El Antisemitismo facsimilar

ENRIQUE KRAUZE KLEINBORT

A Paco Calderón, Premio Moors Cabot

Además de su horrenda estela de muerte y las divisiones cada vez más profundas y amargas que ha provocado, la guerra en Gaza ha despertado al dormido monstruo del antisemitismo europeo. En América Latina no ha ocurrido lo mismo, pero la criatura se mueve.

Algunos gobiernos han mostrado su rechazo a las acciones de Israel. Chile y Brasil llamaron a sus embajadores, Fidel Castro lo acusó de genocidio y los gobiernos cercanos a la Revolución Boliviariana lo han condenado públicamente.

Si bien las posturas adversas a la política israelí no son antisemitas, algo nuevo está ocurriendo en las redes sociales en español, donde la condena a Israel viene acompañada a menudo de diatribas antisemitas. Esta región no es particularmente antisemita, pero corre el riesgo de serlo.

Jorge Luis Borges definió, en una línea escrita en 1938, la diferencia entre el antisemitismo alemán y el argentino: “Hitler no hace otras cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico”. Su reflexión fue válida entonces y lo es aún ahora, no sólo para Alemania y Argentina sino para Europa e Iberoamérica. Hasta hace unas décadas, el antisemitismo fue un derivado de dos odios importados: el antiguo prejuicio contra los judíos proveniente de la tradición católica española y el racismo europeo del siglo XX. Pero en tiempos recientes, exacerbado por el conflicto palestino israelí, ha aparecido un tercer antisemitismo: un antisemitismo de izquierda.

Desde tiempos de la Conquista hasta mediados del siglo XVII, sucesivas olas de inmigrantes judíos provenientes de España y Portugal (de donde habían sido expulsados) se avecindaron en la futura América Latina. Aquí practicaron secretamente su religión y tejieron una red comercial y financiera que fue un presagio de la actual globalización. A mediados del siglo XVII, está población murió en las hogueras de la Inquisición o escapó hasta desvanecerse -en el espacio y el tiempo- dejando algunas huellas culturales más allá de los apellidos de “cepa judeoportuguesa”. Por eso mismo, no se generó un antisemitismo autóctono.

A fines del siglo XIX, los países independientes de Iberoamérica acogieron nuevas oleadas de inmigrantes judíos. El principal receptor fue Argentina. Como sus remotos antepasados, huían de la persecusión, en su caso zarista. En las primeras décadas del siglo XX, con el ascenso del antisemitismo en Europa del Este, la corriente incluyó miles de judíos polacos. En la mayoría de los países de América Latina, estos inmigrantes encontraron una atmósfera general de tolerancia, sólo interrumpida, por una década, por efecto de otro odio exógeno: la propaganda nazi.

Al estallar la Segunda Guerra, un sector de la prensa y la opinión pública latinoamericana simpatizó con las potencias del Eje. Las publicaciones antisemitas circularon profusamente, junto con obras (artículos, caricaturas, carteles, folletos) de autores locales.

En la postguerra, la conciencia del Holocausto y el prestigio de Israel abrieron una era de empatía hacia los judíos. Pero en Argentina el nazismo mantuvo cierta influencia debido al asilo concedido por Perón a varios altos rangos hitlerianos que dejaron escuela y cuyo momento para ensayar sus prácticas genocidas llegó en los años setenta.

En 1976 dio inicio el caótico período en que los militares argentinos tomaron el poder y sometieron a los liberales y los izquierdistas a un régimen de exterminio. La tortura era la misma en el caso de judíos y no judíos, pero si se trataba, como Jacobo Timmerman, de un judío liberal, se acompañaba de gritos de “judío” “judío” y ocurría en un cuarto con un retrato de Hitler. Quizá Timmerman salvó su vida gracias a que los torturadores lo creían miembro prominente de la conspiración consignada en los “Protocolos de los Sabios de Zion” y esperaban sacarle información significativa.

Aunque el terror cesó con el advenimiento de la democracia en 1983, los judíos argentinos enfrentarían un nuevo hecho de sangre en 1994, cuando una bomba plantada por las autoridades iraníes -con la complicidad oficial- destruyó el edificio de la comunidad israelita matando a 85 personas. Un tercer elemento exógeno, el incesante conflicto de Medio Oriente, había llegado a América Latina.

En estos últimos veinte años, el justificado enojo de los ámbitos liberales y la izquierda con la ocupación israelí de los territorios en Cisjordania y la Franja de Gaza se ha venido transformando en algo muy distinto: un antisemitismo de izquierda, especialmente duro en círculos académicos.

Dos factores adicionales le han dado impulso: el antisemitismo oficial del gobierno de Hugo Chávez y el crecimiento de las redes sociales. Ahora pueden leerse todos los lugares comunes del viejo antisemitisimo de derecha sancionados por profesores de izquierda.

Los bombardeos a Gaza han intensificado estas reacciones. Una solución pacífica y justa en Medio Oriente puede reducir el creciente antisemitismo no sólo en América Latina sino en todo el mundo. Las perspectivas no son alentadoras pero quizá sean aún posibles.

Fuente: Reforma

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