar¨ es muy diferente al de mis compañeros israelíes. Al lado de mi puerta no me espera una madre lista para recibir la pila de ropa sucia y abrazar a su hijo.
Mi hombro no siente el golpe de un padre orgulloso luego de abandonar mi mochila pesada sobre el piso. Tampoco hay hermanos menores que se meten entre mis piernas para contarme lo que me he perdido.
Sin volver atrás, cerré la puerta para sumirme en el silencio.
Durante el turno de guardia, mis compañeros israelíes me preguntan sobre cómo es vivir con un grupo de ¨soldados solitarios¨ en lugar de regresar a mi familia. Siempre contesto de la misma manera: ¨Es muy parecido a lo que pasa aquí, sobre todo el mal olor.¨ Luego nos reímos, aunque yo sostengo la respiración al darme cuenta que lo que acabo de decir no es ninguna broma.
Me desato las botas para cambiarlas por unas cómodas sandalias. Sólo deseo dormir, pero en unas horas entrará el Shabat y el refrigerador aún está vacío. Me siento para respirar antes de salir al supermercado y entonces llama el teléfono. Otro soldado solitario espera del otro lado de la línea y me informa que la semana entrante comienza otro mes judío.
En un principio no entiendo lo que me dice. ¿Acaso hace un recuento de cómo ha volado nuestra juventud desde la última vez que tuvimos un fin de semana libre? Me he acostumbrado a que los soldados compartan sus dificultades. Finalmente entiendo a lo que se refiere. Cada sábado antes de Rosh Jodesh (principio de mes en el calendario judío), el Centro para Soldados Solitarios en Jerusalén organiza una cena de Shabat para nosotros en la Gran Sinagoga. Todo lo que tenemos que hacer es responder a la invitación y… luego de una buena siesta, sentirse en la gloria.
Un grupo de nosotros con cabezas rasuradas y camisas de fuera caminamos por el paseo para llegar a la Gran Sinagoga. El guardia nos ve desde lejos y bromea diciendo que ahora es su turno de cuidarnos. Adentro, todo está listo para recibir el Shabat. El Jasán canta en un anhelo nostálgico, recordándonos nuestra bendición de compartir el Shabat en la ciudad sagrada de Jerusalén.
Esta congregación se llena de judíos de todos los orígenes. Judíos ortodoxos se mezclan con conservadores, bohemios, religiosos nacionalistas, orientales y sobrevivientes del Holocausto. Todos cantan juntos en un verdadero ¨meurav yerushalmi¨ (mezcla de Jerusalén). Este es mi recordatorio mensual de para qué y para quién sirvo en el ejército.
El comedor de la Gran Sinagoga adquiere un ¨aire de grandeza,¨ un aire Real. Todos festejan y se felicitan unos a los otros con gran regocijo, como si celebráramos nuestro triunfo.
Muchos de nosotros no nos reunimos frecuentemente, pues servimos en distintas zonas del país. Entonces, sobre platillos exquisitos, compartimos nuestras mejores historias – tanto las alegres como las difíciles.
Aunque el servicio en todas las unidades de infantería de combate es parecido, siempre discutimos sobre quien pasa por experiencias más desafiantes, bromeando con aquellos más jóvenes que aún salen con sus armas para presumirlas.
Siempre disfruto servirme una y otra vez durante la cena, aunque cada mes el menú sea distinto. Mis compañeros israelíes ríen mientras yo permanezco inmóvil, sintiendo que no me entienden. Casi al final de mi servicio, sigo siendo un extraño para la mayoría de mis amigos. Nos consideramos hermanos, pero siempre hay una disonancia, no importa que tan chistoso sea.
Cada mes me rodeo de gente que no tiene preguntas para mí. Nunca preguntan lo que se siente brincar de un avión como soldado en un ejército de un país cuya lengua madre aún no perfecciono.
Tampoco preguntan respecto a la peculiaridad de arriesgar la vida por una tierra donde no hay parientes cercanos. Nunca preguntan porque ellos entienden todo esto a la perfección. Todos enfrentan lo mismo y viven vidas muy similares. Nos comunicamos en un idioma diferente al hebreo o al inglés, en una mezcla de ambos. Somos una familia y agradecemos al Centro para Soldados Solitarios en Jerusalén por ello.
Fuente: Yoni Leibowitz, The Jerusalem Post.
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