MANUEL P. VILLATORO
Marianne Elise K. fue llevada ante el Tribunal del Pueblo acusada de derrotismo por bromear con la figura del Führer.
Dicen los expertos que las carcajadas alargan la vida y que aprender a reírse de uno mismo es bueno para la autoestima. Sin embargo, no debió pensar lo mismo Adolf Hitler cuando, a través de uno de sus bien conocidos Tribunales del Pueblo, condenó a muerte a una mujer alemana por contar un inocente chiste crítico con su figura. Amante de la censura y poco amigo de las bromas, el Führer prefirió guillotinar a la «exaltadora» acusándola de derrotismo y, así, cortar el problema de raíz.
Corría por entonces el año 1943, una época de decadencia para el nazismo en términos militares. Y es que, por un lado, el eterno aliado italiano de Hitler –Benito Mussolini- andaba a tiros con unos invitados poco deseados: los aliados, quienes habían decidido entrar en la tierra de la pizza por mar a base de fusiles y granadas. No iban mejor las cosas en el norte de África donde, después de años a cañonazos, el Afrikakorps habían tenido que retirarse a tierras más seguras. Finalmente, la situación tampoco había mejorado para el Führer en el último gran frente de guerra: Rusia, un páramo congelado en el que los soldados alemanes tocaban a retirada con los soviéticos pisándoles la esvástica.
Con este panorama, ni todo el equipo de comunicación de Goebbels –el responsable de la propaganda nazi- valía para apaciguar a los alemanes, los cuales sentían cada vez más cerca la derrota del, hasta ahora, genio militar Adolf Hitler. «A pesar de todas las jugadas maestras propagandísticas, el Gobierno alemán no podía ocultar que la guerra no iba precisamente viento en popa. (…) La generación que había tomado parte en la I Guerra Mundial (por ejemplo) comenzó a tener la sospecha de que Hitler se había excedido definitivamente con el ataque a la Unión Soviética» afirma Rudolph Herzog en su obra «Heil Hitler, el cerdo está muerto», un análisis de la comedia durante la II Guerra Mundial.
Las bromas, cosa de derrotistas
Bajo una tensión constante por la más que posible derrota del Reich y el final del nacionalsocialismo, Adolf Hitler dio entonces rienda suelta a su desconfianza y decidió cargar contra el enemigo «interior», es decir, todo aquel que pusiera en duda la victoria del ejército nazi dentro del territorio alemán. Así pues, si con las primeras victorias el clima era de absoluta tranquilidad -¿quién es capaz de poner mala cara ante un triunfo?-, las derrotas fueron provocando, poco a poco, la persecución de todo aquel que osara criticar o burlarse del Führer, de sus ideas o, si la situación lo requería, de su «perfecto» e incorruptible bigote. Había comenzado, en definitiva, la radicalización interna del país.
La obsesión de Hitler por evitar a los críticos llegó hasta tal punto que ordenó a uno de sus subordinados favoritos, el sádico general Wilhelm Keitel -en cuyo currículum había ejecuciones masivas de prisioneros de guerra-, crear una ley que castigara a aquellos que osaran atacar a Alemania con la palabra. Concretamente, en la norma se podía leer lo siguiente: «Se aplicará la pena de muerte en caso de desmoralización de las fuerzas defensivas (…) a aquel que exhorte o incite a rehusar el cumplimiento del deber de servicio en el ejército alemán o de uno de nuestros aliados o a quién intente públicamente paralizar o socavar la voluntad del pueblo alemán o de alguno de sus aliados».
Así pues, la temible Gestapo se puso manos a la obra y, a base de chivatazo por aquí y denuncia por allá, fue capturando y asesinando de todo tipo de formas a cualquiera que se atreviera a hablar en contra del nazismo. Lógicamente, los primeros en ser atrapados fueron aquellos con la suficiente valentía como para contar un chiste sobre Hitler delante de un nutrido grupo de gente, un acto que podía parecer inocente pero que, al igual que otros tantos, podía ser castigado con un amplio abanico de métodos. Éstos, incluían desde la mera amonestación hasta la pena de muerte en los casos más extremos.
