ESTHER CHARABATI
Al hablar de abandonos uno piensa inmediatamente en la separación física, a pesar de que ésta es la variante menos común del abandono. Generalmente relacionamos la idea de abandonar al compañero, a los padres o a los hijos con un azotón de puerta que marca el encuentro final. Pero hay otros abandonos: el de las madres que “encargan” a sus hijos a la hermana mayor o a la televisión y se desentienden de lo que hacen o sienten; el del esposo que “cumple” con las obligaciones económicas y sociales pero no se interesa por la vida y los deseos de su pareja; el de la esposa que se cree superior a su compañero y no le permite el acceso a su mundo intelectual, emocional o social.
Ojalá todos los abandonos se manifestaran con una puerta que se azota, porque en esos casos, claros y contundentes, la víctima se sabe abandonada y tiene la ocasión, si quiere y puede, de elaborar el duelo. En cambio, ¿qué hace uno con ese novio que le baja a una la luna y las estrellas y luego le dice: “No confíes mucho en mí” “Yo no sé qué voy a hacer de mi vida”? ¿Qué hace uno con una mujer que pregona que no hay peor error que entregarse a un hombre mientras lo colma de besos? ¿Cómo sobrevivir a esos padres que nos llenan de promesas que nunca habrán de cumplir?
Abandonar es irse, aunque físicamente uno siga ahí. Es quitarle al otro el lugar prioritario que cree merecer para concentrarse en otras personas, el trabajo, el estudio, el cuerpo. Es decirle continuamente al otro: “Te quiero, pero no tanto”; es estar ahí sin realmente estarlo, es actuar la parte externa de las relaciones: comer y dormir en la misma casa, hablar por teléfono, resolver problemas, comentar noticias, ir juntos al cine.
A veces ni el que abandona se da cuenta de que lo hace. El que miente, por ejemplo, toma un camino por el que el otro —su pareja, sus hijos, sus amigos— no puede seguirlo porque ignora su existencia. Mentir, engañar, es una manera de irse, dejando al otro en un mundo inexistente.
Todos tenemos experiencias de abandono; todos sabemos del sufrimiento que implica una pérdida y, sin embargo, pocas veces somos conscientes cuando abandonamos a otros. Generalmente es el otro quien prende la luz amarilla para captar nuestra atención o, cuando está harto, reúne todas sus fuerzas y, él sí, azota la puerta.
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