CLAUDIA PEIRÓ
En una entrevista reciente, el Papa defendió a su antecesor Eugenio Pacelli, Pío XII, que “escondió a muchos judíos en los conventos de Roma y hasta en la residencia de Castel Gandolfo”. Coincide con la investigación de la historiadora judía Anna Foa.
Periódicamente, resurge la polémica en torno a la figura de quien era Papa durante la Segunda Guerra Mundial, en particular sobre su “silencio”.
Una leyenda negra fue tejida en los años 60, en particular a partir del libro El Vicario, de Rolf Hochhuth, [financiado por la URSS según confesó el general soviético Pacepa] en el que acusaba a Pío XII de indiferencia ante el exterminio de los judíos.
Ahora, en una entrevista concedida al periodista portugués-israelí Henrique Cymerman, quien lo ayudó a hacer posible la oración interreligiosa por la paz en Roma, Jorge Bergoglio manifestó su indignación porque siempre se acusa a la Iglesia Católica, cuando “las grandes potencias (…) conocían perfectamente la red ferroviaria de los nazis para llevar a los judíos a los campos de concentración”, pero no hicieron nada. El Papa dijo que hasta tenían fotos aéreas de ese trazado. “Pero no bombardearon esas vías de tren: ¿Por qué? Sería bueno que habláramos de todo un poquito”, reflexionó.
Las investigaciones de Anna Foa
En enero de este año, la revista italiana L´Espresso reprodujo una ponencia de la investigadora judía Anna Foa, que enseña historia moderna en la Universidad La Sapienza (Roma) y es colaboradora habitual del diario L´Osservatore Romano, en el cual rechaza la leyenda negra elaborada en torno a la actitud de Pío XII (Eugenio Pacelli, cuyo papado se extendió de 1939 a 1958) y explica que su afirmación de que la Santa Sede y, más en general, toda la Iglesia Católica de Italia, salvó a miles de judíos, no es una postura ideológica sino un resultado de sus investigaciones, durante las cuales recogió innumerables testimonios de sobrevivientes.
Es muy probable que Francisco abra los archivos vaticanos de aquella época. Lo adelantó su amigo el rabino argentino Abraham Skorka en declaraciones al Sunday Times en enero pasado. Pero no es cierto tampoco que hayan estado tan sellados. Como lo recuerda L´Espresso, “ya en los años sesenta, Pablo VI había hecho publicar (…) doce grandes volúmenes de documentos vaticanos del periodo de la Segunda Guerra Mundial”.
De todos modos, la documentación que falta poner a disposición del público incluye “dieciséis millones de hojas, más de 15.000 sobres, 2.500 fascículos”.
“Desde hace seis años (por indicación de Benedicto XVI) se está trabajando en el Vaticano para ordenar esta imponente mole de documentos, con el fin de facilitar su consulta a los estudiosos. Y el prefecto del archivo secreto vaticano, el obispo Sergio Pagano, ha dicho al Corriere della Sera que se ´necesitará aún un año, año y medio más”, reporta L´Espresso.
En sus charlas con Skorka, condensadas en un libro, Jorge Baergoglio se había referido al tema: “Si nos hemos equivocado en algo, tendremos que decir: ´Nos hemos equivocado en esto´. No debemos tener miedo de hacerlo”.
Anna Foa –cuya intervención en un congreso en Florencia el 19 de enero pasado reproducimos más abajo- no es la primera historiadora judía en llegar a esta conclusión.
De hecho, en julio de 2011, el embajador de Israel en el Vaticano, Mordechai Lewy, reconoció la labor solidaria del Papa Pío XII hacia los judíos perseguidos durante la Segunda Guerra Mundial, en un acto en el que se entregó de modo póstumo la medalla de “Justo entre las Naciones” a un sacerdote de la orden de Don Orione por haber salvado familias judías.
Allí, el diplomático expresó su convicción de que todo lo que monasterios y conventos católicos hicieron en esos años fue “bajo la supervisión de los más altos responsables del Vaticano, que estaban informados de estos gestos”.
Las investigaciones históricas más recientes contradicen de plano la versión de “El Vicario”. Tiene razón Francisco: la indiferencia fue de los gobiernos de las grandes potencias. La Iglesia Católica, en cambio, fue por lejos la entidad que más judíos salvó durante la Segunda Guerra Mundial.
