Cobija de Mar

EZRA BEJAR R.

Enlace Judío México | Como se había prometido en un artículo anterior, reproducimos íntegro el cuento ganador del Primer Lugar del Concurso Nacional Literario: “Memorias del Viejo y la Mar” escrito por Ezra Bejar.

Soy y siempre he sido una fisgona incorregible. Qué lata, dicen muchos, pero no me arrepiento. De no ser por mi empeño sabueso, cuándo hubiera visto bailar su propio danzón a ese par de espectros enamorados.

Todo sucedió durante el último viaje que hice con mis dos mejores amigas a Veracruz. Las fiestas de la independencia nacional eran buen pretexto para tomar allá unos días de vacaciones.

Comíamos en un sabroso restaurante de mariscos en Boca del Río cuando Tere propuso que por la noche fuéramos a aquél cabaret de nombre extraño,

—Me lo recomendó mucho el gerente del hotel, dijo que nos vamos a divertir como nunca, bailaremos danzón, chicas, al lugar no sólo van parejas, también asisten señores solos a mover los pies con quien esté dispuesta.

Mi radar curioso se prendió al instante y de inmediato apoyé la moción. Conchita dudó un poco, pero como había mayoría acabó concediendo,

—Bueno, pues vamos, a ver si en el dichoso cabaré alguien nos fuma, eso de que tres sesentonas, dos bien divorciadas y una bien viuda, pretendan galanes que las danzoneen, está medio peliagudo…

Pagábamos la cuenta, cuando pregunté a Tere si sabía el porqué del nombre del cabaret. Su devolución fue contundente,

—Ay, Charo, ya vas a empezar con tus cosas, no sé ni me importa, ¿qué más te da? Luego
complementó con malicia,

—Señoras mías, esta noche se me ponen muy guapas, porque la luna de Veracruz promete romance.

El comentario nos hizo carcajear. Se apostaría que ninguna lo había tomado en serio, pero a las ocho de la noche, en el lobby del hotel, aparecimos las tres bien emperifolladas y oliendo cada quien a su perfume.

Abordamos un taxi de sitio. El joven y dicharachero chofer que nos condujo hasta el lugar no dejó de animarnos todo el trayecto,

—Ahí se la van a pasar bomba, señoritas, ese cabaré es intenso y más hoy que es fiesta nacional,

—Oiga, joven —inquirí en un momento― ¿Sabe usted por qué el lugar se llama así?,

—Uy, ‘ñorita, la verdá, no, allá de seguro le dirán.

Nos apeamos del auto y en cuanto mis ojos se posaron sobre la marquesina luminosa del cabaret, mi intriga cobró bríos: AQUÍ BAILARON ELPIDIA Y YON.

Como habíamos hecho reservación entramos rápido. Una sensual y muy alta muchacha de piel morena y cabello largo ensortijado nos acomodó en una mesa de pista que ya tenía dispuestos algunos silbatos, serpentinas, bolsas de confeti y cornetas de plástico.

Antes de irse la chica informó,

—Aquí las podrán ver bien los caballeros que deseen bailar con ustedes. La orquesta empezará a tocar en una media hora, mientras, pueden beber y comer lo que apetezcan. El grito de la capital pasará por esa pantalla gigante a las once. Diviértanse mucho, señoras.

Atajé a la muchacha. La llamé a un lado, pregunté por el asunto que me traía en jaque y ella con afabilidad repuso,

—Ahorita le traigo unas hojas con la historia del cabaret, señora, no dilato.

Mientras esperaba la información prometida, examiné el menú de bebidas y me encontré con un nuevo desafío: Cobija de Mar, coctel secreto de la casa creado el quince de septiembre de 1914. Lleva el mismo nombre que el danzón compuesto por el maestro Nicolás Arvizu, Director del grupo musical que ese día lo tocó en este lugar por primera vez para el público. La pieza, desde entonces, se ejecuta en el cabaret dos veces seguidas. Advertencia: tómese su tiempo para degustarlo y si ordena más de uno, considere que el cantinero no responde por los efectos ensoñadores que pudieran ocurrirle.

