Nazismo y bombones

ANNA CABALLÉ

La publicación de la correspondencia de Himmler se une a los diarios de Goebbels y las memorias de Speer y otros dirigentes nazis. La frialdad del Holocausto contado desde dentro.

En la primavera de 1945, un oficial estadounidense se topó en Gomund con dos soldados compatriotas que salían del domicilio privado de Heinrich Himmler, cargados con algunos souvenirs encontrados en la casa: entre ellos, sus diarios de juventud, las cartas cruzadas entre él y su esposa a lo largo del tiempo que duró su matrimonio, los diarios de Marga Boden, álbumes de fotos, el diario de la hija de ambos y otros papeles que han hecho del que fuera el responsable de las SS una de las figuras más documentadas del nazismo alemán.

El otro es Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del III Reich y autor de un monumental y megalómano diario (34 tomos), publicado en alemán en una transcripción no comentada que ha servido de base para una magnífica biografía escrita por Peter Longerich (Goebbels; RBA, 2012), autor asimismo de otra de Himmler (RBA, 2009). Sin duda Goebbels es el más importante cronista interno del nacionalsocialismo y de su Führer: no existe otra fuente que nos permita una mirada comparable a las interioridades de la estructura del poder nazi.

El tercero es Albert Speer, el arquitecto preferido de Hitler e igualmente rendido ante la enorme fuerza que irradiaba del personaje, al menos en los primeros años de su mandato. De los tres, Speer fue el único superviviente a la caída del III Reich y cuando el Tribunal de Núremberg le condenó a veinte años de prisión, centró aquel tiempo de cautiverio en escribir sus memorias (Acantilado, 2001), otro documento imprescindible para acceder al funcionamiento de aquella enloquecida sociedad germana, gobernada por unos seres histriónicos e inmaduros, aunque dotados de un inmenso poder que quedó al servicio de sus ambiciones enfermizas.

Es Speer quien nos dice que Hitler no podía mantener ninguna conversación en el sentido usual. En la distancia corta se sentía desamparado, no se le ocurría nada, repetía las mismas anécdotas una y otra vez y se reía de las mismas gracias, siempre a costa de alguien:«Producía el efecto de carecer de esencia. Estaba muerto, vacío», concluye Speer.

«Un saludo de papi»

La reciente edición en castellano de la correspondencia de Himmler con su esposa, entre 1927 y 1945, tiene la particularidad de ir firmada por Katrin Himmler, la sobrina nieta del jefe supremo de las SS. Una mujer luchadora que viene manteniendo un comportamiento ejemplar hacia su propio y ponzoñoso pasado. Hace unos años publicó Los hermanos Himmler, biografía de una familia alemana (Libros del Silencio, 2011), fruto de sus propias investigaciones, donde no sólo describía cómo toda la familia (padres y hermanos de Himmler) se implicó con el nacionalsocialismo, beneficiándose de la posición adquirida por el más vil asesino que ha conocido la Historia. El libro era al mismo tiempo una forma de conjurar el terrible peso de su herencia enfrentándose a ella y expresando su dolor y las dificultades de sobrellevarlo.

Ahora, Katrin Himmler firma, junto a Michael Wildt, la edición de la correspondencia conyugal de Himmler, con el mismo deseo de transparencia y objetividad que presidía su libro anterior. Hay que decir que el contenido de las cartas es anodino, incluso irritante debido a la pobreza que expresan las misivas. Si no fuera por el trasfondo avasallador del nazismo, a nadie podría interesar el intercambio de unos comentarios tópicos e insustanciales escritos por un hombre de espíritu mediocre que está casi siempre fuera de casa.

Pero sabiendo lo que sabemos, quedamos desconcertados, estupefactos. El mismo día que manda aniquilar el gueto judío de Varsovia en 1943, Himmler escribe a su mujer y a su hija: «Espero que os guste el paquetito con bombones y almendras garrapiñadas. Un pequeño saludo desde el Este de vuestro papi». De modo que el hombre que manda asesinar a miles de personas en un solo día, que dice a sus soldados que«cuantos más judíos mueran en los trenes, mejor», se expresa de una forma ridículamente pueril en sus cartas. En ellas no hay preguntas sobre la vida cotidiana, ni referencias al pasado, ni un problema de conciencia, o la sombra de una duda, o el sentimiento de nostalgia por estar lejos de la familia. Ninguna profundidad. Y cuesta imaginarse que quien se complacía pensando en el terror que inspiraba el mero uniforme de las SS se conmoviera por un ligero resfriado de su hija. Pero así era. La perplejidad que nos causa ya fue estudiada por Hannah Arendt en un libro fundamental, refiriéndose a Eichmann, el administrador de la «solución final» ordenada por Himmler.

Las misivas de Marga Boden

Desde entonces se ha reflexionado mucho en esta dirección: es evidente que la moral quedó reducida en el nazismo a una esfera estrictamente privada y egoísta, de unos pocos afectos personales más allá de los cuales se cumplía escrupulosamente con un deber, aunque este fuera la producción masiva de muertos.

Ninguno de los dos cónyuges parece estar en condiciones de proyectar en el otro una sombra siquiera de vida interior, pero, en todo caso, algo más de interés tienen las misivas de Marga Boden a su marido. Compartía con él la animadversión por los judíos (hay pruebas en sus cartas) y una actitud arrogante ante la vida, pero en ella no parecen sentimientos muy arraigados. Estoy de acuerdo con Speer cuando señala que las esposas de los jerarcas del régimen eran mucho más prudentes respecto a las tentaciones del poder que sus maridos. No se perdían en sus mundos de fantasía y observaban con reserva las grotescas ambiciones de sus cónyuges. Eva Braun nunca utilizó con fines personales el poder que tenía al alcance de la mano; lo más que se puede decir de Magda Goebbels es que arrastró a sus hijos en su desgracia; y Marga Boden lo primero que hizo cuando Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania fue afiliarse a la Cruz Roja.

Himmler se mató con una cápsula de veneno poco después de haber sido arrestado por los británicos, el 22 de mayo de 1945. Poco antes, un colaborador suyo condujo a Marga y a su hija al Tirol, pero fueron detenidas en el bosque unas semanas más tarde. En los interrogatorios no mostró emoción alguna y permaneció recluida hasta 1953. Pasó los últimos años de su vida en Múnich junto a su hija, Gudrun Burwitz. Esta sigue viviendo en la capital bávara con su marido y sus dos hijos y, con absoluta terquedad, no deja de trabajar para restaurar la memoria de su padre. He aquí a dos descendientes de Himmler materializando, una vez más, el fracasado sueño de la convivencia pacífica.

Fuente:abc.es

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