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domingo 22 de diciembre de 2024

“Cuéntame un cuento con final feliz”: Etgar Keret escribe para su amigo Sayed Kashua

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO

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Sayed Kashua y Etgar Keret son dos grandes escritores israelíes contemporáneos a los que les une la literatura y el éxito.

13 DE SEPTIEMBRE. 5:53. CORREO DE SAYED KASHUA (CHAMPAIGN, ILLINOIS) A ETGAR KERET (TEL AVIV)

Hola Etgar:

¿Cómo estáis Shira, Lev y tú?

Sabes, resulta muy extraño estar escribiéndote. Justamente esta semana estuve pensando en ti. Hablé de ti en mi clase de hebreo, y al final, les llevé a los estudiantes uno de tus cuentos, Hope They Die [Espero que se mueran]. Tardamos una hora en leer la mitad. Mis estudiantes son majos, pero su hebreo deja mucho que desear. Pero esa no fue la razón por la que pensé en ti. Pensé en ti porque están empezando a verse las primeras señales del invierno aquí. Y es como los días más fríos de un invierno en Jerusalén. En el centro de Illinois hace frío, y casi todo el que se encuentra conmigo y sabe que acabo de llegar se siente obligado a avisarme del cruel invierno que nos aguarda.
Esta semana tuvimos que comprar ropa de abrigo. Como sabes, llegamos aquí en verano, o quizás más exactamente, huimos a este lugar en verano, y salvo algunas camisas de manga corta y un par de pantalones, no cogimos casi nada de casa. (…) “No compréis en el centro comercial”, nos dijeron los padres de un niño israelí que mi hijo conoció en la escuela elemental, “hay un enorme outlet a una hora en coche, con ropa genial a unos precios fantásticos”.

Seguimos el consejo de nuestros nuevos amigos y compramos la ropa de los niños en los outlets, hasta que llegamos a los abrigos. “No vamos a hacer concesiones en el tema de los abrigos”, le dije a mi mujer. “No para la clase de invierno que nos han prometido que tendremos”.

Y, sabes, es por ti por lo que no estoy siendo tacaño con los abrigos.

Probablemente no te acuerdes, pero una vez, cuando compartimos un taxi de Leipzig a Berlín, puede que hace 15 años, me contaste una historia sobre tu padre, y se me quedó grabada una frase: “Sobrevivió porque se llevó un abrigo”. “No vamos a hacer concesiones en el tema de los abrigos”, le dije a mi mujer, “tenemos que comprar los mejores, los más caros”.
En cualquier caso, estamos en Champaign, Illinois. No hay mucho que hacer aquí, hay una universidad y campos de maíz interminables, y salvo eso, no conozco mucho más. ¿Te creerías que ya han pasado unos meses y que no he salido ni siquiera una vez a tomarme una cerveza? (…)

De alguna manera, los niños se han adaptado más rápido de lo que pensaba, y aunque el idioma es nuevo y totalmente extraño para ellos, a pesar del tiempo y de la comida, y aunque hayan tenido que dejar a sus amigos, parecen contentos en general. Lo sé porque veo cómo me meten prisa para que arranque el coche por la mañana y salir pronto de casa porque no quieren llegar tarde al colegio. De alguna manera, mi mujer se ha adaptado a este lugar, aunque me temía que iba a volverse loca de aburrimiento porque es la primera vez en 20 años que se toma unas vacaciones del trabajo.

Y yo, que estaba tan contento de marcharme y de llevarme a mi familia lejos de ese terrible lugar llamado Israel, y de alejarla del olor de la pólvora y de la sangre, me siento a veces el más triste de todos. Tengo miedo de quedarme aquí, y temo mucho el día en que tenga que volver a casa, a Jerusalén, a Israel, a Palestina. La marcha fue traumática. Me sentía como un refugiado que huía para salvar su vida, y la decisión de marcharnos a toda prisa la tomamos incluso antes de que empezase la guerra con Gaza. El día que quemaron vivo al niño palestino en Jerusalén, me di cuenta de que no podía dejar que mis hijos saliesen de casa nunca más. Ese día, llamé a la agencia de viajes y les pedí que nos sacasen de allí lo antes posible. Por desgracia, tardamos unos días, y esa maldita guerra, otra maldita guerra, ya había empezado, y el racismo que había visto aflorar a finales de 2000 estaba alcanzando cotas aterradoras.

Tenía mucho miedo y me sentía realmente perseguido. Ya sabes que soy una especie de estrella en la cumbre de mi éxito, está previsto que se estrene una película este verano y se estaba rodando una nueva serie durante esos primeros días de la guerra, y de repente, me habían convertido en el enemigo. De repente, todos los periodistas arrogantes pensaban que podían desahogar su ira contra mí, de repente tenía miedo de la chica que trae el agua en el plató, Etgar, de repente, hasta el ayudante de producción al que no conozco pensaba que podía plantarse delante de mí y decirme con un claro aire de superioridad: “Tenemos que bombardearlos uno por uno”, y tenía miedo. Miedo de mis bondadosos vecinos de al lado porque tenían una nueva mirada en sus ojos que nunca había visto antes de la guerra, miedo del barman que me ha estado sirviendo cervezas durante más de 20 años.

