Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

La decencia de callar

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PERLA SNEH PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

 

Cuando, en 1957, un joven revolucionario increpó públicamente a Albert Camus, instándolo a pronunciarse claramente por  la independencia de Argelia –aún con toda su violencia- éste respondió, con tono grave: En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, prefiero a mi madre.

 

Ese tono tiñe nuestros días. Conviene leer; hablar poco, no con cualquiera, apenas los más cercanos, aún si para callar juntos, desolados. No sólo porque la sangre que corre merece abstenernos del parloteo obsceno, en el que los sermones virtuosos rivalizan con la infamia mientras el peor oportunismo periodístico se codea con la necedad, sino porque, ante la compulsión de tantos a “pronunciarse”, hay que empezar de nuevo. Otra vez.

 

El periódico que suelo comprar habla de “bombardeos judíos”. “Murió un ciudadano judío”, informa. Luego: “Murió un beduino”. Aclaremos: ambos eran ciudadanos israelíes. Un noticiero insiste con “el conflicto judeo-palestino”. (Curiosamente, cuando la comunidad judía argentina llama a un acto en apoyo de Israel y por la paz, el noticiero de turno transmite que éste fue realizado por “organizaciones israelíes”.) El mencionado diario informa (20/7) que “la operación ‘Filo Protector’ ya dejó 508 palestinos muertos, mientras que las respuestas de Hamas mataron a 15 israelíes.” ¡Por fin, israelíes! Entendemos: israelíes son los soldados. No son civiles, mujeres, niños. Israelí significa ejército. (¡Uno de los más poderosos de mundo! ¡Amenaza la paz mundial!) Dejemos de lado, por ahora, la impudicia de una matemática infame y detengámonos en la foto que acompaña la nota: judíos ultra-ortodoxos envueltos en banderas palestinas. Son, ilustra el epígrafe, miembros de Neturei Karta[1], una secta judía que rechaza cualquier forma de sionismo. ¿Sabrá el diario que ellos, fanáticos ultra religiosos, no abogan por la causa palestina sino que consideran al Estado de Israel como lisa y llana herejía porque aún no ha arribado el Mesías? ¿Sabe que a ellos se refería Ajmadineyad cuando alegaba “no tener nada contra los judíos”? ¿O sólo obedece la vieja consigna stalinista: “mejor que lo diga un judío“? Y aún en ese caso, ¿no tiene acceso a la prensa israelí, a sus denuncias, a las manifestaciones antibélicas (que -ha ocurrido- pueden ser interrumpidas por inminencia de misil) de los propios ciudadanos israelíes quienes sostienen durísimas polémicas en torno a la actual operación en Gaza?

 

La crónica del diario tiene, además, un extraño efecto: “palestinos” se iguala a “Hamas” –homologación más que cuestionable[2]– y esa organización queda legitimada como “fuerza de defensa”. Nada dice el diario de los quince mil cohetes que Hamas disparó[3] antes del actual conflicto, de su prédica de odio, del condicionamiento y adiestramiento militar de los niños palestinos. Tampoco menciona lo que Hamas proclama abiertamente en su carta fundacional que establece que Israel “seguirá existiendo hasta que el Islam lo extermine”; que rechaza toda “solución pacífica” por inútil; que sostiene que los judíos han creado el Consejo de ONU para, con él, “poder gobernar el mundo”; que declara que “la conspiración sionista no tiene fin” y “ha sido delineada en los Protocolos de los Sabios de Sion” (sic). Tampoco dice nada el diario de los dichos de Fathi Hammad, ex ministro de Hamas: Es como decirle al enemigo sionista: nosotros deseamos la muerte tanto como ustedes desean la vida. Millán Astray sabía decirlo en español: ¡Viva la muerte!

 

Dejo el diario, vuelvo a Camus. Cuenta que su padre hizo el servicio militar en Marruecos en 1905. Una vez él y un compañero encontraron a “un camarada con la cabeza echada hacia atrás, extrañamente vuelta hacia la luna (…) Había sido degollado, y en la boca, la tumefacción lívida era su sexo entero”. “No son hombres”, dice el padre. La respuesta que recibe es que a juicio de ellos, ése era el modo en que debían obrar los hombres, que ellos estaban en su tierra y empleaban cualquier medio. El padre insiste: “Está mal. Un hombre se contiene“.

 

No todo es lícito, hay actos que degradan toda causa.

