ENRIQUE KRAUZE
La guerra de Gaza volvió a despertar al monstruo dormido del antisemitismo europeo. No ocurre lo mismo en América Latina. Cierto, los Gobiernos de Chile y Brasil llamaron a sus embajadores en Israel, Fidel Castro lo acusó de genocidio y los gobernantes fieles a la revolución bolivariana hicieron público su repudio. Pero este rechazo no implica antisemitismo. Otra cosa ocurre en las redes sociales en español, utilizadas sobre todo por los jóvenes y donde el veredicto condenatorio viene acompañado de los consabidos temas antisemitas. La región se ha comportado como parece sugerir el Global Index on Antisemitism de la Anti-Defamation League (ADL): no es (aún) particularmente antisemita, pero comienza a serlo.
El índice se basa en amplias encuestas hechas en años recientes. En “las Américas”, un 19% de las personas se ajusta al prejuicio. Quitando Canadá (14%) y Estados Unidos (9%), América Latina alcanza un 31%. Cifra alta, sin duda, pero inferior a Oriente Próximo y África del Norte (74%), Grecia (69%), Francia (37%) y Europa del Este (34%), aunque superior a Portugal (21%), Oceanía (14%), Gran Bretaña (9%) y Suecia (4%). Vale la pena reflexionar por qué. Y tomar providencias para que no se profundice.
Jorge Luis Borges definió, en una línea escrita en 1938, la diferencia entre el antisemitismo alemán y el argentino: “Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico”. Su reflexión fue válida entonces y lo es aún ahora, no sólo para Alemania y Argentina sino para Europa e Iberoamérica. Hasta hace unas décadas, el antisemitismo fue un derivado de dos odios externos: el antiguo antijudaísmo de la tradición católica en España, y el racismo europeo del siglo XX. Pero en tiempos recientes, exacerbado por el conflicto palestino israelí, ha aparecido un nuevo, potente e inesperado antisemitismo: un antisemitismo de izquierda.
Aquella “atolondrada ignorancia” no sólo era evidente por la presencia generalizada de innumerables apellidos de “cepa judeo portuguesa” (el elemento étnico al que Borges se refería) sino por la historia, apenas contada, que guardan los archivos de la Inquisición. Iberoamérica es la zona arqueológica de un judaísmo secreto, desprendido de sus raíces. Desde tiempos de la Conquista hasta mediados del siglo XVII, sucesivas olas de inmigrantes judíos provenientes de España y Portugal se avecindaron en la futura América Latina. Según ha demostrado Jonathan Israel, desde sus ciudades y puertos tejieron una impresionante red comercial y financiera que cubría todos los continentes y fue el presagio de la actual globalización. Al truncarse por los autos de fe del siglo XVII y desvanecerse en el espacio y el tiempo, esta presencia dejó apenas algunas huellas culturales más allá de los apellidos. Por eso mismo, no se generó un antisemitismo autóctono.
La posguerra fue generosa con los judíos latinoamericanos
El contraste actual con España —la casa matriz política y religiosa— puede ser ilustrativo. Hubo judíos en España desde antes de Cristo y oficialmente cesó de haberlos en 1492, pero su presencia había sido tan arraigada que el fantasma del judío recorrió los siglos españoles hasta llegar al presente. El viejo antijudaísmo religioso está vivo en el habla cotidiana, en las leyendas populares y en sectores de la opinión pública, pero su contraparte no es menos cierta: el culto a la huella de Sefarad en muchas ciudades españolas y la tradición liberal de tolerancia y pluralidad que tuvo su mayor expresión universal en la obra de un nieto remoto de España (Spinoza) y en las novelas de otro gran Benito: Pérez Galdós. Por si faltaran hechos alentadores, el tratamiento del trágico tema judío en la magnífica telehistoria Isabel (producida por RTVE) fue objetivo, delicado y conmovedor. Por eso, aunque es alto, el índice de la ADL para España es menor que el promedio de América Latina: 29%.
