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No hay nada como el desprecio de la crítica y la indiferencia paterna para aguijonear la inspiración artística. Al menos, así fue en el caso del pintor holandés Han van Meegeren (1889-1947), quien crearía sus mejores obras llevado por la obsesión de demostrar a los especialistas y críticos de su época que su trabajo era tan sobresaliente como el de los grandes pintores flamencos y holandeses de siglos pasados.
Van Meegeren nació en una familia de clase media holandesa y, pese a que su padre era un hombre de formación cultural, profesor en una escuela pública de la localidad de Deventer, nunca motivó a su hijo para que progresara en su vocación artística. Más bien al contrario. Durante su juventud, Meegeren y su talento fueron despreciados una y otra vez por su padre, empeñado en que cursara estudios de arquitectura, y abandonase sus sueños de convertirse en artista.
Pero Meegeren demostró ser tan tozudo como su progenitor y, tras formarse inicialmente con el profesor y artista Bartus Korteling –quien le transmitió su amor por los grandes maestros holandeses–, continuó sus prácticas de dibujo y pintura en Delft, a donde había acudido para estudiar la carrera de arquitectura, obligado por su padre.
En 1913, con 24 años, obtuvo su primer éxito al recibir la Medalla de Oro de la Universidad Técnica de Delft, y un año más tarde se convirtió –ya abandonados sus estudios de arquitectura definitivamente–, en profesor de dibujo en la Escuela de Bellas Artes de La Haya, donde entró en contacto con el grupo de artistas y literatos Haagse Kunstring.
En aquellos años de juventud y éxitos Meegeren viajó por buena parte de Europa, labrándose una importante fama como retratista entre las clases altas de varias capitales europeas. Pese a su innegable talento, el holandés tenía un punto “flaco”: su pintura era demasiado clásica, y se evidenciaba su excesiva influencia de los grandes maestros. En una época en la que triunfaban las distintas corrientes de vanguardia, la obra de Meegeren resultaba excesivamente convencional para los críticos.
Así, cuando el pintor realizó su segunda exposición, los críticos no dudaron en comentar negativamente la mayor parte de sus obras. Meegeren no encajó bien las críticas y, sin duda recordando las burlas de su padre años atrás, dedicó buena parte de sus esfuerzos en la década de los años 20 a responder airadamente a los críticos y comentaristas en numerosos artículos de la prensa especializada. Aquella postura, sin embargo, le costaría demasiado cara, pues a partir de entonces perdió todo el apoyo de los críticos.
El rechazo de los especialistas a su obra le llevó, como él mismo explicaría años más tarde, a cobrarse su venganza de la mejor forma que sabía: “Llevado por un estado de ansiedad y depresión debido a la escasa apreciación de mi obra, decidí, un fatídico día, vengarme de los críticos y expertos en arte haciendo algo que el mundo nunca había visto”, aseguró.
Y en efecto, lo logró. Tras mudarse al sur de Francia, Meegeren se enfrascó en una actividad febril, decidido a imitar las pinturas de los grandes maestros holandeses. Para ello adquirió lienzos auténticos del siglo XVII, creó sus propias mezclas de pigmentos siguiendo fórmulas antiguas, y experimentó una y otra vez técnicas para envejecer sus creaciones. Todo ello con la intención de crear las falsificaciones de arte más perfectas jamás realizadas.
Tras un arduo periodo de seis años, Meegeren puso a prueba sus dotes de falsificador. En 1936 entregó una de sus falsificaciones, titulada ‘La cena de Emaús’, a su amigo C. A. Boon, asegurándole que se trataba de un verdadero vermeer. A su vez, Boon entregó la pintura al experto Abraham Bredius, un anciano historiador especialista en pintura holandesa quien, tras algunas dudas, calificó la obra como auténtica.
El falso vermeer fue adquirido por la Rembrandt Society y donado al Museo Boijmans de Róterdam –donde todavía sigue, como curiosidad–, lo que le reportó a Meegeren una abultada suma en su cuenta corriente: unos cuatro millones de dólares actuales.
A partir de ahí Meegeren inició una febril actividad como falsificador, creando obras según el estilo de Vermeer, pero también de otros pintores de la talla de Pieter de Hooch, Fran Hals o Gerard ter Boer, entre otros. Más allá de limitarse a copiar pinturas conocidas de estos artistas –cosa que también hizo–, Meegeren fue aún más lejos: inventó pinturas siguiendo el estilo de maestros como Vermeer, haciéndolas pasar por descubrimientos de una etapa desconocida del genio de Delft.
La estrategia de Meegeren tuvo éxito, pues entonces los estudios sobre Vermeer no eran tan abundantes como en la actualidad, y existían muchos puntos oscuros en su carrera. De hecho, hoy en día apenas son 35 las pinturas atribuidas sin duda al artista.
De este modo, el resabiado pintor holandés consiguió amasar una enorme fortuna –sus cuentas aumentaron a varias decenas de millones de dólares actuales–, gracias a la red de venta de falsificaciones de la que formó parte, y que estaba dirigida por un personaje llamado Theo van Wijngaarden.
A comienzos de los años 40, ya de regreso en los Países Bajos y con el ejército alemán ocupando el país, Meergeren no dudó en vender una de sus falsificaciones –‘Cristo con la adultera’, también un falso vermeer– al marchante de arte nazi Alois Miedl. Éste, a su vez, se lo vendió a uno de los principales jerarcas nazis: el mariscal Hermann Göring.
Göring –que para entonces había acumulado ya una ingente colección de arte robado y expoliado a judíos de media Europa–, ansiaba tanto poseer un Vermeer que no dudó en deshacerse de 137 pinturas de su colección a cambio de ‘Cristo con la adultera’.
Cuando terminó la II Guerra Mundial, y tras conocer aquella transacción, los aliados detuvieron a Meergeren, acusándole de colaboración con los alemanes. Fue entonces, mientras estaba en prisión, cuando finalmente hábil falsificador se vio obligado a confesar el fraude, pues la pena de prisión era mucho más severa para los colaboracionistas.
La confesión despertó tanta sorpresa y recelos que se creó un grupo de expertos para examinar concienzudamente las obras que Meergeren decía haber falsificado. Para eliminar cualquier duda, el hábil falsificador creó su última “obra maestra”, entre julio y diciembre de 1945, y a la vista de testigos: un nuevo falso vermeer, ‘Jesús entre los doctores’.
Los expertos confirmaron finalmente las afirmaciones de Meergeren, y el tribunal lo condenó a un año de prisión. Una pena que nunca llegó a cumplir, pues un ataque al corazón le arrebató la vida en diciembre de 1947. Con su muerte, nacía la leyenda del más hábil falsificador del siglo XX…
Fuente:mx.noticias.yahoo.com
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