El historiador judío Pinchas Lapide calcula que fueron unos 750.000. Y, en efecto, al terminar la guerra, Pío XII recibió muchos agradecimientos. Además, Golda Meir, ministra de Asuntos Exteriores en 1958, el año de la muerte de Eugenio Pacelli, le rindió homenaje en nombre de su gobierno en Naciones Unidas. “Durante los diez años de terror nazi, cuando nuestro pueblo sufrió los horrores del martirio, el Papa alzó su voz para condenar a los perseguidores y para compadecer a las víctimas”, dijo la funcionaria israelí.
A continuación, la ponencia de Anna Foa
Cuando sacerdotes y judíos compartían el mismo alimento
Por Anna Foa
Los estudios de los últimos años están poniendo cada vez más de relieve el papel general de protección que la Iglesia ha tenido respecto a los judíos durante la ocupación nazi de Italia.
Desde Florencia, con el cardenal Dalla Costa proclamado “Justo” en 2012, a Génova, con don Francesco Repetto, también él “Justo”, pasando por Milán con el cardinal Schuster, hasta llegar naturalmente a Roma, donde la presencia del Vaticano, además de la existencia de zonas extraterritoriales, permitió salvar a miles de judíos.
Precisamente, a propósito de Roma, las modalidades con las que se llevó a cabo la obra de asilo y salvamento de los perseguidos eran tales que no podía ser el fruto solamente de iniciativas que provenían desde abajo, sino que claramente estaban coordinadas, además de permitidas, por los vértices de la Iglesia.
Se borra así la imagen propuesta en los años ´60 de un papa Pio XII indiferente a la suerte de los hebreos o, incluso, cómplice de los nazis.
Me gustaría resaltar aquí que esta imagen más reciente de la ayuda prestada a los judíos por la Iglesia no surge de posiciones ideológicas afines al catolicismo, sino sobre todo de investigaciones concretas acerca de la vida de los judíos durante la ocupación, la reconstrucción de historias de familias o de individuos. En resumen, del trabajo de campo.
El refugio en las iglesias y en los conventos surge continuamente en las narraciones de los sobrevivientes, recorre como un hilo rojo los testimonios orales recogidos durante años en Italia – como la amplísima documentación de los testimonios de judíos italianos en la Shoah Foundation – y está presente en la mayor parte de las memorias de los contemporáneos.
Está contado como un hecho seguro, que pertenece al ámbito de las evidencias, con toda la diversidad de situaciones: desde los conventos que solicitaban un hospedaje, a los que acogían gratis a los hebreos los cuales, a su vez, daban una mano en el trabajo cotidiano, como es el caso de las chicas judías que ayudaban ejerciendo de maestras de los niños de la escuela de las Pias Maestras Filipinas en Roma Ostiense, caso contado por Rosa Di Veroli.
Es, en resumen, una imagen fruto no del debate sobre el tema Iglesia y Shoah, sino también, y sobre todo, de la investigación dirigida a ilustrar la vida y el recorrido de los hebreos bajo la ocupación nazi.
La debatida “quaestio” historiográfica sobre Pio XII y los hebreos ha frenado la investigación durante muchos decenios, desplazando al terreno ideológico cada intento de aclarar los hechos históricos. Pienso, en cambio, que para escribir la historia de la relación de la Iglesia con los hebreos en la Italia ocupada es necesario, ante todo, despejar el campo de esta cuestión.
La pregunta principal, por tanto, no puede ser la de la relación entre el espíritu profético de un Papa y los compromisos diplomáticos de otro Papa, sino sobre cuánto y hasta qué punto y, también, con cuántas oposiciones internas la Iglesia y el Papa dirigieron la obra de salvamento de los judíos italianos. Las dos cuestiones son distintas y, en mi opinión, tienen que seguir siendo distintas.
La investigación sobre las modalidades concretas de ayuda a los judíos, la presencia de éstos en conventos y en iglesias, y su vida dentro de los refugios eclesiásticos, empieza a sacar a la luz un aspecto sobre el que me parece se ha reflexionado poco hasta ahora: el cambio de mentalidad que de ello puede derivarse.
Es verdad que judíos y cristianos habían convivido durante siglos, entre los muros de los guetos y en las antiguas juderías, en Italia y de manera particular en Roma, pero esta convivencia muy raramente había implicado a los eclesiásticos.
