ANTONIO JOSÉ CHINCHETRU
El conflicto de Oriente Medio ha vuelto a sacar a relucir los prejuicios judeófobos que tan extendidos están en algunas sociedades occidentales —a pesar de que en España apenas haya judíos, este país no es una excepción, sino más bien uno de los casos más fuertes—. Sin duda alguna, en ello tiene mucho que ver la actitud de muchos profesionales de los medios de comunicación, profesores de universidad, miembros del autoproclamado “mundo de la cultura” y determinados dirigentes políticos. Como ya explicamos en otras ocasiones, el antisemitismo es un odio que además de responder a un profundo rechazo a la libertad tiene la característica de ser elitista.
Todos estos antisemitas que tienen la capacidad de expresarse en público, y en muchos de los que lo hacen en privado por no disponer de altavoces mediáticos o académicos, suelen negar que son antisemitas. Se justifican diciendo que son “antisionistas”, ocultando que el denominado “antisionismo” es la más moderna y políticamente correcta forma de antisemitismo. Ante esto, y puesto que la crítica al Gobierno de Israel o algunas de sus políticas es sin duda legítima, se hace necesario saber distinguir dicha crítica legítima (que puede ser acertada o no) de la judeofobia.
En algunos casos resulta evidente que estamos ante un antisemitismo sin disimulo alguno. Ocurre, por ejemplo, cuando se llama al boicot de “productos judíos” y se ofrece un listado de comercios de lo más variopinto, incluyendo algunos que no tienen entre sus principales accionistas a nadie que profese la religión de Moisés.
En otros casos, sin embargo, no resulta tan sencillo diferenciar. Suele decirse que el mejor modo de determinar cuándo se trata de antisemitismo es el doble rasero. Así, por ejemplo, si se niega la legitimidad de Israel para existir como Estado pero no la de otros países, es judeofobia. Lo mismo se puede decir si se montan todo tipo de acciones de protesta contra la intervención en Gaza mientras se guarda silencio ante las masacres en Siria o el verdadero genocidio de cristianos a manos de los integristas islámicos en Irak. El problema de esta técnica es que, funcionando en muchas ocasiones, nos topamos con que también se emplea el doble rasero con otros países o cualquier otro que genera antipatía por parte de alguien. Entonces necesitamos un método con menos excepciones. Y para eso nada mejor que mirar al pasado.
El antisionismo es la tercera forma histórica de la judeofobia europea (y, por extensión, occidental). Por lo tanto, lo mejor es mirar qué tiene en común con las anteriores expresiones de ese tipo de odio: el antijudaísmo religioso de raíz cristiano (en el caso católico superado oficialmente, aunque queden reaccionarios que no se han enterado, por la declaración conciliar Nostra Aetate, de 1965), mayoritario hasta bien entrado el siglo XIX y con fuerza incluso en el siglo XX, y el antisemitismo racial de los siglos XIX y XX, muy vinculado además a los nacionalismos y que llegó a su apogeo con el nazismo alemán. En contra de lo que pudiera parecer a primera vista, hay una continuidad entre las acusaciones que se lanzan contra los judíos desde esos tres tipos de judeofobia. Y es ahí donde puede radicar la clave que buscamos.
Una de las acusaciones históricas tradicionales de los antisemitas contra los judíos es la de ser un “cuerpo extraño”, y por ende dañino, en la que debía de ser una comunidad armoniosa. Así, en la primera etapa eran negadores de Cristo en sociedades cristianas, en la segunda fase eran percibidos como un grupo ajeno a la raza propia de la nación (da igual que fuera la alemana, la francesa, la española o cualquier otra) y para el antisionismo es un Estado artificial inserto en el mundo árabe o islámico por las fuerzas coloniales.
Vinculado con la anterior está la más dura de las acusaciones, la de cometer el peor crimen que la mente humana pueda llegar a concebir. Durante siglos fue el deicidio, en sociedades muy influidas por la religión nada podía ser más grave que asesinar al mismísimo Dios hecho hombre. De ahí se pasó, en un mundo dominado por los sentimientos racistas y nacionalistas, a la acusación de ser traidores a la patria. Así surgió el Caso Dreyfus, al ser acusado dicho oficial francés de religión judía de espiar para Alemania. O en el caso germano, los nazis acusaban a los hebreos de la famosa e inexistente “puñalada” por la espalda que explicaría la derrota en la I Guerra Mundial.
Para las mentes contemporáneas, el peor crimen imaginable es el genocidio. Y de eso se acusa de forma constante a Israel, sin que los acusadores se paren a pensar en que ningún pueblo que sufre un genocidio gana constantemente población, que es lo que ocurre con los palestinos. Se llega al extremo de perversión al comparar a Israel o “los judíos” con los nazis y sostener que cometen un Holocausto igual al cometido contra el Pueblo de Israel. Este último es un genocidio que, sin ser el mayor en términos numéricos (el ucraniano a manos de la URSS o el ocurrido en la China de Mao son peores cuantitativamente), tiene unas características únicas que hacen que para muchos represente el grado máximo de maldad y que, al menos, hacen de él algo históricamente único.
Vinculado a la acusación de cometer el peor crimen posible, no faltaba en el caso nacionalsocialista la acusación de contaminar la pureza racial alemana. Esto es similar a cuando el antijudaísmo cristiano reprochaba al hebreo tratar de alejar a los buenos católicos de la fe en Cristo o cuando el antisionista acusa a Israel o los judíos de comprar voluntades de políticos o creadores de opinión. Esta, la perversión de los no judíos, sería la tercera acusación que nos permite detectar judeofobia.
Una cuarta, también recurrente de forma histórica, es la de manipular en beneficio propio a los gobiernos y los creadores de opinión de todo el mundo. Dicho de otra manera, se reprocha al conjunto de los judíos ser un poder oculto que trata de dominar el mundo y machaca sin piedad a quienes se oponen a sus designios. No era raro que en la Edad Media hubiera clérigos que acusaran reyes y nobles, incluso a obispos o cardenales, de estar manejados por los judíos. En los siglos XIX y XX la acusación se repite, y llega a articularse de una forma muy elaborada en Los protocolos de los sabios de Sión, una obra creada por los servicios secretos zaristas en 1902 a los que algunos todavía dan credibilidad.
En la actualidad no faltan quienes sostienen que Estados Unidos está al servicio de Israel, o que la industria del cine y los grandes medios de comunicación de todos los países están controlados por judíos —a pesar de que resulta imposible encontrar, por ejemplo, un director de periódico o un empresario de comunicación hebreo en España— y responden a los intereses de ese supuesto “lobby”. Por supuesto, se sostiene que todas las grandes empresas y los grandes bancos están en manos de judíos. Si para eso hay que hebraizar a los gentiles Amancio Ortega o Emilio Botín, se hace sin problema alguno.
No vamos a decir que todos los que hagan alguna de las acusaciones contra Israel indicadas a lo largo de este artículo sean necesariamente antisemitas —puede tratarse de un mero desconocimiento que facilita la intoxicación—, pero sí están ayudando a extender el odio antijudío. Otros, sobre todo quienes se escudan en el clásico “lo que soy es antisionista”, sí son abiertamente judeófobos aunque no quieran reconocerlo abiertamente.
La crítica a un Gobierno, el de Israel o cualquier otro, es algo positivo, pero no la difusión de un odio tan profundamente dañino y contrario a la libertad como la judeofobia. Es bueno tenerlo en cuenta a la hora de analizar la actualidad.
Fuente:juandemariana.org
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