Al comedido mesero que llegó a atendernos le ordené uno de esos cocteles,

—Buena elección, señora ―informó el empleado― pero váyase con cuidado que es una pócima mágica: buen ron veracruzano, ajenjo, un poco de bourbon, jarabe y un toque de incógnita que sólo el cantinero sabe qué es.

Cuando minutos después llegaron a mis manos las amarillentas hojas de papel con la historia del lugar y unas cuantas fotografías vetustas, ya me había bebido casi la totalidad del trago. Agradecí el gesto a la recepcionista y a pesar del mareo que me acometía leí el documento con avidez.

Al poco rato llamé al mesero.

—Tráigame otro de estos cocteles, por favor.

El hombre alzó las cejas, sonrió con cinismo y sin decir palabra se fue por el trago.

Cuando la segunda copa llegó a mis manos, el cabaret estaba a reventar. Casi enseguida la orquesta empezó a tocar y yo sin recato a dar buenos sorbos al sabroso líquido que había ordenado.

Pronto, dos caballeros otoñales invitaron a mis amigas a bailar. No quedé sola por mucho tiempo. Sin saludar ni preguntar si podían, a la mesa llegó la pareja de enamorados y se acomodó en las sillas que habían quedado vacantes.

Estaban casi pegados. Se tomaban de las manos y se veían a los ojos con fascinación. El Capitán John Wilson, fumaba un grueso habano. Elpidia Torres, le mimaba el cabello al marino con sutileza.

La muchacha no rebasaba los diecisiete años. Espigada, cuerpazo, tez morena clara, rostro afilado, cabello corto, enchinado. Portaba un vestido negro de época, entallado, sencillo, pero elegante. Su rostro, sin maquillaje. Si acaso algo de sombra sobre sus ojazos color miel.

El marino sumaría a lo mucho treinta años. Rubio, apuesto, ojiazul, altísimo, cuerpo atlético, corte de cabello militar y rostro enamorado. Portaba una playera color kaki de manga muy corta que dejaba al descubierto un par de fuertes bíceps.

Saludé, pero ellos no parecieron advertirme. Incliné la cabeza y percibí el perfume de ella, sutil, delicado, embriagador. Luego mis ojos se posaron sobre el bíceps derecho del capitán.

Por buen rato contemplé el ancla azul que exhibía el brazaso del marino y comprobé que el viejo tatuaje, en la parte superior, tenía grabado uno más reciente, el que un maestro de Antón Lizardo, por diez dólares a cambio, le había hecho al marino con el nombre de ella: Elpidia.

Un tanto inquieta percibí que unos ojos entrometidos me espiaban. Volteé y a mi lado encontré de pie a un rudo cuarentón que parecía burlarse.

El intruso vestía pantalón blanco y guayabera del mismo color. Portaba gorra de marinero, pero no parecía militar.

Su presencia me turbaba. Estatura baja, cuerpo fuerte y bien moldeado, tez morena, muy oscura, cara redonda, orejas grandes, labios carnosos, gesto aguerrido.

—No le van a contestar nunca ―dijo el que me vigilaba― estos nomás vienen aquí a bailar su danzón y luego se van.

—¿Y usted, quién es?

—Maurilio Flores, para servirle, señora, El mismo que hace un siglo se escabechó a este capitancito.

—¡Zas!, qué salvaje. Por qué lo hizo. Cuénteme todo desde el principio, no olvide ningún detalle.

El hombre arrimó una silla, tomó asiento a mi lado y sin reserva alguna inició el relato,

—Ésta que ve aquí se quedó huérfana a los once años, sus padres se le murieron casi al mismo tiempo, creo que de viruelas. Su tía, la hermana de su padre y dueña de este lugar, se encargó de ella a partir de ese momento. El local por entonces era a la vez cantina y lugar de baile. Se llamaba Salón Victoria.

Cuando la criaturita cumplió los quince años, bonitilla como era, la tía se aprovechó y la sacó de estudiar. Le enseñó a bailar danzón y la puso a trabajar aquí. Bailaba re lindo la canija, yo danzonié con ella muchas veces. El corazón me retumbaba cuando la tenía en mis brazos.

