BERNARD-HENRI LÉVY
Regreso a Ucrania.
Pero esta vez, a varias de esas ciudades de habla rusa situadas en el este del país que, según los medios de comunicación occidentales, son presa de la fiebre separatista.
Estoy con Petro Porochenko, el candidato favorito para las elecciones presidenciales del domingo, al que no veía desde que visitó a François Hollande en abril, en una campaña como las estadounidenses, con tres ciudades cada día, y en cada ocasión el mismo ritual, a toda marcha, desde la pequeña rueda de prensa hasta el gran mitin popular ante la basílica, pasando por el reparto de fotos dedicadas del candidato.
Y de esta breve inmersión en la otra Ucrania, de esta estancia en esas tres ciudades de nombres impronunciables (Dnipropetrovsk, Dniprodzerjynsk, Kryvyï Rih), de historia a veces inquietante (Dniprodzerjynsk se llama así en homenaje a Felix Dzerjinski, el fundador de la Checa), de esas instantáneas de campaña a la sombra de altos hornos o de minas, de plantas de carbón y acerías que no han cambiado desde la época soviética (y que son un insulto para las normas más elementales de seguridad y protección del medio ambiente), extraigo algunas observaciones que, en vista del debate actual, pueden tener interés.
En primer lugar, hay mucha gente. El hombre de Kiev celebra en las tres ciudades unos mítines espectaculares: la plaza local, abarrotada; una multitud increíble de banderas y pancartas; y, en cada ocasión, decenas de miles de hombres y mujeres que se han acercado a escuchar al patriota ucranio (¡y desde qué distancia! En Kryvyï Rih dicen que, con varias decenas de kilómetros de extensión, sobre las minas y los depósitos de minerales, es la ciudad más larga de Europa, y posee la mayor línea de tranvía del mundo).
En segundo lugar, la gente está contenta de estar allí. Rostros ennegrecidos por los pozos damnificados en las orillas del Inhulets, obreros cansados por el trabajo del complejo metalúrgico de Dniprovsky, cincuentones desdentados cuya esperanza de vida no llega, según me dicen, a los 60 años: todos aplauden al candidato, o, mejor dicho, le ovacionan. Le ovacionan cuando promete unas condiciones de trabajo más humanas, salarios acordes con los que él paga en sus propias empresas, jubilaciones decentes, le ovacionan cuando evoca el martirio de esta región desangrada por las guerras, las revoluciones y contrarrevoluciones, el genocidio ucranio, la ocupación nazi, pero también le ovacionan, igual que en Kiev, cuando expresa su voluntad de luchar contra la corrupción y por la transparencia, contra el Gobierno de sinvergüenzas y por el respeto a los derechos.
Más satisfactorio y sorprendente todavía, en estos territorios sobre los que planea la sombra de los antiguos reinos cosacos, en estas ciudades arruinadas pero que, como Dnipropetrovsk, presumen de albergar las fábricas de las que salieron los primeros misiles balísticos intercontinentales de la URSS, es el hecho de que escuchen a Porochenko cuando, al tiempo que anuncia su intención de proteger los derechos de las minorías y, por tanto, su lengua, afirma su apego innegociable a ese crisol nacional que es la lengua ucrania: “No existen ucranios del oeste y ucranios del este, no hay ucranios rusófonos y ucranófonos, no existe más que una Ucrania, única e indivisible”; y tengo la impresión, por un breve instante, de estar oyendo de nuevo a un gran estadounidense cuando, hace 10 años, dijo por primera vez que “no hay estados azules ni estados rojos, solo existe Estados Unidos”.
De los asistentes, los que he podido entrevistar, algunos salen conquistados, otros son más escépticos y seguirán siendo fieles, me dicen, al Partido de las Regiones, del huido presidente Yanukóvich, pero todos están de acuerdo en dos cosas:
Una, la voluntad de votar. Con miedo, por supuesto, al peligro de que les rompan la cabeza los matones llegados de Rusia para entorpecer las elecciones. Pero con la firme intención de superarlo. Con el empeño feroz de derrotar a los rompeurnas, y la esperanza de ver que los cientos de observadores enviados por la comunidad internacional cumplen su tarea y les ayudan a deshacerse de ellos.
Y otra, la intención igualmente firme de permanecer, pase lo que pase, en Ucrania. Queremos que nos traten mejor, dicen. Ya no soportamos más esta miseria, esta desolación. Queremos un Estado descentralizado que nos permita administrarnos mejor. Pero descentralizado no es federalizado. Y que no crean que vamos a caer en la trampa tendida por Putin cuando propone un federalismo que no es más que la disolución de Ucrania.
Es decir, esta no es, ni mucho menos, la terrible situación que esbozan los creadores de opinión occidentales.
La Ucrania de habla rusa es mucho más ucrania de lo que quieren creer quienes buscan buenas o malas razones para ceder ante Putin.
Y el mensaje —¿hace falta decirlo?— se dirige también a ellos, a nosotros, a todas las posibles víctimas de una guerra semántica que, como de costumbre, es decisiva.
No a esta federalización que no es más que una forma educada de hacer vulnerable al país para absorberlo, tarde o temprano, en el seno de la dictadura.
Y sí a un proceso electoral que, al fortalecer a Ucrania, fortalecerá también a Europa, y que, por tanto, las grandes democracias deben garantizar y proteger.
*Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Fuente:elpais.com
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