Ahora, forzados por la urgencia de la persecución, sacerdotes y judíos compartían el mismo alimento.
Las mujeres judías paseaban por los pasillos de los conventos de clausura y los hebreos aprendían el Padre Nuestro y se vestían con el hábito talar como precaución en el caso de irrupciones alemanas y fascistas. Rosa Di Veroli, a la que se pidió que rezara con los otros en la iglesia, lo hacía, pero recitando en voz baja el Shemà Israel.
¿Había una efectiva esperanza por parte de los cristianos de tocar el corazón endurecido de los judíos y empujarlos al bautismo?
Y los judíos que se bautizaron, ¿lo hicieron tras solicitarlo verdaderamente o por la fascinación de un mundo que no conocían y que les ofrecía protección?
Viene a nuestra mente la Lia Levi de Una bambina e basta (“Una niña y nada más”), atraída durante un breve instante por el bautismo.
Hablamos obviamente de los casos de conversión en los conventos, no de esas conversiones, verdaderas o simuladas, realizadas en 1938 con la esperanza de evitar la dureza de las leyes racistas, cuando en Milán el cardenal Schuster bautizaba al alba a los judíos en el Duomo y los periódicos antisemitas más radicales veían en esos bautismos “el caballo de Troya de los hebreos en la sociedad aria y cristiana”.
Ciertamente, todo esto pone en marcha en ambas partes dudas y temores ante una relación estrecha y cotidiana.
En los sacerdotes, y sobre todo en las religiosas, estos temores pueden tomar el camino del impulso hacia la conversión, según una línea más consolidada y tradicional de relación. De este modo, la cotidianidad y la atención encuentran justificación y consuelo en la esperanza de llevar a un judío al bautismo.
En cambio, en los hebreos, el temor atávico a ser empujados a la conversión les lleva a veces (surgen casos de este tipo en la documentación oral) a no tomar ni siquiera en consideración la idea de refugiarse en una institución eclesiástica.
Pero puede suceder que nada de todo esto se realice. ¿Qué decir, en Roma, de la Iglesia de San Benedicto, en el Gasómetro, dónde se refugiaron muchos judíos y de su párroco don Giovanni Gregorini, entonces jovencísimo, que encontraba el tiempo para charlar cada día con uno de los refugiados, un hombre de una cierta edad y muy religioso, sobre las respectivas religiones y de sus relaciones? Aquí, por ambas partes, había un respeto recíproco y curiosidad mutua.
En resumen, creo que esta familiaridad nueva y repentina, iniciada sin preparación por las circunstancias, en condiciones en las que una de las dos partes era perseguida y peligraba su vida y necesitaba, por tanto, de mayor “caridad cristiana”, no se dio sin consecuencias para el inicio y la acogida del diálogo.
Un diálogo que llegó mucho más tarde, ciertamente, y que se inició sobre todo a nivel teórico, mientras éste se nos muestra como un diálogo desde abajo, hecho de compartir los alimentos juntos y de conversaciones sin pretensiones, también para superar la ansiedad de una relación desconocida hasta ese momento.
Las religiosas de otro convento romano añadían el tocino a la sopa común sólo después de haberla distribuido a las judías a las que habían dado refugio. También ésta es, en mi opinión, una forma de diálogo desde abajo.
Inmediatamente después de la Guerra, en un momento en que prevalecía la necesidad de olvidar la Shoah, este proceso de diálogo fue en parte bloqueado porque por un lado los judíos estaban intentando reconstruir su propio mundo e identidad después de la catástrofe y, por el otro, los católicos parecían haber vuelto a las posiciones tradicionales en las que la esperanza de la conversión era más fuerte que el respeto.
Tal vez es este cierre de los primeros años después de la Shoah lo que impidió el desarrollo de ese diálogo desde abajo, lo mismo que el de niveles más altos, como demuestra el fracaso del encuentro de Jules Isaac con Pio XII.
De todas formas, fuera como fuese, a principios de los años sesenta, con “El vicario” de Hochhuth, sobre este proceso se proyectaría la sombra de la leyenda negra de Pio XII, con el resultado de obstaculizar y oscurecer la memoria y el peso de ese primer recorrido común.
Hoy es el momento justo para volver a investigar sobre él.
Fuente:religionenlibertad.com
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