Mi mujer siempre ha dicho que soy un cobarde con un trastorno de la personalidad paranoico y que la situación es aterradora, pero que estoy exagerando. Pero te lo juro, Etgar, he visto cómo mis amigos judíos más íntimos empezaban a mirarme de forma diferente. A veces procuraban no mirarme directamente a los ojos, y a veces sus miradas eran acusadoras, condescendientes, estaban cargadas de odio. (…)

Nunca se me había ocurrido vivir en otro lugar cuando me preguntaban con tanta frecuencia si me estaba planteando marcharme de Israel. Siempre rechazaba la posibilidad con arrogancia: “¿De qué está hablando? Tengo una guerra que librar aquí”. Y, sabes, este verano me di cuenta de que había perdido. Este verano, los últimos vestigios de esperanza que me quedaban en el corazón fueron pulverizados. Este verano, me di cuenta de que ya no podía mentir más a mis hijos y decirles que, algún día, tendrían igualdad de derechos en un país democrático. Este verano, me di cuenta de que los ciudadanos árabes del país nunca tendrán un futuro mejor. Al contrario, será peor, los guetos en los que viven solo estarán más atestados y serán más violentos y más pobres a medida que pasen los años. Me di cuenta de que ya no podía prometer más a mis hijos un futuro mejor.

Por otra parte, me da mucho miedo quedarme aquí. ¿Qué será de mí aquí si no puedo escribir? ¿Y qué haré sin el hebreo que es el único idioma en el que sé escribir? Al principio, pensaba que aprendería un nuevo idioma y que dejaría el hebreo por el inglés, y lo creas o no, el primer libro que compré aquí fue uno tuyo. Me duele mucho saber que, si ya estoy buscando un nuevo idioma, ni siquiera me plantee que el árabe, mi lengua materna, sea una opción válida.

Aquí me tienes, un árabe palestino que sólo sabe escribir en hebreo, atrapado en el centro de Illinois.
Aunque sé que tu mujer y tú pasasteis malos momentos porque os atrevisteis a expresar una opinión diferente, oponiéndoos a la violencia y a las máquinas de guerra, todavía os escribo, quizás porque quiero que me deis un poco de esperanza. Podéis mentir, si os apetece. Por favor, Etgar, cuéntame un cuento con un final feliz, por favor.

Os deseo lo mejor,
Sayed

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13 DE SEPTIEMBRE. 18:44. CORREO DE ETGAR KERET A SAYED KASHUA (CHAMPAIGN, ILLINOIS)

Hola, Sayed:

Me alegré mucho al recibir una carta tuya, y me entristecí mucho al leerla. Odio decirlo, pero conozco bastante bien la ciudad de Illinois en la que vives. Hace unos años, cuando Lev aún estaba en la guardería, me invitaron a dar unas clases en la Universidad y pasé allí unas semanas con mi familia. Cuando volvimos a Israel, todos pesábamos unos cuantos kilos más, y agradecimos que las aerolíneas cobren por el sobrepeso de las maletas, y no de los pasajeros. Así son las cosas cuando uno vive en un país en el que, en lugar de celebrar el Yom Kippur y el Día de Conmemoración del Holocausto, celebran el Día del Donut (existe, lo juro). Todavía hoy, Lev dice que Roma y Nueva York son ciudades fascinantes, pero ningún lugar del mundo se acerca a Urbana, Illinois, y todo por la bolera y la tienda de videojuegos que recuerda con tanto cariño (lo que más le impresionó de allí fue el enorme número de máquinas de refrescos). Así que no me sorprende que tus hijos se hayan adaptado con tanta facilidad (tendrás que limitarles las tortitas y los donuts, porque si no van a acabar mal). En lo que a nutrición se refiere, la cocina estadounidense es peor que el Estado Islámico). Me pediste un cuento optimista con un final feliz y ahí va. Lo intentaré:

El año 2015 fue un año histórico en Oriente Próximo, y todo por una sorprendente y brillante idea que tuvo un expatriado árabe-israelí. Una tarde, el escritor estaba sentado en el porche de su casa de Urbana, Illinois, mirando los infinitos campos de maíz que se extendían hasta el horizonte. Viendo esa enorme extensión, no pudo evitar la idea de que quizá los problemas de su lugar de procedencia se debían a que simplemente no había espacio para todos. “Si pudiera sencillamente meter todos esos campos en mi maleta”, se dijo para sus adentros, “doblarlos con muchísimo cuidado, muy, muy pequeñitos, podría llevármelos en avión a Israel. Pasaría la aduana por la línea verde de quienes no tienen nada que declarar, porque ¿qué tenía en realidad? No es que llevase en el equipaje una ideología subversiva ni cualquier otra cosa que pudiese interesarle a un inspector de aduanas. Todo lo que tendría serían unos enormes campos de maíz doblados muy pequeñitos, y cuando llegase a casa, abriría la maleta, los sacaría, y ¡tachán!, de repente habría tierra para todos, palestinos e israelíes, e incluso sobraría para poner un inmenso campo de atracciones al que ambos pueblos llevarían todos los conocimientos y la tecnología que aplican a desarrollar armas, y los usarían para construir la más asombrosa montaña rusa del mundo”.
Cuando entró en casa estaba muy excitado e intentó compartir su fascinante idea con su mujer, pero ella se negó a dejarse entusiasmar. “Olvídalo”, le dijo con frialdad, “nunca funcionará”. El escritor admitió que todavía tenía que resolver varios problemas logísticos, como convencer a los agricultores de Illinois de que le entregasen los campos de maíz, por no hablar de encontrar el método adecuado para doblarlos que le permitiera meter a presión todos esos campos en una gran maleta. “Pero”, reprochó a su esposa, “esos obstáculos sin importancia no son motivo para abandonar una idea que podría traer la paz a nuestra región”.

“Ese no es el problema, tonto”, le replicó ella. “Aunque consiguieses meter toda la tierra del mundo en tu dichosa maleta desvencijada nunca conseguirías traer la paz a la región. Por un lado, los radicales ultraortodoxos dirán que Dios les prometió esos campos de cultivo a ellos, y por otro, los racistas mesiánicos dirán que los campos les pertenecen por nacimiento. No hay salida, marido”, dijo encogiéndose de hombros. “Hemos nacido en un lugar en el que, aunque mucha gente desee convivir en paz, en ambos bandos hay aún suficientes personas que no lo quieren así, y nunca permitirán que ocurra”.
Esa noche, el escritor tuvo un extraño sueño. En él aparecía un campo de maíz infinito, y desde ese campo se disparaban misiles que eran derribados por misiles antimisiles mientras pasaban aviones de combate lanzando bombas desde los cielos. El campo fue pasto de las llamas y el escritor se encontró a sí mismo preguntándose quién demonios luchaba contra quién. Porque en su sueño no había nadie, solo misiles, bombas y mazorcas ardiendo.

La mañana siguiente, el escritor se bebió su repugnante café americano en silencio, sin tan siquiera dar los buenos días a su mujer (estaba muy ofendido porque ella le había llamado tonto el día anterior), y después de dejar a los niños en el colegio y en la guardería, se sentó delante de su ordenador e intentó escribir una historia. Algo triste, con mucha autocompasión, sobre un hombre bueno y honesto cuya vida y cuya mujer habían sido crueles con él sin razón alguna. Pero mientras trabajaba en la historia, se le ocurrió una idea brillante, cien veces mejor que la anterior, sobre cómo resolver los problemas de Oriente Próximo. Si el problema no era el territorio sino el pueblo, lo único que tenían que hacer era actualizar la “solución de dos Estados” con una “solución de tres Estados”, de modo que los palestinos viviesen en el primero, los israelíes en el segundo y los fundamentalistas radicales, los racistas y todos aquellos a los que les divierte luchar viviesen en el tercero. Su mujer se mostró menos desdeñosa con este plan de lo que se había mostrado con su idea de doblar los campos de maíz, por no mencionar que a Barack Obama, con quien el escritor se tropezó en la cafetería de una gasolinera en las afueras de Urbana, Illinois, simplemente le encantó.

En menos de una década, había tres países uno al lado del otro en un diminuto rincón de Oriente Próximo: el Estado de Israel, el Estado de Palestina y la República de la Fuerza es el Único Idioma que Entienden, un lugar en el que la guerra civil no terminaba nunca y que solo les gustaba a los presentadores de los informativos y a los traficantes de armas. El escritor (que, en la historia, es bastante modesto) rechazó amablemente el Premio Nobel de la Paz que le ofrecieron, hizo su maleta y volvió con su familia a su antigua casa en Israel. Y cada vez que Barack Obama venía a Oriente Próximo en otro de sus infructuosos esfuerzos por llevar la paz a la República de la Fuerza es el Único Idioma que Entienden, hacía una parada para visitar al escritor que había logrado, él solito, llevar la paz a su pueblo. Se sentaban juntos en silencio en la terraza del escritor, que daba a un valle con campos terraplenados, y comían con apetito las mazorcas de trigo que había en las fuentes frente a ellos.

Esa es la historia. No estoy seguro de que sea realmente una historia, y no sé si es realmente optimista, pero es lo mejor que se me ha ocurrido. Cuídate, y ocurra lo que ocurra, no escatimes en lo que se refiera a abrigos. Un abrigo es algo importante.

Tuyo, Etgar

P. D. Ten cuidado. Es frecuente que los israelíes que emigran a EE UU empiecen a hablar yiddish, y en el caso de los árabes, ¡podría parecer cómico!

Fuente: El País

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