 

Y si los actuales bombardeos degradan la causa israelí, Hamas degrada la causa palestina. Pero no hablo de “proporcionalidad”. Todo en el conflicto con Hamas es desproporcionado: ¿cómo hacer cuando combatientes y civiles visten igual en  un absurdo campo de batalla, hecho de viviendas, parques, escuelas y hospitales? ¿Alcanza con avisar a la población por medio de volantes, llamados telefónicos y mensajes de texto, perdiendo así el valioso factor sorpresa, decisivo en toda guerra? ¿Cómo defender a la propia población de una lluvia de cohetes si para ello hay que atravesar un escudo humano? ¿Cómo salvar al niño que está en la escuela desde donde se disparan misiles o al ama de casa bajo cuya vivienda pasa un túnel que llega al propio territorio? Estos son los terribles dilemas que pesan ahora sobre la conciencia de los israelíes.

 

Ya en plena guerra de Argelia, Camus y su madre escuchan una fuerte explosión: un acto terrorista. Corre a la calle y ve a un obrero en camiseta increpando a un muchacho árabe: -“Raza inmunda”. “Yo no he hecho nada” -dice el otro. -“Todos están en la misma. Hay que matarlos a todos”. Camus interviene y protege al muchacho. Sabe que cuando reina la violencia,  los inocentes no encuentran lugar.

 

Esa violencia es la que tantos y tan livianamente identifican hoy con “el sionismo”. Entonces ya que todos hablan de Israel, permítaseme aquí hablar de Hamas, una organización que enarbola con saña un arma tan feroz como imbatible: el niño muerto. Si no pueden ser israelíes (“¡ellos esconden a sus muertos!”), pues que sean palestinos. Para eso promueve su producción a escalas inimaginables y los ofrece al morbo voyeurista de ese Moloch cibernético siempre muerto de hambre que son las redes sociales. La producción industrial de esos pequeños mártires es la estrategia de Hamas, implementada no a través del poderío bélico, sino como una propuesta sacrificial que enfervoriza a las masas, que, a sabiendas o no, se dejan tomar por el viejo motivo del “crimen ritual”. Que Israel, existencialmente amenazado desde su misma fundación, caiga en esa provocación –cada civil muerto fortalece a Hamas- habla menos de la supuesta crueldad inherente al judaísmo (conozco gente inteligente que se dedica a demostrarlo) que de un error trágico que puede conducir a un callejón sin salida. Pero el mundo, deleitado, encuentra la oportunidad de vociferar ¡genocidio!

 

La vieja Europa -que, según una amarga ironía, nunca podrá perdonar a los judíos por Auschwitz- se exonera a cuenta de Israel, el único estado sobre cuyas acciones “no se puede callar”[4]. Y los humanistas no callan: Muerte a los judíos (o, en su versión yihadista, Itbaj al’Yahud), gritan -haciendo la quenelle, el recreado saludo nazi- jóvenes en París. En Berlín: Judíos al gas. En Varsovia llaman a llevar la bandera israelí a las chimeneas de los crematorios. En La Haya, a llevar a los judíos de las cloacas a la muerte.  En Belfast, la policía debe custodiar una sinagoga cuyas ventanas fueron apedreadas, reemplazadas y vueltas a apedrear en menos de un día (Y, bueno, “cuando las sinagogas comienzan a actuar como embajadas…”). Pero la brava Europa no está sola. En Marruecos, el rabino principal de la comunidad fue apaleado. En Sudán, el editor de un periódico que llamó a establecer lazos con Israel, fue brutalmente golpeado. “Dios bendiga a Hitler”, entona una cantante turca (ya no hablemos de los dichos de su presidente). Bajo el lema “Hitler tenía razón”, vemos su foto con la frase: Podría haber matado a todos los judíos, pero dejé algunos vivos para que se sepa por qué los mataba. Lo que se llama “vergüenza ajena” me impide citar latinoamericanos.

 

Pero no todo ocurre en la calle, los claustros aportan lo suyo: “Israele come Hitler, bastardi nazisti”, dice un profesor italiano, reclamando no sólo “mejores armas” para Hamas y “brigadas internacionales”, sino más muertos israelíes. Y, abundando en estereotipos, agrega: “No olvidemos que la Reserva Federal está en manos de Rothschild y Rockefeller”. (Ah, ese instruido militante argentino que twitteó: “Paul Singer, sionista”. ¡Un Honoris Causa ahí!). Pero sigamos, que esa gavilla no es avara ni rencorosa. Un iluminado galo descubre el verdadero sentido del significante judío: “nazi”. Un español –desoyendo el remozado grito fascista de Hamas- encuentra que Israel es peor que Franco. Un esloveno sostiene que el sionismo es el verdadero antisemitismo y por eso “los nazis lo apoyaron” (sic). Ya un escritor germano había poetizado el peligro intrínseco que representa ese país “al que se prohíbe nombrar”. En resumen, hay un único, esencial y recurrente  culpable de la historia.

