ÁNGELES ESPINOSA
La irrupción del Estado Islámico (EI) está obligando a replantearse alianzas y enemistades en Oriente Próximo. Su amenaza territorial ya ha impulsado la cooperación militar entre los hasta ahora enfrentados Gobierno central de Irak y el regional kurdo. También EE UU y sus aliados se encuentran al lado de viejos enemigos, sean las milicias chiíes, el régimen de Bachar el Asad o el Irán de los ayatolás. En algún caso, las consecuencias pueden ser contraproducentes.
Si la coincidencia de intereses de EE UU e Irán en la zona puede trazarse al derribo de Sadam Husein en 2003 —e incluso, dos años antes, al desalojo de los talibanes de Kabul—, la posibilidad de beneficiar indirectamente a El Asad ha hecho que el presidente Barack Obama se esté pensando dos veces extender los ataques a Siria. El Gobierno de ese país, que desde hace tres años justifica su brutal represión de las protestas populares por la lucha contra el terrorismo, se siente reivindicado por la reacción internacional ante el desafío yihadista.
Pero no sólo Washington afronta una difícil dicotomía. Teherán, convertido en faro del islam chií desde su revolución de 1979, ve con contenida satisfacción cómo la aviación estadounidense debilita al EI, extremistas suníes que consideran a los chiíes apóstatas indignos siquiera de la conversión. Así que, llegado el caso, tendrá que hacer encaje de bolillos para rechazar o justificar los eventuales bombardeos de EE UU al grupo en territorio sirio. El régimen de Damasco, su principal aliado árabe, ha dejado claro que los considerará una agresión si se efectúan sin su permiso.
De igual modo, Irán se encuentra compartiendo barco con su rival regional e ideológico, Arabia Saudí. Ambos están enfrentados en Siria, Líbano, Palestina, Bahréin y Yemen. No obstante, la monarquía saudí, que se reclama líder del islam suní y a quien muchos analistas responsabilizan de la difusión de las ideas que alientan el yihadismo, parece haber despertado ante el riesgo de contagio. Sus autoridades religiosas han empezado a desacreditar las proclamas del EI.
Pero es sobre el terreno donde se están viendo los primeros signos de alianzas tan inesperadas como peligrosas. Cuando el domingo las fuerzas iraquíes lograron romper el cerco yihadista a la ciudad de Amerli, contaron con dos ayudas inestimables. Desde el aire, los bombardeos estadounidenses (y el lanzamiento de ayuda humanitaria). En tierra, el llamado ejército popular, una amalgama de milicias chiíes que en su día combatieron contra las fuerzas norteamericanas y ahora se benefician de su apoyo.
“Nuestro objetivo es el mismo: luchar contra el EI y rechazar el terrorismo”, justificaba a Reuters un combatiente de las Brigadas de la Paz, el nuevo nombre del Ejército del Mahdi de Múqtada al Sadr.
Junto a ese grupo había también miembros de Asaib Ahl al Haq, Kataeb Hezbolá y la Organización Badr. Surgidas tras la invasión estadounidense en 2003, las milicias prácticamente habían desaparecido con la retirada de las tropas hace tres años. Sin embargo, el primer ministro saliente Nuri al Maliki recurrió a ellas cuando empezó a verse empantanado en la lucha contra los insurgentes en Faluya, Ramadi y otras localidades de la provincia de Al Anbar.
Sus voluntarios han encontrado en la ofensiva del EI una justificación para recuperar presencia pública e influencia. Desde junio, su imagen de salvadores de la patria les ha granjeado popularidad entre los chiíes. Pero también suscitan grandes recelos entre la comunidad árabe suní, que les responsabiliza de asesinatos sectarios en venganza por las atrocidades yihadistas.
Mientras la diplomacia norteamericana trata de promover un Gobierno incluyente en Bagdad, el ascenso de estos grupos paramilitares tiene el efecto contrario. Como también puede tenerlo la ayuda militar que EE UU y otros países, entre ellos varios europeos, se han comprometido a facilitar a los peshmergas, las fuerzas kurdas.
Las autoridades de la región autónoma del Kurdistán iraquí aprovecharon la inicial estampida de los soldados iraquíes ante el avance del EI para ocupar los territorios que han reclamado históricamente. Hasta que en un giro inesperado, los yihadistas atacaron sus posiciones a principios de agosto y desencadenaron el pánico en Erbil, la capital kurda. Fue entonces cuando EE UU decidió apoyarles.
Tanto analistas como políticos kurdos admiten que la condición implícita de esa ayuda es que la región autónoma colabore con el Gobierno central y congele, por ahora, sus anhelos de independencia. Al mismo tiempo, admiten, la modernización de los peshmergas y la mejora de sus capacidades afianza una de las patas del eventual autogobierno reforzando las probabilidades de que ése sea el resultado final.
Fuente:elpais.com
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