IGNACIO ÁLVAREZ-OSSORIO
En menos de un año, el nuevo hombre fuerte, Abdelfatah al Sisi, ha pasado del anonimato a controlar todos los resortes del poder pero su suerte dependerá de la evolución económica y la paciencia del pueblo.
En poco menos de un año, Abdelfatah al Sisi ha pasado de ser prácticamente un desconocido a convertirse en el hombre fuerte de Egipto. Desde el desalojo de los Hermanos Musulmanes del Gobierno, Al Sisi ha seguido a rajatabla y sin vacilaciones su particular hoja de ruta presentándose como un nuevo mesías que traerá la estabilidad y espantará el fantasma de la confrontación civil. Sin embargo, su presidencia nace con un importante déficit de legitimidad: La exclusión de la vida política no sólo de los islamistas, sino también de todos aquellos que han osado denunciar su deriva autoritaria.
En este sentido, las elecciones presidenciales no pueden ser vistas más que como un retorno al pasado. Si bien es cierto que los electores tuvieron más de una opción por la que decantarse, también lo es que la participación del nasserista Hamdin Sabahi permitió al régimen darles un barniz democrático. Los resultados lo dicen todo, puesto que Al Sisi obtuvo un poco verosímil respaldo del 97% (con diez millones más de votos de los obtenidos por el expresidente Mohamed Morsi en 2012). La escasa participación (a pesar de que los datos oficiales la cifran en un 47%, diferentes organizaciones independientes consideran que no habría superado el 12%) muestra a las claras que los llamamientos realizados por relevantes actores socio-políticos, entre ellos los Hermanos Musulmanes y los Jóvenes del 6 de Abril, no han caído en saco roto.
La elección de Al Sisi cierra de manera abrupta las expectativas generadas por la Revolución del 25 de Enero de 2011 en torno a una posible transición democrática y devuelve, tras el breve paréntesis islamista, el absoluto protagonismo a los militares. Es pertinente recordar que la nueva Constitución egipcia, la tercera en tan sólo tres años, blinda a las Fuerzas Armadas al permitirles elegir al ministro de Defensa, conservar el carácter secreto de su presupuesto y, por último pero no menos importante, garantizar que los tribunales militares puedan seguir juzgando a civiles, prerrogativa que ha permitido que miles de ciudadanos hayan sido condenados sin las más básicas garantías procesales en el curso de los últimos años.
Al Sisi no sólo cuenta con el respaldo del Ejército, sino que además disfruta de significativos apoyos en el seno de la sociedad egipcia, sobre todo entre los críticos con el periodo de gobierno islamista caracterizado por la improvisación y el desgobierno. Durante su campaña electoral, el mariscal se presentó como el único capaz de restaurar la seguridad y garantizar el orden. No obstante, estas promesas chocan frontalmente con la realidad existente sobre el terreno. Desde el golpe militar, el país vive inmerso en una peligrosa espiral de violencia. En los últimos doce meses han muerto más de 3.000 personas, una tercera parte en el curso del brutal desalojo de la acampada de Rabaa al-Adawiya el pasado verano. Unos 300 militares han perdido la vida en atentados perpetrados por grupos yihadistas, especialmente activos en la península del Sinaí.
La judicatura no ha dudado un solo instante en ponerse al servicio del nuevo régimen. En los últimos tres meses, 1.212 dirigentes y simpatizantes de la Hermandad (incluido su guía supremo Mohamed Badia) han sido condenados a muerte en juicios sumarísimos, una cifra que supera con creces las penas capitales dictadas en las tres décadas de dictadura de Mubarak. Otros cientos de responsables de la Hermandad, con el expresidente Mohamed Morsi a la cabeza, podrían correr la misma suerte. El número de detenidos en este último año supera las 20.000 personas, entre ellos conocidos activistas y revolucionarios que han sido acusados de espionaje, conspiración y terrorismo. Un ejemplo de esta deriva represiva ha sido la ilegalización del movimiento Jóvenes del 6 de Abril, uno de los convocantes de las multitudinarias manifestaciones de la plaza Tahrir en 2011 al que ahora se considera una amenaza para la seguridad nacional. Las libertades públicas también han sufrido un fuerte retroceso, tal y como evidencia la aprobación de una ley antiprotestas que restringe severamente el derecho a la manifestación. El pasado año, Egipto ocupó el tercer puesto en la lista de países más peligrosos para ejercer el periodismo con seis informadores muertos y dos decenas encarcelados.
