IGNACIO F. GARMENDIA
Tras publicar sus memorias, el escritor y cineasta reúne sus trabajos periodísticos en un libro complementario que arroja luz sobre los intereses que han presidido su brillante trayectoria.
Con La liebre de la Patagonia, el excelente volumen donde Claude Lanzmann desmenuzó su fecundo itinerario -felizmente inconcluso, como demuestra el aún reciente e impresionante filme El último de los injustos (2013), posterior a la escritura de sus memorias-, el francés demostró no sólo que ha tenido una vida de lo más interesante, sino que el antaño avezado periodista y siempre hombre de acción era capaz como escritor de alcanzar registros muy altos, en una tradición tan exigente como la representada por la literatura autobiográfica del país vecino. Ahora Lanzmann ha reunido -la edición original es de 2012- una selección de sus artículos, casi todos anteriores a sus tardíos inicios como cineasta, que el veterano director de Les Temps Modernes califica como “periodismo alimenticio”, etiqueta acaso redundante y sólo en apariencia modesta, pues no parece que el autor -que no es de los que dudan de su talento- los considere poca cosa. Titulado con característica grandilocuencia La tumba del sublime nadador, en alusión al célebre fresco de Paestum que ilustra la cubierta, el libro se ofrece como un perfecto complemento de las citadas memorias, dado que los escritos antologados, la mayoría piezas breves, ofrecen un recorrido por todas las facetas -el reportero, el intelectual, el polemista- que aparecían reflejadas en La liebre de la Patagonia.
“Si busco una constante, una coherencia, una unidad en mi vida, o en las cien vidas que se ha dicho fueron mías, el sublime nadador (…) ocupa un lugar central, que no es solamente de orden estético, contemplación del arte y de la belleza, sino también pragmático”, escribe Lanzmann en el Prefacio. No hay duda de que el antiguo résistant y combatiente del maquis, íntimo de la pareja Sartre-Beauvoir y partidario activo de la independencia argelina ha sido siempre un hombre arrojado, ni tampoco de que su dedicación al estudio de la Shoah -palabra fundante y a él debida, que se impuso de la noche a la mañana para nombrar lo innombrable- marcó un antes y un después en su trayectoria, no sólo porque desde entonces, sin abandonar sus labores como editor y publicista, se ha consagrado sobre todo al cine, sino también porque su militancia en favor de Israel y contra la persistencia de las actitudes antisemitas convirtió en problemática la recepción de sus planteamientos entre los círculos progresistas a los que se ha dirigido siempre. Cómodo en la discusión pública, Lanzmann no es hombre contemporizador ni de los que rehúyen el enfrentamiento, antes bien se ha mostrado como un adversario implacable al que nadie, acepte o no sus ideas, le puede negar el genio.
Dividido en secciones que se corresponden más o menos con los géneros abordados, La tumba del sublime nadador comienza con dos celebrados reportajes de finales de los 50 -El cura de Uruffe y la razón de Iglesia, y La huida del Dalai Lama- en los que el joven escritor, adscrito a la familia sartreana, mostró su precoz habilidad para la crónica periodística; continúa con una variada serie de Retratos -la emperatriz Soraya, Richard Burton, Jacques Tati, Charles Aznavour, Jean-Paul Belmondo, Serge Gainsbourg o el Sartre de Las palabras- y otra de Relatos (reales, como decimos ahora) que son de nuevo reportajes o historias contadas; sigue con una más interesante colección de artículos políticos y casi concluye, antes de cerrar con un breve apartado de Homenajes y necrológicas -definitivo el dirigido a las víctimas del Holocausto en una conmemoración parisina, muy hermosa la “oración fúnebre” dedicada a la madre- con la ineludible recopilación de textos “en torno a Shoah”, la insuperable obra maestra que contenía en germen todos sus desarrollos ulteriores.
Muchos de los artículos, publicados en Les Temps Modernes, Elle o Le Monde, datan de los años 60, y los posteriores, con ocasionales reiteraciones, tratan casi en exclusiva de la materia que ha obsesionado a Lanzmann en las cuatro últimas décadas. Hasta que toma conciencia de su condición judía -un “mal judío”, suele precisar, dado que la religión no forma parte de sus intereses- y decide dedicarse al cine documental para volver una y otra vez a ensamblar los trazos de la memoria del exterminio, el escritor era, salvando el tributo a los “delirios” de la época, un valioso crítico e intelectual de izquierdas. Los artículos aquí recogidos, incluso los más anecdóticos o circunstanciales, así lo ponen de manifiesto, pero no justifican por sí solos el prestigio de Lanzmann como un autor excepcional que ha cambiado la mirada con que nos enfrentamos a un acontecimiento sin parangón en la historia de la humanidad. En esos textos posteriores podemos revisitar sus argumentadas y bien conocidas tesis sobre la trivialización de la Shoah -en exitosos melodramas como la serie Holocausto o el filme de Spielberg La lista de Schindler- y la poética que alienta tras su singular propuesta cinematográfica.
“Lo que cuenta -le dice Lanzmann a un periodista de Le Nouvel Observateur que lo entrevista a propósito del sonado juicio a Klaus Barbie, defendido por el inefable Jacques Vergès- no es la pedagogía, que es la enseñanza de un saber obliterado. Es la transmisión, la resurrección, la abolición de la distancia entre el pasado y el presente”. La Shoah no es algo que ocurrió sin más, está ahí siempre, como un suceso inmemorial que no deja de interrogarnos. Podemos no dar la razón en todo a este hombre con frecuencia petulante y demasiado seguro del valor de su contribución, pero la magnitud de su legado -hecho de palabras e imágenes imborrables-empequeñece hasta lo ridículo a muchos objetores que parecen no haber entendido nada.
Fuente:malagahoy.es
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