—Achis, ¿y luego?

—Luego la volvió loca el enemigo,

—¿Qué quiere usted decir?

—El capitancito éste, Yon Wilson, venía trepado en el SS Praire, uno de los buques gringos que el veintiuno de abril de 1914 invadió Veracruz. Los tortolitos se conocieron entonces y dizque se enamoraron.

—¿Y eso a usted qué le importaba?,

—Cómo lo iba yo a permitir, señora. El cañonero donde éste mandaba, castigó la plaza cuanto quiso, su metralla mató a muchos cadetes y a un par de maestros de la naval militar, también fulminó a tres civiles que como yo ayudábamos a soportar el embate. Eso no se podía tolerar, en la guerra no se valen amoríos con el enemigo.

―Vaya, ¿y cómo fue que ellos se conocieron?

—Con los gringos encima, aquí se vivía en estado de sitio, señora. Fueron siete meses infames.
Se apoderaron de todo. Estaba prohibido que más de cinco individuos transitaran juntos por la calle. A las siete de la noche, todos a sus casas. Los desobedientes, al bote y ahí, a comer golpizas. Pero pos como la intervención se alargaba, la tropa gringa empezó a exigir diversión,

Para junio, unos oficiales de ellos investigaron. Un mes después, permitieron que cuatro cantinas permanecieran abiertas hasta las once de la noche. Claro, atenderían sólo a marines autorizados. Para entrar y salir de los locales permitidos había que cargar salvoconducto,

El Victoria fue uno de esos sitios. La propietaria le cayó bien al militar gringo encargado y hasta consiguió que el conjunto musical tocara en el local los fines de semana
―Así sus marines aprenderán a danzonear bien, mi capitán —le dijo la muy vendepatrias al traductor colaboracionista que asistía al tipejo.

Al principio las muchachas del Victoria se negaron, pero pos el hambre aprieta y al rato unas
transigieron. A la Elpidia no le quedó de otra. El director del conjunto también resistió, pero acabó consintiendo. Hablándoles mucho, consiguió que tres de sus cinco músicos lo siguieran.

—¿Y usted, qué hizo?,

—Pos me costó trabajo, señora, pero accedí, No había de otra. Tenía esposa y tres hijos que alimentar… pero me la guardé, pregúntele a éste si no.

—Venganza, ¿eh?… Oiga, pero sigue sin decirme cómo se conocieron ellos,

—El capitancito llegó al Victoria un sábado por la noche, venía con otros tres oficiales. Bailó con la Elpidia varias veces y lueguito se la quiso llevar a la cama ―ella sólo baila― enérgica le advirtió la tía al militar cuando se dio cuenta. La criaturita entonces ya tenía diecisiete años y era todo un mango.

El güero no insistió, pero hizo trámites con sus superiores para que la danzoneada en el Victoria fuera a diario. Ya se imaginará lo que sigue, el capitancito apareció por aquí frecuentemente. Estaba flechado a muerte.

Con el tiempo esta burra le agarró gusto al individuo. Comenzaron a verse a escondidas y terminaron prendados. Ilusa la Elpidia, creyó que la afrenta que los güeros nos hicieron no tendría por qué afectar su amor.

―cuando termine todo esto me voy a ir con él a Tejas, nos queremos de esposos― decía la criaturita. Uta, no, señora. Eso no podía tolerarse.

—Qué difícil. Pobre de ella.

—Qué pobre ni que nada, señora, ella debía saberlo. Los gringos venían por más territorio. Agarraron pretextos para justificar la invasión, pero sus intenciones eran claras, querían sacarle raja al lío revolucionario y por poco se les hace. Afortunadamente Don Venustiano Carranza logró que el enemigo se largara antes de que se desencadenara otra guerra generalizada, como la de 1846. A fines de noviembre, los güeros se subieron a sus naves y se retacharon pa su tierra, pero lo que es este capitancito ya no regresó. Se quedó aquí para siempre. Bajo el océano.

—Me deja sin palabras. ¿Cómo lo mató?

