AUGUSTO MANZANAL CIANCAGLINI
Con cierta perspectiva, luego de la finalización del enésimo enfrentamiento en Medio Oriente, además de las valoraciones que se producirán in situ, también es obligado hacer lo propio en cuanto a lo que generó en quienes no somos a priori protagonistas.
En el mismo momento había otros 12 conflictos abiertos en el mundo, pero cuando el protagonista es Israel, se percibe un intoxicado furor en determinados sectores que alarman, no por el contenido básico de la opinión, naturalmente, es muy comprensible estar en contra de las decisiones del gobierno de Benjamín Netanyahu, sino por la intensidad de la pasión volcada hacia el tema y la priorización casi exclusiva del mismo.
El desequilibrio de interés se refleja en el silencio general frente a los bombardeos por parte del gobierno sirio sobre su población, que ya causaron más de 150 000 muertos, o por las repetidas invasiones de Rusia, el estado más grande de la tierra (800 veces el tamaño de Israel), y primero en posesión de armas nucleares, distopía que varía en su presidio y que vuelve a atreverse a desafiar a la superpotencia norteamericana.
Parecería que no interesa si se es, un dictador del este de Europa, un caudillo populista latinoamericano, un fantoche estalinista coreano o una teocracia islamista, lo urgente es oponerse al primer poder y todo vale para eso.
Entrelazado a ese primer poder se encuentra su hijo prodigo, el pequeño oasis de Israel, que no importa que este acorralado por sus enemigos, siendo un estado con un territorio casi exactamente 8 veces más pequeño que Uruguay, lo importante es que representa esa entidad a la que se quiere desesperadamente encarnar, ese leviatán totalizador del dominio capitalista.
Así, junto a una mezcla de rancia rebeldía y poca información dentro del amparo de la amplia, simple y uniformada opinión que se retroalimenta con la mercantilización de la noticia intermitente, aparece el peor de los componentes del fenómeno mediático de Israel, el visceral y milenario odio al judío.
Este cóctel se sintetiza en la convergencia de la doble carga emocional, el moderno odio al imperio y el antiguo odio al judío, que eleva al pañuelo palestino como símbolo justo de desobediencia, transformándose en venda con respecto al ahondar sobre las características de sus portadores originales, del conflicto y del mundo en general. El homo videns de Giovanni Sartori ya ni siquiera necesita ver lo que consume del caos informativo, la banalidad del mal ha devenido en la banalidad de la opinión.
En la construcción de esa fobia endémica al hebreo, la focalización de frustraciones buscó pretextos tan ilógicos que la joya de la máxima irracionalidad histórica se montó sobre la culpa del ser más que el de hacer, el enemigo debe tener cara, para acusarlos de traer las pestes, de secuestrar niños, de manejar las finanzas globales, al mismo tiempo que causar las revoluciones, es decir, solo los judíos tienen la potestad de la culpabilidad simultánea de los opuestos, como dioses caprichosos causan desgracias jugando a la guerra; ellos son todos los bandos, solo ellos pueden ser vencedores y vencidos.
Las naciones se ondean orgullosas exhibiendo sus glorias y reclamando sus lógicos espacios para amparar a sus miembros, ni el irredentismo prusiano se salió demasiado del margen justo de las reivindicaciones nacionales, pero el sionismo se presenta como una especie de nacionalismo monstruoso, el reclamo de un pueblo fantasma que se atreve a pedir lo mismo que las verdaderas naciones; intentar existir, de nuevo se les exige no ser ni hacer, no se los quiere dentro pero tampoco fuera. La pesadilla kafkiana en donde no hay escape del error ya se había institucionalizado en Auschwitz.
Como tenía claro Joseph Goebbels, ministro nazi de propaganda e información, cuando una mentira se repite continuadamente termina siendo verdad, la humanidad va a dar un paso enorme cuando se erradique completamente la antigua fábula de la culpa irremediable del ser.
En realidad, aparece una culpa que nos envuelve a los no judíos, por culpar a un número mínimo de nosotros. Significada en la existencia de solo 15 millones de judíos, que obviamente deberían ser muchos más, lo que invitaría, al menos, a ser cuidadosos en el tratamiento del tema.
Es hora de contestarnos a nosotros mismos, por fin, que los judíos no dominan el mundo, no son superhombres ni demonios pese a haber obtenido el 23 por ciento de los premios nobeles siendo el 0,2 por ciento de la humanidad, y de haber soportado diásporas, conversiones forzadas, autos de fe, pogromos, campos de concentración y atentados.
También se requiere indagar reconociendo la complejidad de la situación entre Israel y los territorios palestinos. La demarcación clara de dos estados independientes se vislumbra casi imposible, Israel con Palestina forma un nuevo tipo de estado, no uno fallido como Somalia, sino más bien uno trabado.
Desde una perspectiva más racional, las culpas mutuas y bloqueadas se difuminan para distanciarse emocionalmente y poder construir. Por cada reproche facilista y reconfortante en la tranquilidad de nuestros hogares, por cada grito furioso en toda manifestación paradójica, que reúne a musulmanes, progresistas y ultraderechistas, se pierde un precioso tiempo, aprovechable en intentar elevarse del juicio superficial que instrumentaliza la desgracia ajena como símbolo interesado, del ajedrez de las potencias y del exacerbado antisemitismo transmitido generacionalmente, para aportar ideas que colaboren en desanudar el crónico dilema de una tierra fundada en el desencuentro.
Cuando se abandone la culpa con sus tentáculos que aprisionan escalonados sobre el odio, el rencor y la venganza, florecerá impregnada de rigor y universalidad, la responsabilidad.
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