El manifiesto asesino de Hamás

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Se ha hablado mucho sobre el llamamiento de la Carta fundacional de Hamás a la destrucción de Israel y, en opinión de algunos, la necesidad de que Hamás renuncie a dicho objetivo como condición suficiente para que se le otorgue legitimidad internacional, ayuda económica y reconocimiento diplomático. Sin embargo, un examen de la Carta revela que Hamás, también conocido como Movimiento de Resistencia Islámica, no tiene como único propósito (por equivocado o mortífero que sea) la destrucción de Israel, sino que se rige por una actitud nazi y genocida respecto a los judíos en general.

NOTA: Este artículo del 2006 se aplica perfectamente a la situación de hoy


No sería extraño que un autodenominado movimiento palestino de liberación hablara de Israel en términos poco elogiosos, e incluso (si le concedemos licencia para exagerar un poco) cargados de veneno. Pero la Carta de Hamás, en sus 9.000 palabras, utiliza un tono nazi y maniqueo para enfrentar a judíos, israelíes y sionistas (que aparecen de forma bastante intercambiable en el documento), no sólo con los palestinos, sino con el islam, que, para Hamás, es sinónimo de todo lo bueno. “Israel, al ser judío y tener una población judía, desafía al islam y los musulmanes” (artículo 28). Esta afirmación, pese a ser asombrosa, no es sorprendente, dado que Hamás considera a los judíos e Israel como un mal cósmico. Con un estilo sacado casi directamente de los manuales nazis, Hamás asegura que el sionismo “no duda en emprender ninguna vía ni utilizar cualquier medio despreciable y repulsivo para hacer realidad sus deseos”. ¿Y cuáles son esos deseos? “Acabar con las sociedades, destruir los valores, disolver la responsabilidad, hacer vacilar las virtudes y eliminar el islam. Apoya la distribución de drogas y sustancias tóxicas de todo tipo con el fin de facilitar su dominio y su expansión” (artículo 28).

Hamás cree que los judíos no sólo tienen unos deseos increíblemente malignos, sino que -a diferencia de otros- además son enormemente poderosos y capaces de obtener sus deseos. En un delirante fragmento antisemita que recuerda a los ideólogos nazis más extremistas, la Carta afirma que los judíos han acumulado una riqueza que les ha permitido “hacerse con el control de los medios de comunicación mundiales, tales como agencias de noticias, prensa, editoriales, emisoras de radio y otros semejantes. [Asimismo han utilizado] esta riqueza para fomentar revoluciones en varias partes del mundo, para beneficiar sus intereses y recoger los frutos. Apoyaron las revoluciones francesa y comunista, y han apoyado la mayoría de las revoluciones de las que oímos hablar” (artículo 22).

Después de esta fantasía tan enloquecida (entre las organizaciones clandestinas presuntamente usadas por los judíos para apoderarse del mundo, el documento destaca los clubes de los Rotarios), la Carta de Hamás describe el poder y la maldad de los judíos en términos más siniestros: los judíos “usaron el dinero para hacerse con el control de los Estados imperialistas y les obligaron a colonizar muchos países con el fin de explotar sus riquezas y extender en ellos su corrupción. En cuanto a las guerras locales y mundiales, es una realidad -y nadie lo niega- que estuvieron detrás de la Primera Guerra Mundial, para acabar con el califato islámico. Recogieron los beneficios materiales y se adueñaron de muchas fuentes de riqueza. Lograron la Declaración Balfour y crearon la Liga de Naciones para gobernar el mundo a través de ella. También estuvieron detrás de la Segunda Guerra Mundial, que les permitió recolectar inmensos beneficios del comercio de materiales de guerra y prepararse para la creación de su Estado. Inspiraron el establecimiento de Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad para sustituir a la Liga de Naciones como forma de gobernar el mundo”. Por si esta absurda letanía antisemita no fuera suficiente, Hamás declara, según el método típicamente nazi de atribuir cualquier mal a los judíos, que “no hubo ninguna guerra que estallara en cualquier sitio en la que no estuvieran presentes sus huellas” (artículo 22).

¿Cuánto poder bastará para satisfacer a los judíos? Según Hamás, “los planes sionistas no tienen fin y, después de Palestina, desearán la expansión desde el Nilo hasta el Éufrates. Después de asimilar la zona en la que hayan plantado las manos pensarán en seguir expandiéndose, y así sucesivamente. Su plan puede verse en los Protocolos de los Ancianos de Sión” (artículo 32). Hamás, como los nazis, opina que los judíos forman parte de una conspiración secreta internacional para dominar el mundo.

