LUIS GONZÁLEZ DE ALBA
Antes de ser México, la Nueva España era antisemita. Antes de ser España, los reinos de Aragón y Castilla, Navarra, Cataluña y demás, eran antisemitas. En pequeños pueblos siberianos conviven en santa paz cristianos ortodoxos con judíos, hasta que llega un día, uno al año, en que celebran la divertida fiesta popular de “apedrear al judío”. Shlomo ya sabe que no debe abrir su tienda ni exponer su mercancía al pillaje. Al día siguiente tomará té en vasito de vidrio con sus buenos amigos Iván, Serguei y Nikolai, en torno al samovar de la taberna del pueblito: “usos y costumbres” cuyo origen se pierde en los siglos.
Los reyes de Aragón y Castilla, Fernando e Isabel, los famosos Reyes Católicos, tomaron el último reducto de poder árabe en España, Granada y su maravilloso palacio de los reyes moros, la Alhambra, de tal belleza que dictó al mexicano Francisco de Icaza la cuarteta: Dale limosna, mujer,/ que no hay en la vida nada,/ como la pena de ser/ ciego en Granada. Y con los moros echaron al mar a los judíos.
Fue la peor metida de pata de España antes de la Armada Invencible contra Inglaterra y su reina Isabel I, que negaba la autoridad del Papa en cuanto a nombrar obispos en ese reino. Los capitales judíos buscaron refugio en tierras más tolerantes, como los Países Bajos, Holanda, bajo el nivel del mar y del tamaño de Colima. Así, gracias a España y su antisemitismo, Holanda fue parte de las potencias mundiales en el siglo XVII, dio pensadores ilustrados como Erasmo de Rotterdam y legislación con libertad de religión y de comercio. Acogió también a Spinoza, en cuya filosofía tuvimos el fin del dañino dualismo cartesiano, pero nadie lo escuchó y nos lo han debido redescubrir los neurocientíficos de la conciencia, como Antonio Damasio.
La fuente del odio es la prédica que comenzó con Saulo de Tarso, de cuyo golpazo en la cabeza al caerse del caballo por el camino a Damasco y darse contra una piedra, nació el Cristo que conocemos. Saulo se dirigía a enderezar cristianos soliviantados, cuando el golpe en la cabeza, del que hasta tosió, le hizo inventar a Cristo. Hoy lo conocemos como San Pablo.
La prédica de Pablo estaba urgida de extender el cristianismo, que comenzó como una secta judía. En el primer Concilio del que se tiene noticia, en Jerusalén, San Pedro encabezaba la tradición según la cual se es judío y seguidor del judío Jesús de Nazaret por nacimiento. No se admiten griegos ni romanos ni sirios. Pablo es el neoliberal: prediquemos globalización entre todas las naciones y que se sumen a las enseñanzas de Cristo. ¿Y cuáles son, si nada escribió Jesús? Esperad un momento y ahora os las digo. Y se fue a predicar a Atenas. Aun se conserva, al pie de la Acrópolis, un montículo donde se dice que Pablo predicaba la inexistencia de Zeus y la maldad de los corintios.
Religión de esclavos
La prédica de Pablo tuvo gran éxito entre esclavos, las máquinas que hacían funcionar a Grecia y a Roma a falta de vapor y electricidad, porque los igualaba ante los ojos de un Dios único, creador del Cielo y de la Tierra. La muerte igualadora repartía Paraíso en diversas calidades, pero no según la cuna y la sangre, sino los méritos propios. El bueno iba al Paraíso. El malo al Infierno, sin importar que uno fuera esclavo, agricultor o pobre y el otro un patricio o un rey. Después de la muerte se reparaban las injusticias terrenales. Sonaba bien y reconfortante. La idea cundió con entusiasmo entre los herederos del Paraíso: pobres y esclavos.
Aún no pasaban cien años de la rebelión de esclavos encabezada por Espartaco (busque la magnífica serie de tv), así que a los romanos no hacía mucha gracia que corrieran otras ideas neoliberales entre sus esclavos, aunque sólo prometieran libertad en el otro mundo y no en éste, donde las minas y los hogares exigían trabajo esclavo. Por eso cundió el cristianismo en secreto.
Antes de que el emperador romano Constantino hiciera de la cruz el símbolo del cristianismo entre los siglos III y IV, los cristianos se identificaban dibujando un pez. Las letras griegas de la palabra pez: ΙΧΘΥΣ, que se lee ijzis (con z madrileña) son las iniciales de Iesus Jristós Theú Yos Sotir: Jesús Cristo de Dios Hijo Salvador. El cristianismo comenzaba a buscar, con afán, distinguirse del judaísmo. Una primera medida fue olvidar que el día santificable es el sábado y pasarlo al domingo, que toma su nombre de Dominus Dei: el Día del Señor, en abierto rechazo a la enseñanza del Génesis.
