ESTHER SHABOT
Libia carece de la más mínima estabilidad desde que fue derrocado Muammar Gadhafi.
Los alarmantes avances en Irak y Siria del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), los esfuerzos de una considerable cantidad de naciones por detenerlos, el desafío del desarrollo nuclear iraní y el siempre presente conflicto entre israelíes y palestinos, concentran la atención mundial cuando se habla del Oriente Medio y regiones periféricas a él. Sin embargo, hay ahí otros escenarios que vale la pena considerar debido a su importancia en el curso de lo que hoy sucede, y su potencial para complicar aún más el ya de por sí ominoso panorama.
Libia es, sin duda, uno de esos puntos de alta conflictividad e ignorarlo equivale a contribuir, por pasividad, a que ese país norafricano desemboque en un modelo parecido al de Irak o Siria. La ausencia de una autoridad central fuerte y la proliferación de armas y agrupaciones extremistas —algunas de las cuales están afiliadas a Al-Qaeda— han creado las condiciones adecuadas para que ello ocurra. Libia carece de la más mínima estabilidad desde que fue derrocado Muammar Gadhafi y de hecho existen dos cuerpos gubernamentales con sus respectivos parlamentos y comandos militares que se disputan la legitimidad de la representación estatal. Ello va acompañado de una proliferación de milicias de signos diversos confrontadas en su lucha por espacios del país cuyo control queda así fragmentado entre una multiplicidad caótica de fuerzas.
La violencia y la inseguridad permanente en que se halla sumida Libia es un factor esencial en el fenómeno de migración hacia el continente europeo. Ríos de gente, aun a sabiendas del riesgo de perecer en el trayecto, intentan por cualquier medio arribar a costas italianas. Los trágicos hundimientos en los que miles de inmigrantes ilegales han perdido la vida en las cercanías de Malta y Lampedusa son elocuentes del grado de horror y de miseria que empuja a poblaciones enteras a correr el riesgo monumental inherente a una aventura como ésa. El caso sin duda amerita a que tanto las naciones occidentales que contribuyeron al derrocamiento de Gadhafi, como la Liga Árabe, tomen cartas en esta grave situación. De no hacerlo, Libia, que ya puede considerarse un Estado fallido, bien podría convertirse en una variante de lo que hoy sucede en Irak y Siria. Porque hay que tomar en cuenta que hoy por hoy el modelo ISIS se proyecta y se vuelve inspirador en aquellos rincones del mundo musulmán en los que la falta de estabilidad e instituciones más o menos confiables tiende a generar caldos de cultivo muy eficientes para la gestación o importación de esa clase de fanatismos.
Libia comparte fronteras con seis naciones árabes norafricanas y la distancia que la separa de las costas europeas es mínima. Ello significa por tanto que su crisis que se agudiza día con día y que preludia un muy posible encumbramiento de fuerzas extremistas, tiene todo lo necesario para contagiar a ese entorno geográfico cercano en una especie de efecto dominó con consecuencias de una gravedad inimaginable. Basta imaginar que dos de sus vecinos, Egipto y Argelia, poseen sus propios grupos extremistas, los cuales con una eventual inyección de fuerza de quienes exportan el terror desde Libia, bien podrían echar abajo la precaria estabilidad prevaleciente hoy en esas dos naciones.
Así las cosas, tanto como ha sido imperiosa la construcción de una coalición internacional para enfrentar el desafío del ISIS, es ineludible que la comunidad de naciones, incluidos los altos liderazgos del mundo árabe, actúen de alguna manera para restaurar un orden institucional mínimamente eficiente y confiable para Libia. De no ser así, se estará pecando de una negligencia mayúscula, cuyas consecuencias serán cada vez más destructivas y difíciles de confrontar.
Fuente:excelsior.com.mx
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