—Era quince de septiembre, como hoy. Con la ocupación, pos no iba a haber grito en el palacio de gobierno —El que quiera, puede emborracharse en su casa― pregonaban los traidores que ayudaban al enemigo. Infames. Ah, pero eso sí: el Yon y sus marines, bien que iban a venirse a danzonear al Victoria.

Por Carmen, una muchacha que también bailaba aquí, me enteré que esa mañana el capitancito se había parado por una joyería del centro. “Compró un anillo muy bonito, anunció que era pa su prometida y pidió que se lo envolvieran en una cajita de terciopelo rojo, ya luego se la echó al bolsillo del pantalón, yo lo vide con estos ojos, Maurilio. Verdad de Dios”.

Aunque ya lo suponía, la misma chica me confirmó que el anillo era pa la Elpidia. “Se lo va a dar hoy por la noche, cuando el maestro Arvizu toque el danzón que el Yon, le mandó componer a ella, créelo, Maurilio, la mugrosa tía le organizó todo”.

Después supe que el maestro Arvizu se había resistido a componer la pieza, pero la arenga de la tía y los cincuenta dólares que como pago recibió lo hicieron aceptar. Eso sí: puso una condición, nadie debía saber que el danzón “Elpidia” había salido de su mente. Pero ya ve, las cosas se conocen por más que uno quiera taparlas. Luego el maestro le cambió el nombre a su creación, la llamó “Cobija de Mar”. Sólo unos pocos sabíamos que esa pieza en realidad se llamaba “Elpidia”.

—Qué interesante, pero aún no me dice cómo lo mató.

—No coma ansías, señora. Ahí le va. Busqué a tres maestros de la naval militar que no estaban arrestados y entre los cuatro trazamos el plan. A Carmen le pedí que nos ayudara. Todos sabíamos que esa noche, como siempre, el Yon vendría custodiado y que él y su escolta cargarían buenas armas.

El capitancito y sus dos comparsas salieron del navío a las nueve de la noche. Al doblar por una calle descubrieron que Carmen era golpeada por un hombre. Éste, no era otro sino un cómplice de nosotros.

La chica recibía los estacazos y demandaba ayuda y pos como los gringos la conocían del Victoria se tragaron el anzuelo. Persiguieron al supuesto rufián hasta una casa abandonada y allí, bien escondiditos, les dimos la bienvenida los demás. Lo que siguió ya pa qué se lo cuento…

—¡Qué horror!, y luego, ¿qué hizo?

—Me vine pal cabaret. Mis manos no dejaban de temblar y decidí prepararme un coctel especial. Uno que a diario hacía pa los clientes, le agregué tres hojitas de una yerbita mágica que conocía y lo batí muy bien. Necesitaba fuerzas pa lo que seguía.

La tía me vio, preguntó qué andaba mezclando y pos se lo dije. Me empujé dos seguidos y logré calmarme, dormité un buen rato y soñé re bonito, hasta que la mugre vieja me despertó.
Luego ella se adueñó de mi creación. Le agarró gusto al coctelito, lo hizo secreto y le puso el mismo nombre del danzón de Arvizu, el falso, “Cobija de Mar”, pero en justicia, el trago también se debía llamar “Elpidia”.

—Mire nada más. ¿Y qué es lo que seguía, Maurilio?

—Ahí le va, nomás no se me espante, señora. Esa noche, casi a las once, la Elpidia bien que recibió su cajita de terciopelo rojo, cómo no, si yo se la di personalmente. Cuando en el Victoria resonaba su danzón, la saqué a bailar. Ella, como que no quería, pero acabó aceptando. Ya en la bailada le di la cajita roja ―Ábrela ―le dije―, te la manda el Yon. Ella obedeció y pos en lugar de anillo de compromiso, encontró bien dobladito el tatuaje que llevaba su nombre.

—¡Qué atrocidad! ¿Cómo pudo usted?