Cuando Mahoma quiso distinguir el islam de judíos y cristianos ordenó santificar el viernes. Mahoma toma su nombre en español de que los españoles nunca oyen bien: a Mohamed le voltearon las vocales. Nada raro si lo mismo hicieron con cocodrilo. El español es el único idioma que pone la letra r después de la d: latín, crocodilus (cro); francés: crocodile; inglés igual pero pronunciado crocodail. Somos los únicos en decir coco-drí.
Los griegos, como los romanos, admitían que ellos tenían sus dioses y otros pueblos los suyos y cada grupo de dioses atendía a su nación. No ocurría, como ahora, que alemanes y franceses pidan al mismo Dios bendecir sus ejércitos para acabar con el otro, lo cual provoca serios conflictos de conciencia en la Divinidad. Los cielos replicaban las guerras de la Tierra. A veces hasta el mismo grupo de dioses se dividía y tomaba partido, como ocurrió en la Guerra de Troya.
Cuando el emperador romano Constantino se convirtió al cristianismo, resultó urgente levantar una diferencia esencial con el judaísmo para dejar de ser religión de esclavos. Constantino infligió el peor de los males al cristianismo al transformarlo en religión de Estado. Fundó, para un Imperio Romano ya muy extendido hacia el oriente, una segunda capital y la llamó, por supuesto, Konstantínu Polis: la ciudad de Constantino, que acabó como Constantinopla porque los españoles, como está dicho, nunca oyen bien.
—Preguntad a estos indios que cómo llaman a esta región.
Y responden: Cuaunáhuac (no sé para qué la letra h).
—Capitán, pues que se llama Cuerna la Vaca.
—Ah, bueno, sí, Cuernavaca…
Entonces los cristianos, ensoberbecidos como religión de Estado, se dieron a la tarea de acabar con las diversas idolatrías: el emperador Teodosio prohibió los Juegos Olímpicos, que tenían unos dos mil años para entonces, porque se dedicaban a Zeus. En Olimpia los cristianos derrumbaron una de las siete maravillas del mundo, el templo de Zeus. Las columnas eran tan enormes (unos dos metros de diámetro en la parte inferior) que sólo consiguieron derrumbarlas como fichas de dominó alineadas, y allí siguen para llanto de la posteridad.
La ciencia, la novedad de pensamiento surgida en la antigua Jonia en el siglo VI a. C., y que consistía en explicar la naturaleza por la naturaleza misma, sin dioses ni espíritus, era también obra del Maligno y, con el arte, quedó prohibida.
El centro que irradiaba el helenismo a todo el Mediterráneo, Alejandría, fundada en el delta del Nilo por Alejandro Magno, fue pronto objeto del odio cristiano. Una destacada astrónoma y filósofa, Hipatia (o Hypatia) fue descarnada viva, mientras se dirigía al trabajo guiando su carro de caballos, por una turba cristiana azuzada por el obispo Kyriakos, un torvo sujeto buscador de pecadores y herejes de toda laya; hoy, por supuesto, es San Cirilo. Los científicos huyeron de Alejandría, de su biblioteca y su faro, y cayó un telón de oscuridad que duraría mil años, hasta el Renacimiento, cuando los europeos descubrirían el heliocentrismo de Aristarco, la geometría de Euclides, la medición exacta del planeta por Eratóstenes, la Filosofía, Biología, Astronomía, el teatro de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, la arquitectura, escultura, la poesía.
Eso también duró poco. Unos cien años. El siglo XVI. Luego llegó la Inquisición a poner orden. El antisemitismo renació con mayor fuerza. “Deicidas” era la sentencia del Santo Tribunal que no parecía distinguir la estupidez teológica, filosófica y de simple pensamiento racional, de declarar que alguien había “matado a Dios”. Una burrada que prosperó llenándose de mitos escabrosos: misas negras a Satanás, niños cristianos sacrificados entre candelabros de siete y nueve brazos, letras hebreas con poderes de magia negra, los dos triángulos entrelazados de la estrella de David pueden formar la cabeza de un chivo, la cara de Belcebú.