Sin duda quienes más han sufrido esta ola represiva han sido los Hermanos Musulmanes. La organización, indiscutible vencedora de las elecciones legislativas de 2011 y presidenciales del 2012, ha sido ilegalizada y declarada terrorista siendo confiscados todos sus bienes y propiedades. No es, ni probablemente será, la primera vez en la historia de Egipto que se pretende extirpar de raíz dicho movimiento cuyo origen se remonta a 1928. Antes ya lo intentó Gamal Abdel Nasser sin excesivo éxito, a pesar de que encarceló y ejecutó a sus más destacados dirigentes. Desde entonces, todos los presidentes egipcios se han resignado a coexistir con la Hermandad alternando el palo con la zanahoria: fases de intensa represión con otras de relativa tolerancia. Por eso se antoja complicado que Sisi vaya a tener éxito allá donde Sadat y Mubarak fracasaron.
Con bastante probabilidad será la evolución económica del país la que decidirá la suerte de Al Sisi. Es precisamente en este aspecto donde surgen más dudas en torno a su capacidad para enderezar el rumbo y afrontar la aguda crisis económica que azota el país, sobre todo si tenemos en cuenta que el principal activo de su currículo es haber dirigido con mano de hierro la Inteligencia Militar. Debe tenerse en cuenta que Egipto se encuentra al borde del colapso como ponen de manifiesto los datos macroeconómicos. En el último año, la deuda pública ha crecido un 14% y la inflación supera el 10%. Cuatro de cada diez egipcios viven bajo el umbral de la pobreza, por lo que el gobierno se ha visto obligado a destinar una cuarta parte del presupuesto para subvencionar productos básicos como el pan, la electricidad y la gasolina, todo ello con el objetivo de evitar un nuevo estallido social. Las exhaustas arcas egipcias deben afrontar, además, las nóminas de la sobredimensionada e inefectiva administración, integrada por siete millones de funcionarios. A ello ha de sumarse la caída en picado del turismo, una de las principales fuentes de riqueza del país.
Ante esta situación, el nuevo rais confía que los militares, que controlan un tercio de la economía, jueguen un papel esencial en el proceso de renacimiento que se anuncia a bombo y platillo. Entre tantas incertidumbres, la única certeza es que Egipto es cada vez más dependiente de las petromonarquías árabes, que le han prestado una ayuda de 12.000 millones de dólares en el último año. Obviamente esta ayuda no es desinteresada y, entre otras cosas, está ligada a un trato favorable a las inversiones provenientes del Golfo, pero también a que no se pongan trabas a la imparable penetración del credo salafista promovido por Arabia Saudí, hecho que está provocando un gradual deslizamiento de la población hacia posiciones rigoristas y puritanas cuyas consecuencias están por ver.
Para diversificar sus alianzas, Al Sisi ha prodigado en los últimos meses sus viajes al extranjero tratando, a su vez, de recuperar el protagonismo que antaño tuvo Egipto en el tablero regional. Ante las naturales cautelas de EE UU y la UE, Al Sisi se ha aproximado a Rusia con la que ha cerrado un importante acuerdo armamentístico por valor de 2.000 millones de dólares, lo que indica la tradicional alianza entre El Cairo y Washington, vigente durante las últimas cuatro decadas, pende ahora de un hilo.
Está por ver cuánto dura el periodo de gracia del que disfruta Al Sisi, ya que parece difícil que la proverbial paciencia del pueblo egipcio se mantenga de manera indefinida. En el caso de que el rais sea incapaz de mejorar sustancialmente la situación económica y siga apostando por medidas represivas para acallar a sus detractores no puede descartarse el estallido de una tercera ola revolucionaria que vuelva a reclamar en las calles “pan, libertad y justicia social”.
*Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos la Universidad de Alicante.
Fuente:elpais.com
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