—En la guerra se vale todo, señora. Cuando llegué al Victoria con el regalito, aquí nadie sabía que el Yon y sus escoltas ya no circulaban por el mundo. La Elpidia esperaba con ansías a su galán y los marines que llenaban el lugar exigían conocer el nuevo danzón que la tía había anunciado. La vieja prometió que la pieza se tocaría poco antes de la hora del grito, aunque ese año aquí no iba a haber.

—Vaya crueldad la de usted. Me imaginó la cara de la pobre.

—Se puso blanca, señora, pero pos yo no me tenté el corazón y le solté el complemento ―el resto de tu Yon, lo puedes encontrar en el fondo del mar. Traidora.

—Qué poco sabe usted de amor ¿Imaginó siquiera cuál sería su reacción?

—Pos… Salió corriendo despavorida, se fue a la playa de aquí afuera. La seguí y como había luna llena, pude ver cómo se sumía en el agua tal como estaba, con su vestidito negro y la cajita de terciopelo en la mano. No se supo más de la Elpidia. Su cuerpo nunca fue hallado.

—Qué fuerte es todo lo que me cuenta. Estoy atónita. Oiga, ¿la yerbita mágica es beleño, verdad?

—¿Cómo lo supo?

—Mi padre era homeópata, el sabor me pareció conocido. Tenga cuidado, si se le pasa la mano lo va a lamentar.

—Pos, ya qué

Oiga, ¿qué hacen ellos y usted hoy acá?

—Es quince de septiembre, señora, pronto van a tocar el danzón de ésta. Lo harán dos veces seguidas porque cuando esa noche la niña salió huyendo, para impedir que en el Victoria se armara más relajo la tía pidió que se repitiera la primicia.

Dentro de poquito la orquesta anunciará que va a tocar el “Cobija de Mar”, pero no se vaya con la finta, señora, ese danzón es el “Elpidia”. Estos dos vienen cada año acá a bailarlo y yo, pos la verdad vengo a verlos, danzonean re bonito. Ya de paso aprovecho pa tomarme dos coctelitos como ese que trae usted en la mano.

—Vaya cosa ¿Y usted, cómo se murió?

El dos de mayo de 1917 un infarto me mandó pal otro barrio. Desde entonces cada quince de septiembre le caigo acá. Intento platicar con ellos, pero estos no hablan, ni conmigo ni con nadie.

—Sí, me doy cuenta. Oiga, ¿y cuándo le cambiaron el nombre al local?

—La tía se petateó en 1915. Ese mismo año llegó por acá un poeta de Tlacotalpan, se los sugirió a los herederos y pos ellos aceptaron, ya sabe cómo somos los jarochos, pura imaginación. En México, bailar equivale a morir y pos sí, estos dos aquí bailaron, aunque siendo justos, la verdad es que aún lo hacen.

Las notas de un exquisito danzón empezaron a sonar. La pareja de enamorados se levantó y sus cuerpos pegados siguieron el compás de la música.

Los veía extasiada cuando unas fuertes zarandeadas me exigieron incorporar.

—Charo, Charito, ¿qué te pasa?, ¿estás bien, mana?, jijos, se te subieron las copas, tienes casi una hora dormida sobre la mesa. No has bailado una sola pieza, nosotras no hemos parado, qué buen lugar escogimos para venir, ándale, mujer, anímate, en un rato ya va a ser el grito.

Sonreí. En mi mano permanecían las hojas amarillas y las viejas fotos. Trastabillando logré levantarme y fui hasta un ventanal que daba a la playa.

Había luna llena y no me fue difícil ver a Elpidia. La niña-mujer corría desaforada por la playa. En su diestra llevaba una cajita envuelta en terciopelo rojo y mientras lloraba sangre usaba al mar de cobija.

Unos dedos masculinos no tan jóvenes tocaron mi hombro.

—¿Bailamos, señora?, este danzón es magnífico, ya lo interpretaron una vez, pero lo van a repetir, así pasa en este lugar, cada quince de septiembre, antes del grito.

—Seguro, señor. ¿Sabe usted cómo se llama la pieza?

—Tiene un nombre muy poético, señora, “Cobija de Mar”, le encantará sin duda. Permítame su mano, entrémosle al danzón a gusto.

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