 

No se imagina cuántos son los infames (…) ¿Debo mencionarle nombres? (…) ¡Esas gentes escriben poesía!, dice en una carta Celan a Nelly Sachs (1960).

 

Repito aquí palabras de León Werth: charlatanes de la política,  filósofos del periodismo. No sólo evitan una lectura profunda del histórico conflicto palestino-israelí, sino que profanan -una vez más- la memoria de los asesinados en la Shoah.

 

Por supuesto (¿otra vez hay que aclararlo?): criticar al gobierno de Israel por sus acciones no es “anti-israelí” ni, mucho menos, “antisemita”. Tampoco lo es objetar los asentamientos o reclamar actos concretos en pro de una coexistencia pacífica. La ofensiva israelí debe cesar, sobre todo ahora, que ha provocado tantas víctimas (pero ¿acaso un  solo niño muerto -palestino o israelí- no es en sí el horror?). Y, sin embargo lo es –antisemitismo, digo- censurar a Israel obviando la criminalidad de Hamas; o abogar por borrar a Israel del mapa; o invocar “Los protocolos…”. lo es suponer que el dolor de Palestina (porque, al parecer solo “Palestina duele”[5]) se cura rebobinando la historia y reparando el “error de origen”. Y, sobre todo, sí lo es tildar a Israel de “nazi”, palabra sin atenuantes, porque no hay –y con razón- libertad de expresión que se le aplique. Calificar con ella a los judíos o a los israelíes (no sé qué diría el diario) sólo persigue proscribirlos como tales, volverlos en esencia inaceptables y, por tanto, quitarles todo derecho a la palabra.

 

Pero hay palabras que deben ser dichas. Y una es tragedia.

 

Estamos ante una tragedia histórica en su sentido más extremo: dos justicias enfrentadas. Los israelíes tienen derecho a no vivir amenazados por Hamas, a no ser secuestrados, a no ser blanco de misiles. Los palestinos tienen derecho a su propio estado, a manejar su economía, a vivir en libertad. Dos pueblos, dos estados… Ah, pero ¿no es lo que decía aquella vieja resolución de la ONU, la 181 –muy anterior a la 242- que llevó a creación del estado de Israel y, subsecuentemente, al inmediato ataque de los países árabes circundantes? Pero ¿acaso esa independencia no significó también la naqba y miles de refugiados? Pero ¿acaso no fueron expulsado en igual número los judíos de los países árabes y ninguno de ellos sigue siendo refugiado? Pero, ¿acaso no ocuparon los territorios? Pero ¿acaso la OLP no fue fundada en 1964, tres años antes de la ocupación de los territorios? Pero ¿acaso no siguen construyendo asentamientos? Pero ¿y el muro? Pero ¿y los atentados suicidas que bajaron a cero con él?… Las recriminaciones mutuas son interminables. El dolor (incluso -¿osaré decirlo?- el dolor israelí) también.

 

Sin embargo, los “ilustrados” ignoran la complejidad de esa escena pavorosa -donde, cada vez más, la ira y la venganza acumuladas por años obnubilan el discernimiento- y despojan de toda densidad trágica a los muertos israelíes (¿sería judío aquel beduino?). La academia, devota de Hegel[6], ve, con simpleza, dignidad en un solo campo: por un lado, muerte anónima (cuando no “merecida”); por el otro, mártires. Cualquier otra mirada es “teoría de los dos demonios”[7].

 

¿Qué palabras son ahí posibles? Porque, no nos engañemos, se trata de palabras, aunque ya no confiemos mucho en ellas. Palabras para nada ingenuas, para nada utópicas; tampoco son las que frecuentan aquellos que Sartre llamaba “demócratas abstractos”. Pensamos en los acuerdos de Oslo. Me consta que muy pocos, los mejores, recuerdan su texto, su espíritu. Otros recordarán, al menos, la foto. En ella, Rabin y Arafat se daban la mano: sonreían, pero no desconocían la historia; sin embargo, con todo ese pasado a cuestas, habían logrado encontrar el lenguaje que les permitió llegar hasta ahí.

 

Un hombre, se contiene.

 

Rabin, quien, como militar  había censurado la canción Shir Shalóm (Canción de paz) estrenada, en los ’70 por un coro del ejército (Gadná) adoptándola luego como himno del movimiento que él mismo lideró rumbo a ese increíble encuentro. Arafat, que entraba armado a la ONU y prologó la versión árabe de Mein Kampf.  Rabin, asesinado por un extremista israelí. Arafat, denunciado como traidor por Hamas. Hombres que tuvieron la osadía de intentar palabras pronunciables al borde del abismo; que habían no sé si logrado pero seguramente intentado ver el mundo a través de los ojos del enemigo. Ninguna epifanía, ninguna visión mesiánica, sino el esfuerzo enorme y sostenido de dominar los propios recelos, los propios temores, los propios rencores.