«La norma había sido formulada con bastante vaguedad intencionadamente (…) La justicia hizo uso en abundancia de esa carta blanca para actuar con la más sangrienta arbitrariedad. Los jueces, por ejemplo, hicieron una interpretación creativa de la palabra “públicamente”. Incluso las observaciones críticas que se expresaban en el más estrecho círculo familiar fueron clasificadas por los tribunales como “sedición y desmoralización” (…) Uno no podía sentirse seguro en ningún lugar», explica el autor en su obra.
El chiste de la discordia
Precisamente, una de las personas que sufrió este tipo de persecuciones por parte del nazismo fue Marianne Elise K, una viuda de guerra alemana de ascendencia checa que trabajaba en una fábrica de armas. La pesadilla de esta dibujante técnica residente en la región de Berlin-Mariendorf comenzó durante un día de trabajo aparentemente normal. Tras varias horas dedicándose a su labor, sin embargo, cometió un error que cambió su vida drásticamente: contó un inocente chiste relacionado con Hitler y Goering (el comandante de la «Luftwaffe») a uno de sus compañeros. Éste, por su parte, la acusó de derrotismo ante las autoridades locales.
«Un colega de la fábrica de armamento en la que trabajaba la denunció por haber contado el siguiente chiste: “Hitler y Goering están en la torre de radiodifusión de Berlín. Hitler dice que quiere darles una alegría a los berlineses. A lo que Göring le contesta: ¡Entonces, salta desde la torre!», explica Rudolph Herzog en su obra «Heil Hitler, el cerdo está muerto». Este chiste, hoy manido y carente incluso de gracia, fue demasiado para un nacionalsocialista convencido como era el compañero de trabajo y amigo de Marianne.
Acusada de ser una antipatriota, su caso fue remitido al «Tribunal del Pueblo» (conocido por los alemanes como el «Volksgerichtshof»), una audiencia nazi que se encargaba de juzgar los delitos políticos y de derrotismo y que, para desgracia de Elise, también se vanagloriaba de ser uno de las más crueles y despiadadas de la época.
Por si fuera poco, se informó a la mujer de que su juicio sería presidido poro Roland Freisler, un excéntrico abogado que gozaba del favor de Hitler y que no parpadeaba a la hora de enviar a los reos a la muerte con independencia del delito que hubieran cometido. Por si fuera poco, y según la leyenda popular, era conocido por burlarse de los acusados durante los procesos judiciales, los cuales convertía en una pantomima por haber tomado su decisión antes de escuchar los alegatos. Las cosas, en definitiva, pintaban mal para Elise K, quien tenía muchas posibilidades de acabar bajo tierra.
La condena final
Tras un juicio más parecido a una función de circo que a un verdadero proceso judicial, el 26 de junio de 1943, el «Tribunal del Pueblo» dictó la siguiente sentencia: «La Sra. Marianne K., en su condición de viuda alemana de guerra, ha intentado socavar nuestra sólida moral de defensa y nuestro trabajo eficiente en aras de la victoria en una fábrica de armas haciendo uso de palabras malévolas contra el Führer y el pueblo alemán, expresando con ello el deseo de que perdamos la guerra. Por eso, y debido a que se ha comportado como una checa, aunque es alemana, se ha situado al margen de nuestra comunidad patriótica. Ha perdido el honor para siempre y por lo tanto es condenada a muerte».
Dicho y, para desgracia de una inocente, hecho. A los pocos días, Elise fue pasada por la guillotina. De nada sirvió que su marido hubiera combatido y muerto por el Führer en la guerra a la hora de atenuar su condena, sino que, de hecho, fue un agravante. ¿La razón? El «Tribunal del Pueblo» consideró que había cometido un mal todavía mayor al manchar la memoria de su marido. Sin duda, con esta condena Freisler hizo honor a lo que su predecesor le había escrito antes de abandonar el cargo: «En general, el juez del Tribunal del Pueblo se debe habituar a considerar que lo primordial son las ideas e intenciones del Gobierno y lo secundario el destino humano que está en sus manos».
Fuente:abc.es
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