LEÓN OPALÍN PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
Aumenta la esperanza de vida de la gente y con ello sus problemas.
En las primeras Crónicas que escribí mencioné la tristeza que sentía por el reducido núcleo de mi familia: mis padres y mis tres hermanos, que de alguna forma convivíamos entre nosotros en un “pequeño gheto”. No pensé que esta estructura fuera generalizada en la Comunidad Judía de México durante la Segunda Guerra Mundial y el periodo inmediato posterior a ésta; este tamaño familiar limitado, en cierta forma, imprimió un carácter particular en la maduración de mi persona y en mi relación con terceros.
En este ámbito, la semana pasada el médico cirujano y conspicuo escritor, Arnoldo Kraus, publicó un artículo en el periódico El Universal y, que reprodujo Enlace Judío, titulado Ser Judío, que confirma la idea de que en México, en los cuarentas, había numerosas familias judías integradas por pocos miembros, fenómeno que quizá se observó en otros países a los que emigraron los judíos en ese periodo.
Arnoldo Kraus menciona: “de mi padres heredé el Holocausto. Por ese legado a vivir sin más familia que mis padres y hermanos. Casi todos los posibles Kraus y Wetsman fueron asesinados en Polonia; sin nazismo yo hubiera podido jugar en la calle con algunos primos y gozar las festividades familiares cuyos apellidos hubieran sido los míos. En casa aprendí los sinsabores del destino, las lacras de abandonar hogares, escuelas, amigos y el concepto de ser judío. Una vez que terminó la guerra que de todos los tuyos, el único sobreviviente fuiste tú, se siembran heridas que pesan y que te marcan para toda la vida”.
Con estos antecedentes, mis hermanos Pepe, Julieta y Java fueron mi familia. Java no tuvo hijos y su matrimonio fue efímero. Los cuatro, junto con mi madre, ampliamos el clan familiar y tuvimos una convivencia más o menos funcional con los parientes de nuestros cónyuges (padres y hermanos, principalmente) y lógicamente con nuestros hijos. Mi padre estuvo relativamente ausente en este proceso.
El inicio de mi propia familia fue difícil, después de cuatro años de noviazgo con la que fue mi primera esposa, Sari, y de tener una intensa convivencia con sus padres y su hermana, los primeros fallecieron trágicamente; reponerme de la pérdida de personas que incondicionalmente me dieron cariño y ayuda en el comienzo de mi vida de trabajo, fue un arduo y largo proceso emocional. A cuatro meses de su deceso, Sari y yo nos casamos. Mi familia y los primos y tíos de Sari nos apoyaron para salir adelante; el primer año de nuestras nupcias la hermana de Sari se fue a vivir por casi 50 años a Israel, donde falleció dos años atrás.
Mantener la unidad familiar constituye una acción compleja, en mi caso particular fue aún más debido a la muerte de Sari y contraer nuevamente nupcias e integrar a la familia a dos nuevos hijos fruto de estas últimas. A lo largo de la vida hay etapas en que se fortalecen los lazos familiares, y otras, en que se debilitan; en relación a esto último fue debido a la muerte de mis padres; de mi hermana Julieta y su esposo, así como de mi hermano Pepe y su esposa.
En general, casi toda mi vida existió una vinculación estrecha con la familia, tanto en momentos de felicidad como en situaciones infaustas. No obstante, desde hace cuatro o cinco años se ha dado un distanciamiento creciente con los hijos, y que sobre todo, afecta la relación con mis cuatro nietos, como he apuntado en Crónicas previas, son este momento de mi senectud, una parte vital de mi existencia. En este espacio he analizado, quizá en exceso, y, en ocasiones, en forma parcial a mi favor, las causas del alejamiento; de aquí que no abundaré en el tema; solo añadiré que en la crisis existencial que vivimos las personas de la tercera edad, de la cual nadie escapa, el “abandono” de los parientes hacen más complicada la vida. La buena relación con mi esposa, con las intolerancias propias de la tercera edad, enaltece nuestra existencia, empero, no sustituye el vínculo filial.
En la medida que los adultos mayores llegan a una edad más avanzada y paulatinamente no pueden valerse por sí mismos, requieren el apoyo de terceros; en países desarrollados es frecuente la ayuda de voluntarios que los auxilian en sus tareas domésticas, supervisan su medicación, los sacan a pasear o simplemente conversan con ellos para hacer más grata su vida. En las naciones como México, la mayor parte de la población de la tercera edad vive una situación muy lamentable por falta de recursos de las instituciones gubernamentales, y por una marcada, carencia de espíritu de solidaridad de la gente.
El envejecimiento de la población en México y en el mundo está creciendo a una tasa acelerada por los avances extraordinarios en la medicina y la disminución en la relevancia porcentual con los menores, como consecuencia de la caída de la natalidad. En México existen hoy día 8.5 millones de personas de 60 años o más, número que subirá a 21 millones en 15 años. Asimismo, la ONU prevé que de aproximadamente 700 millones de personas mayores de 60 años en la actualidad subirá a 2,000 millones dentro de 35 años, un fenómeno que demandará ajustes en la inclusión social para evitar una crisis generacional. La transformación demográfica mencionada ya está ocasionando un aumento de los índices y enfermedades crónico degenerativas e incapacidades de los individuos, situación que requiere de ingentes recursos para enfrentarla, y que por el momento no están disponibles, sobre todo en las naciones en desarrollo. Así mismo, es vital que se implementen políticas públicas y cambios en el papel que deben desempeñar las familias con sus adultos mayores, para que su envejecimiento sea “exitoso”: activo, saludable y digno, no es difícil vislumbrar que el futuro de los viejos en el mundo será sombrío; el cariño familiar puede atenuar su sufrimiento.
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