GUSTAVO D. PEREDNIK
En el centenario de la Primera Guerra Mundial.
Puede decirse que los dos últimos siglos nacieron con tres lustros de demora. En el caso del siglo XIX, la «paz perpetua» planeada por Emanuel Kant en 1795 se perfilaba plausible a partir del Congreso de Viena de 1815, con el que se clausuraron las guerras napoleónicas y se puso en movimiento la Europa de la Restauración.
Sin embargo, la prehistoria bélica de la humanidad se resistió a desvanecerse, como sigue resistiéndose en pleno siglo XXI. La desilusión colectiva dio en denominarse «el mal del siglo», expresión que refiere el abismo que hay entre los grandes sueños de una generación y la pequeñez de sus realizaciones.
En el caso del estallido del siglo XX, el precipicio fue aterrador. Cuando el joven serbio Gavrilo Princip apretó el gatillo aquel fatídico 28 de junio de 1914, no asesinó sólo a la pareja heredera del trono austrohúngaro, sino a la Belle Époque en su conjunto.
Estallaba la burbuja de una Europa optimista y segura: la de las grandes exposiciones mundiales y los comienzos de la aviación; la del Art Nouveau y la incipiente cinematografía; la de las calles con luces de neón y el París del can-can y los cabarets emblemáticos, la Torre Eiffel y los spas; la de Toulouse-Lautrec y Rimbaud; la era que se pinchó estrepitosamente arrastrando a más de treinta países a una Gran Guerra que hundió medio planeta, derrumbó cuatro imperios, cobró la vida de ocho millones de personas y dejó otras tantas inválidas o malheridas.
El naufragio general anunciado por Edward Grey («las luces se apagan y jamás volveremos a verlas relucir») tuvo como agüero el barco que, en el peor accidente naviero hasta entonces, dejó a 1500 muertos en el Atlántico. Aquel 15 de abril de 1912 el Titanic fue símbolo de la Europa de marras que, arrogante y lujosa, aceleraba hacia el choque contra un duro iceberg: la rivalidad entre las potencias marítimas.
Hasta ese momento, las enormes tensiones seguían contenidas por el parche histórico del Congreso de Berlín de 1878, a partir del cual se congeló en una latencia de casi cuatro décadas la codiciosa competencia imperial por la conquista del África.
La última seria tentativa de aminorar la explosión fue la Misión Haldane, propiciada por dos judíos que se esforzaron para evitar la guerra, y cuya iniciativa terminó por fracasar el 29 de enero de 1912. Ambos, apropiadamente, fueron hombres de mar.
De un lado Albert Ballin, el constructor de la marina mercante alemana y asesor del Káiser Guillermo II. En 1891 había iniciado los cruceros turísticos, y dirigía la compañía más grande del mundo en buques de vapor. Del otro Ernest Cassel, amigo y consejero del rey británico Eduardo VII, y el principal financista en la construcción de la represa de Asuán.
Ballin y Cassel pergeñaron un convenio para detener la carrera armamentista, haciendo creer a cada uno de sus gobiernos que la otra parte tomaba la iniciativa.
En la práctica, la guerra podía haberse evitado si Alemania aceptaba la superioridad británica en los mares a cambio de que su propia expansión colonial en África no fuera perturbada.
Para cosechar el fruto de los tanteos diplomáticos, llegó a Berlín el Ministro de Guerra inglés (Richard Burdon, conocido como Lord Haldane), y Alemania optó por dar un portazo en las negociaciones con su anuncio de que ampliaría unilateralmente su programa naval.
Así prevalecía el ímpetu bélico bien resumido en el vaticinio del Jefe del Estado Mayor Helmuth von Moltke: «Estamos preparados, y cuanto antes, mejor para nosotros».
En efecto, Alemania veía con alarma que Francia e Inglaterra se armaran velozmente, y las élites germanas suponían que una conflagración les daría la posibilidad de emerger como gran potencia mundial. Todo ello abonado por la tradición luterana de glorificación del Estado. Por ello fracasó la intentona de Ballin y Cassel, y el primero de ellos terminó suicidándose junto con el siglo XIX entero.
Las visiones que deparaba la guerra fueron inesperadamente tenebrosas: los mortíferos pantanos de Passchendaele y el debut de las armas químicas por parte de los alemanes en Yprés. En las Ardenas, entre el 21 y el 23 de agosto Francia perdió 25.000 hombres, y sólo en las afueras de París logró detener a los alemanes en la feroz batalla del Batalla del Marne. La contraofensiva del general Ludendorff reinstaló sus posiciones y, después de cuatro años de batalla y de un costo de centenares de miles de jóvenes, ninguno de los bandos se movió ni un milímetro. Era un símbolo de aquella guerra en su conjunto.
Los judíos en guerra
Cerca de la cuarta parte de los judíos, unos cuatro millones, residían en la lid de la guerra y se sumaron a los esfuerzos bélicos de cada país. Las organizaciones internacionales israelitas, incluida la Organización Sionista Mundial, permanecieron neutrales.