A fines del siglo XIX, los países independientes de Iberoamérica acogieron nuevas oleadas de inmigrantes judíos. El principal receptor fue Argentina. Como sus remotos antepasados, huían de la persecución, en su caso zarista. En las primeras décadas del siglo XX, con el ascenso del antisemitismo en la Europa del Este, la corriente incluyó miles de judíos polacos. En la mayoría de países de América Latina, encontraron una atmósfera general de tolerancia, que se perturbó por una década por efecto de otro odio exógeno: la propaganda nazi.
Al estallar la II Guerra, un sector de la prensa y la opinión pública latinoamericana —y no pocos intelectuales, políticos y empresarios de derecha— simpatizaron con las potencias del Eje. Las publicaciones antisemitas (Los protocolos de los Sabios de Sión, El judío internacional, Mi lucha) circularon profusamente, junto con obras (artículos, caricaturas, carteles, folletos) de autores locales. De particular importancia simbólica en México fue la aparición en 1940 de la revista Timón, pagada por los nazis y dirigida por José Vasconcelos, el escritor y filósofo más prestigiado de la primera mitad del siglo XX.
La posguerra fue generosa con los judíos latinoamericanos. El antisemitismo facsimilar de corte hitleriano pasó a los márgenes oscuros e inconfesables de la opinión pública. Creció paralelamente la conciencia del Holocausto y el prestigio de Israel. Pero en Argentina, el país con mayor población judía, el nazismo mantuvo cierta influencia debido al asilo concedido por Perón a varios altos rangos hitlerianos que dejaron escuela y cuyo momento para ensayar sus prácticas genocidas llegó en los años setenta.
Algunos profesores de izquierda sancionan los prejuicios de la derecha
En 1976 dio inicio el caótico periodo en que los militares argentinos tomaron el poder y sometieron a los liberales y los izquierdistas a un régimen de exterminio. La tortura era la misma en el caso de judíos y no judíos, pero si se trataba, como Jacobo Timmerman, de un judío liberal, se acompañaba de gritos de “judío”, “judío” y ocurría en un cuarto con un retrato de Hitler. Quizá Timmerman salvó su vida gracias a que los torturadores lo creían miembro prominente de la conspiración consignada en los Protocolos de los Sabios de Sión y esperaban sacarle información significativa.
Aunque el terror cesó con el advenimiento de la democracia en Argentina, los judíos enfrentarían un nuevo acto en 1994, cuando una bomba plantada por las autoridades iraníes —con la complicidad oficial— destruyó el edificio de la comunidad israelita matando a 85 personas. Con todo, en Argentina el antisemitismo facsimilar de derecha no arraigó. Hoy el índice es igual que el de México y Trinidad y Tobago (24%), por debajo de todos los países del área salvo Jamaica (18%) y Brasil (16%).
En estos últimos 20 años, el justificado enojo de los ámbitos liberales y la izquierda con la ocupación israelí de los territorios en Cisjordania y la Franja de Gaza se ha venido transformando en algo muy distinto: un antisemitismo de izquierda, especialmente duro en círculos académicos.
Dos factores adicionales le han dado impulso: el antisemitismo oficial del régimen chavista y el crecimiento de las redes sociales. Ahora pueden leerse todos los lugares comunes del viejo antisemitisimo de derecha sancionados por algunos profesores de izquierda.
El hecho central permanece: América Latina no es (aún) particularmente antisemita. Pero hay países como Panamá (52%), Colombia (41%), República Dominicana (41%), Perú (38%) y Chile (37%) con niveles alarmantes. La solución justa y la paz en Oriente Próximo pueden rebajarlos, pero ese elemento no es sólo exógeno sino improbable. Mientras tanto, cada país debe profundizar en el conocimiento de este prejuicio milenario y combatirlo, igual que a todas las formas modernas del racismo.
Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.
Fuente: El País
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