 

Werth -que en 1941 escuchó a Hitler decir: “Me enfrenté al internacionalismo judío”- se preguntaba, maravillado, cómo Claudel salió del antisemitismo. No llegó a leer el Diario de Claudel, sus cartas, su enorme trabajo sobre la Biblia y el Talmud –pliegue sobre pliegue- trabajo hecho en soledad, en silencio. Claudel, el gran reaccionario, escribió al Gran Rabino de París una carta -que se volvió panfleto clandestino- sobre la repugnancia que le producían las persecuciones.

 

Lejos del silencio reflexivo, de la soledad decorosa, la república de los profesores vocifera. Es menos costoso que intentar palabras vacilantes para una justicia tan improbable como necesaria, una justicia que -lejos de los moralismos banales, de la identificación fácil, del estrechamiento de las opciones, de la pereza intelectual- enfrente la dimensión pragmática –es decir, la más existencial- de este agónico conflicto.

Quienes intenten encontrar -¿inventar?- esas palabras inauditas, no podrán no asomarse a ese borde abismal. Quienes no, debieran tener, al men



[1] En arameo: Guardianes de la Ciudad. El grupo, compuesto por algunos centenares de fanáticos, nació en 1935 contra la ultra ortodoxia general acusándola de no combatir la “herejía sionista”. Su líder, Moshé Hirsch, fue funcionario de Arafat.

[2] Para Hamas, Mahmud Abbas (Abu Mazen), presidente de la Autoridad Palestina no es sino una “rata sionista”.

[3] La “baja efectividad” (es decir, menos “muertos israelíes”) de estos se debe menos a su “chambona puntería” que al sistema de defensa antimisiles que Israel desarrolló.

[4] Así ocurre también con intelectuales que aprecio, cuyos sentimientos se ven conmovidos por las acciones de Israel aunque no por los casi doscientos mil muertos en Siria, miles de ellos palestinos y diez mil de ellos, niños, ni con los mil palestinos que Hamas mató cuando echó a la Autoridad Palestina de Gaza (los altos jefes de la OLP fueron arrojados al vacío desde el piso 17 del único edificio torre de Gaza), ni por los ciento sesenta niños palestinos que murieron cavando los túneles de Hamas, ya que -como los niños deshollinadores antaño- su tamaño los vuelve especialmente idóneos para la tarea. (¿Qué diferencia entre un palestino en Gaza y uno en Siria para conmoverlos tanto? ¿Israel?) Tampoco –y esto es mucho más grave- se vieron conmovidos esos sentimientos por los veinte años de tenebrosa impunidad que aún cubre los escombros de la AMIA y de la Embajada de Israel, causados por atentados que vulneraron la soberanía argentina, que cambiaron para siempre nuestra sociedad. Celebro, en cambio, que, por fin, encuentren que se trata de dos pueblos, dos estados, dos derechos, algo que está en juego no desde 1967 (R. ONU 242)  sino desde 1947 (R. ONU 181).

[5] Excede totalmente el espacio de estas líneas detenernos en la condición de rehén del pueblo palestino, mantenido en la miseria como colchón contra Israel, como rehén que se opone a la violencia defensiva israelí, para abonar la imagen de la brutalidad israelí frente al mundo.

[6] “La gran tragedia del pueblo judío en nada se asemejaba a la tragedia griega, pues no puede suscitar temor o piedad, sentimiento que solo despierta el error fatal de un ser elevado; su tragedia no despierta más que horror  – escribió Hegel, que comparaba el destino del pueblo  judío al de…  ¡Macbeth!- al pisotear y destruir todo lo que hay de sagrado en la naturaleza humana“. (“El espíritu del cristianismo y su destino”).

[7] Que las justicias puedan ser injustas es precisamente el núcleo trágico. Se ve no sólo en la terrible muerte de los niños en Gaza (pero ¿acaso un  solo niño muerto…?). Entre 2000 y 2004, fueron asesinados ciento veintiocho niños judíos, nueve de ellos menores al año de edad. ¿Hay que hacer números? ¿Israelíes volados por los aires en sus casas, sus ómnibus, sus cafés, no cuentan? La muerte de un solo niño palestino es tan criminal como el bombardeo a los civiles israelíes, como el secuestro y asesinato de Ilan Halimi en París (2006), como el fusilamiento de un maestro y sus dos hijos pequeños en una escuela judía en Toulouse (2012), como el asesinato (2014) de cuatro personas en el Museo Judío de Bruselas.

 

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