SARA SEFCHOVICH
En casi cualquier parte del mundo se puede tener un celular, unos zapatos tenis, un refresco en lata; se ven las mismas películas y programas de televisión; se puede conectar a las redes sociales o navegar por Internet.
Eso era lo que querían los países ricos: que todos quisiéramos lo mismo y sobre todo, que compráramos lo mismo. Y los demás lo hemos hecho y casi siempre ha sido para bien, porque ha significado acceso a la información y a muchos productos que mejoran la vida, pero, siempre todo tiene dos caras, ha implicado que se aprenden los mismos valores, jerarquías, aspiraciones y deseos (como celebrar los cumpleaños con pastel y velitas o casarse con la novia vestida de blanco) e incluso, como se ha visto recientemente, los mismos modos de hacer el mal.
La mujer más rica de Montecarlo, dueña de bienes raíces, fue balaceada cuando salía en su auto de un estacionamiento. El método lo aprendieron los pistoleros de los gángsters estadounidenses de la época de la prohibición, que así se deshacían de sus enemigos. Hace unos años unos mexicanos lo usaron con un auto de la embajada de ese país, al que emboscaron en un camino.
Un policía bancario y su esposa iban en un microbús, cuando subieron unos delincuentes que los golpearon. A él le dispararon en el cuello y lo arrojaron a la calle y le exigieron al chofer que lo atropellara. A ella la violaron y después la aventaron desde el camión en marcha. Eso lo aprendieron los criminales mexicanos de la India, por un caso muy sonado que hubo el año pasado en el que así le hicieron a una chica y a su novio.
Una señora cenaba en una taquería con su familia, cuando otra mujer, la regidora del lugar, se acercó y le arrojó ácido clorhídrico en la cara, aparentemente porque la agredida tenía relaciones sentimentales con su marido. Eso lo aprendió de Rusia, cuando al director de un importante ballet, uno de sus compañeros le hizo lo mismo por enojo con alguna de sus decisiones.
Un hígado donado en un hospital de Mérida no llegó a un hospital de Monterrey, donde lo esperaba un paciente, que llevaba varios años en lista de espera para un trasplante, porque los burócratas se atoraron con los trámites y no entendieron la importancia y la urgencia del asunto, dejando pasar tanto tiempo que el delicado órgano se echó a perder. Eso lo aprendieron también de India, donde los antibióticos caducan en las aduanas esperando a que llegue el permiso para sacarlos.
Más de 200 niñas fueron secuestradas de su escuela por un grupo fundamentalista islámico que se opone a que las mujeres estudien. Unas semanas después, un grupo yihadista en Siria se robó a más de cien niños kurdos cuando salían de la escuela, en su afán de convertir a su fe a todos los habitantes de ese país y erradicar a las otras religiosidades.
Lo anterior son solo algunos ejemplos de cómo la globalización no solamente sirve para buenas cosas, sino también para malas.
Y esto viene a cuento ahora, por lo que acabamos de ver: la fría e inmisericorde decapitación del periodista estadounidense James Foley en algún lugar de Siria. Ya había sucedido un evento así hace algunos años en Pakistán, cuando decapitaron al periodista Daniel Pearl.
La bárbara costumbre viene de muy atrás: ya Salomé pidió que le cortaran la cabeza a Juan el Bautista y a lo largo de la historia se aplicó ese castigo, incluso en épocas más recientes, como fue en Inglaterra con una de las esposas de Enrique Octavo y en Francia con los nobles cuando la Revolución.
¿Quién le enseñó a quién? ¿Los musulmanes a los europeos o éstos a aquéllos? No lo sé. Lo que sí sé es que los sicarios mexicanos aprendieron bien la lección y además le agregaron algo de su propia cosecha, pues avientan las cabezas cortadas al centro de una pista de baile en cualquier ciudad del país.
sarasef@prodigy.net.mx www.sarasefchovich.com
*Escritora e investigadora en la UNAM
Fuente:eluniversalmas.com.mx
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