El zar ruso (aliado en la Triple Entente con Gran Bretaña y Francia) continuaba con su política judeofóbica, aun a pesar de que medio millón de judíos portaron uniformes rusos. Dicha hostilidad acercó a muchos israelitas al anhelo de una victoria germana, y en el ejército de este país servían cien mil judíos.
A pesar de que su participación en la movilización bélica de sus países era proporcionalmente mayor que la de los no-judíos, en ambos bandos se los acusaba de deserción y aun de traición. En Alemania, fueron obligados a firmar humillantes declaraciones de lealtad.
A pesar de ello, durante los primeros años algunos judíos alemanes respondieron al pedido de su Gobierno y crearon el Comité para el Este que diseminaba propaganda pro-germánica entre los polacos. Notablemente, uno de los máximos filósofos judíos modernos, Hermann Cohen, viajó en 1915 a EEUU en un intento de motivar a los norteamericanos a ingresar en la contienda del lado alemán.
En el Este, un cuarto de millón de judíos murió en batalla, y más de un millón se transformaron en refugiados debido a que el Gobierno del zar los acusaba de ser colaboracionistas con Alemania; más de medio millón de judíos debieron abandonar sus hogares y reasentarse en el interior del país. Estos desdichados obligaron a la judería mundial a recaudar fondos de ayuda.
Judíos combatían contra judíos, más de 12.000 de ellos cayeron por el «Vaterland» alemán, y sólo la pequeña minoría probritánica entre los hebreos entendió que la Gran Guerra demandaba una iniciativa propia.
Hacia el fin de la guerra la mayoría de los judíos eran blancos de un odio generalizado. En Alemania los veían como representantes de un régimen republicano impuesto por los vencedores, y en general eran acusados de la revolución bolchevique en Rusia. Al final, la derrota de los alemanes, aplastante e inesperada por ellos, los hizo buscar chivos expiatorios de su humillación, y pergeñaron el mito de «la puñalada en la espalda».
Mientras el bolchevismo destruía la vida judaica, los nacionalismos lituano y polaco exacerbaron su judeofobia. Unos cien mil judíos fueron asesinados en las campañas anticomunistas en Ucrania, Polonia y Rusia.
Desde su rincón en Eretz Israel, la pequeña población hebrea aspiraba a la independencia pero era consciente de la imposibilidad de expulsar al imperio otomano de Palestina. Sin embargo, cuando Turquía se alió a Alemania e ingresó en la guerra, un grupo de jóvenes hebreos montó una red de espionaje a favor de Inglaterra. No podían alzarse en rebelión contra Turquía, pero podían contribuir a que fuera vencida en la guerra. La red se denominó Nili (siglas del versículo bíblico «La eternidad de Israel no habrá de decepcionar») y en efecto coadyuvó con la derrota de los otomanos.
Contra éstos, además, combatió propiamente un ejército judío, el primero en dos milenios. Se conformó en base del Cuerpo de Mulateros de Sión comandado por Yosef Trumpeldor, y terminó siendo la Legión Judía, que batalló bajo el estandarte de un candelabro y el canto del Hatikva –La esperanza, himno del movimiento sionista y más tarde del Estado de Israel.
La importancia de la Legión Judía puede justipreciarse si se tiene en cuenta que, una vez concluida la guerra, sus desmovilizados conformaron hacia 1920 la semilla del Ejército de Defensa de Israel.
Otro aporte de algunos sionistas a los esfuerzos bélicos de Inglaterra durante la Gran Guerra, fue un descubrimiento del químico Jaim Weizmann, quien tres décadas después se transformó en el primer Presidente del Estado judío. En su laboratorio de Manchester, Weizmann logró producir acetona por medio de la fermentación industrial, un descubrimiento cuya importancia fue inmediatamente apreciada por Winston Churchill, entonces Primer Lord del Almirantazgo. La acetona fue esencial en los años cruciales de la guerra.
Los pocos simpatizantes del sionismo en la cúpula político-militar británica tuvieron sobradas razones para promover el apoyo de su país a las aspiraciones hebreas. Aunque dicho sostén fue fugaz, alcanzó a dar a luz a la Declaración Balfour, en la que el Gobierno inglés expresó simpatía por la restauración judía en Palestina. La aprobación provenía nada menos que del país que emergía de la guerra como primera potencia mundial, y que terminó por conquistar Palestina a mediados de diciembre de 1917. La comunidad internacional, por medio de la decisión de la Liga de las Naciones, también dio su beneplácito a la mencionada restauración en la Conferencia de San Remo.
En suma, la Primera Guerra Mundial hizo que detonara tanto el siglo XX como el protagonismo histórico del pueblo judío, que a la sazón comenzó a escribir su propia historia. En el centro de la tormenta, los judíos fueron objetos de la hostilidad circundante que se incrementaba exponencialmente.
En cierto sentido, la Gran Guerra fue el primer round de su sucesora dos décadas después, sobre la que huelga aclarar las catastróficas consecuencias que tuvo para el pueblo judío. La agresividad alemana, doblegada y humillada en el Tratado de Versalles (28-6-19), permaneció al acecho, y veinte años después se lanzó con ferocidad sin precedentes contra una población mortalmente indefensa.
Fuente:nodulo.org
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