Ante un enemigo tan diabólico, Hamás está empeñado en hacer que el mundo islámico actúe de la única manera apropiada para este peligro. La negociación, el compromiso, llegar a una forma de convivencia con Israel y los judíos, es impensable (la propia existencia de los judíos en Israel se considera una afrenta contra el islam). Lo concebible es el Jihad, la destrucción. Tras proclamar que cada centímetro de Palestina, incluido todo Israel, es palestino e islámico, la Carta de Hamás, como corresponde a su imagen diabólica de los judíos, declara que “las iniciativas las llamadas soluciones pacíficas y las conferencias internacionales para resolver el problema palestino son contrarios a las creencias del Movimiento de Resistencia Islámica”. ¿Por qué? Porque “renunciar a cualquier parte de Palestina significa renunciar a parte de la religión; el nacionalismo del Movimiento de Resistencia Islámica forma parte de su fe, el movimiento enseña a sus miembros a adherirse a sus principios e izar la bandera de Alá sobre su patria mientras libran su Jihad” (artículo 13).


Así, pues, ¿qué pueden hacer Hamás y todos los musulmanes? Pese a la afirmación meramente formal de Hamás de que su espíritu “humanitario” le permitirá tolerar a judíos y cristianos sólo con la condición, imposible de cumplir, de que vivan bajo el dominio islámico fundamentalista (artículo 31), la lógica genocida del documento fundacional contra los judíos es explícita: “Hamás está deseando poner en práctica la promesa de Alá, cueste el tiempo que cueste. El Profeta, que la paz y las oraciones estén con él, dijo: ‘El momento no llegará hasta que los musulmanes luchen contra los judíos (y los maten); hasta que los judíos se oculten tras rocas y árboles, que gritarán: ¡Musulmán! ¡Aquí hay un judío que se esconde detrás de mí, ven y mátalo! No sucederá en el caso del Gharqad, que es un árbol judío” (artículo 7).

¿Es posible desviarse de este camino genocida? No; según el artículo de la Carta inmediatamente posterior al llamamiento al genocidio, titulado El lema del Movimiento de Resistencia Islámica, está consagrado por Dios: “Alá es su objetivo; el Profeta, su modelo; el Corán, su Constitución; la Jihad, su camino, y la muerte por la causa de Alá, su creencia más sublime” (artículo 8).

Ésta no es ninguna lectura selectiva de la Carta de Hamás, como puede verse por el gran número de citas textuales. Sus trastornadas descripciones de los judíos, diabólicas y casi nazis, y sus sueños de aniquilación forman, junto a la insistencia en la devoción servil de los musulmanes a la interpretación fundamentalista que hace Hamás del islam, el núcleo de este documento inflexible, canónico y de inspiración divina que constituye el equivalente a la Declaración de Independencia. Después de toda una vida dedicada a estudiar el nazismo y su carácter radicalmente asesino, siempre me resisto a utilizar el adjetivo “nazi” para calificar a otros movimientos censurables, antisemitas o genocidas. Ahora bien, independientemente de las diferencias, el antisemitismo y la lógica asesina del contenido, la estructura retórica y el sustrato de esta Carta y este partido político son inequívocamente nazis.

Imaginemos si un territorio o un país próximo a Estados Unidos, Alemania, Francia, Gran Bretaña o cualquier otro Estado estuviera gobernado por un partido político que, de acuerdo con el espíritu de una Carta como ésta, hubiera aterrorizado y asesinado repetidamente, mediante atentados suicidas, a los ciudadanos de uno de esos países, y que hubiera hecho público un documento regulador en el que se hablara de los estadounidenses, alemanes, franceses o británicos tal como Hamás habla de los judíos, con un llamamiento no sólo a la destrucción de su país, sino al asesinato en masa de su población. ¿Acaso los habitantes de ese país dirían que, en el momento en que ese partido político -debido a las intensas presiones internacionales y económicas- renunciara de boquilla a su propósito de destruir el país vecino, ya sería un socio aceptable para construir la paz? ¿Dirían que un partido político con unas convicciones tan profundamente irracionales, que fomenta un odio tan implacable y utiliza el lenguaje del asesinato en masa, debe recibir un volumen de ayuda internacional que sólo servirá para contribuir a mantenerle en el poder y facilitar sus intenciones asesinas?

No debemos restar importancia a la Carta de Hamás, decir que son sólo palabras que no significan nada en comparación con cualquier concesión retórica que pueda hacer ahora ante las presiones políticas y económicas (hasta el momento, Hamás ha defendido de forma categórica cada palabra de su Carta genocida). Pocas veces en el mundo moderno se ha visto un partido político que contenga en su Constitución ese odio enloquecido y esa voluntad descaradamente asesina respecto a otro pueblo. Todavía menos frecuente ha sido que un partido así se hiciera con el poder. El programa del Partido Nazi en 1920 también tenía un enorme contenido antisemita pero, comparado con la Carta de Hamás, su demonología y sus calificativos son moderados.

Los Gobiernos, los partidos y los dirigentes políticos no suelen emplear un lenguaje de aniquilación. Dados los inmensos costes políticos que tiene hablar de esa forma, cuando lo hacen, siempre debemos tomarles la palabra. Los últimos 100 años nos han enseñado que, cada vez que expresan sus sueños asesinos, como Hitler, lo dicen en serio.

Daniel Jonah Goldhagen, profesor en el Centro de Estudios Europeos de Harvard, es autor de Los verdugos voluntarios de Hitler y La Iglesia católica y el Holocausto.Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Fuente: El País

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