La fuente de ese temor al otro no es cristiana, ni siquiera humana: nos precede en la evolución de la especie. El lobo de otra manada, perdido en el monte, muere sin misericordia atacado por otros lobos porque es un peligro: puede matar a los cachorros, preñar a las hembras. En los animales surge el nosotros y el vosotros, los ajenos, los demás, los otros. Es conservación de los genes propios.
Luego, los primeros humanos también levantaron el muro de la guerra y la del mito: la tribu, primero, luego el pueblo vecino tiene todos los defectos que no padecen los míos. Los españoles reniegan de los franceses, los franceses de los alemanes y así. Observan los antropólogos tres enormes pecados atribuidos al otro: sus mujeres son putas, sus hombres maricones y todos son caníbales. A veces es cierto…
La izquierda y el Muro, Israel
La izquierda política ha sido siempre un río caudaloso de prejuicios: el imperialismo nos vigila con sistemas Big Brother que nada más no vemos los tontos, creó un artificioso aparador deslumbrante de mercancías en Berlín Occidental para engañar a los trabajadores berlineses orientales y llevarlos al capitalismo. Por eso, decíamos, fue necesario el Muro de Berlín.
La izquierda descubrió que el imperialismo había plantado una cabeza de playa en el Oriente Medio, flotando en petróleo, para irse apoderando de la riqueza de estos pueblos. La cuña es Israel. Que sea una rara zona sin petróleo nada hace a la lógica inmutable, que los países circundantes vivan en la miseria con sus jeques y califas construyendo palacios no importa, que la mujer sea una cosa es asunto de “usos y costumbres”, que no reconozcan Derechos Humanos y se gobiernen por el Corán es asunto respetable, que Israel produzca ciencia y tecnología es prueba de alianza con el Mal, diría San Cirilo de Alejandría.
Que Israel haya devuelto a Egipto la península del Sinaí, repleta de petróleo y de tradición mosaica porque allí recibió Moisés las tablas de la ley, sólo demuestra la enorme capacidad de engaño de Israel. Luego de ganar la guerra declarada, como todas, por los árabes en 1967, Israel ofreció a los vencidos devolución de las tierras conquistadas a cambio de una simple firma: aceptar el derecho de Israel a existir. Nada más eso. Egipto firmó el acuerdo y, para engañar a todo el bondadoso pueblo de Mahoma, Israel cumplió con su palabra y entregó el Sinaí, mayor que Israel. Los demás derrotados sólo tienen, ahora, una finalidad: la destrucción de Israel y el exterminio de los judíos. Lo dice el Corán, lo sostuvo la OLP y lo retoman los principios de Hamás.
En la Universidad Autónoma de Guadalajara, guiada desde las tinieblas por una organización secreta conocida como Los Tecos, multimillonaria en dólares, es lectura obligada la apología del nazismo, Derrota Mundial, de Salvador Borrego, prologada con entusiasmo por José Vasconcelos, nuestro más famoso secretario de Educación en la época revolucionaria. En su recomendado libro leemos que Hitler sólo deseaba rescatar al mundo de las garras judías infiltradas en los gobiernos de las potencias y dueños de la banca mundial, así como de toda la prensa.
Cuando la izquierda y el sindicalismo tuvieron conflicto por las nuevas leyes sobre seguridad social, lo primero que hicieron los manifestantes fue rayonear consignas antisemitas contra el director del IMSS, Santiago Levy, el mexicano que ha hecho la propuesta más fundada para ofrecer seguro médico universal a todo mexicano, sin restricciones.
La parte más enferma del antiimperialismo ha llegado a alucinaciones colectivas de nivel carcajada cósmica: Estados Unidos inventó un viaje a la Luna en el que logró la complicidad de su vieja enemiga, la Unión Soviética, llena de telescopios apuntados a ver que la nave Apolo estallara en el aire o se fuera de largo más allá de la Luna o se estrellara contra ella. Quizá ofreció regresar Alaska a Rusia. La complicidad de astrónomos franceses y sus telescopios quizá se compró prometiendo la Luisiana; la de astrónomos alemanes y japoneses, con amenaza de nueva guerra. El imperialismo, creador de Israel para robarse el petróleo (no es necesario explicar cómo lo hace), nos oculta las bases de extraterrestres que hay bajo el Atlántico y frente a Mazatlán, el cadáver de marciano encontrado en Nuevo México en 1948 y “abre las venas de América Latina” para nutrir a sus ricos con la sangre de nuestros pobres. Oh, cuánto dolor…
Luis González de Alba es escritor. Su más reciente libro es No hubo barco para mí. Su página es www.luisgonzalezdealba.com.
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